Francisco Fernández-Carvajal 28 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— Parábola del mal rico y del pobre Lázaro.
— Con el uso que hagamos de los bienes aquí en la
tierra estamos ganando o perdiendo el Cielo.
— Desprendimiento. Compartir con los demás lo que el
Señor pone en nuestras manos.
I. La Primera
lectura de la Misa1 nos
presenta al Profeta Amós que llega del desierto a Samaria. Aquí se encuentra
con los dirigentes del pueblo entregados a una vida muelle, que encubre todo
género de vicios y el completo olvido del destino del país, que va a la
ruina. Os acostáis en lechos de marfil, tumbados sobre las camas,
coméis los carneros del rebaño y las terneras del establo -les
recrimina el Profeta-..., os ungís con perfumes y no os doléis de los
desastres de José. Y Amós les señala la suerte que les espera: Por
eso irán al destierro, a la cabeza de los cautivos. Esta profecía se
cumpliría unos años más tarde.
A lo largo de la liturgia de este domingo se pone de
manifiesto cómo el excesivo afán de confort, de bienes materiales, de comodidad
y lujo lleva en la práctica al olvido de Dios y de los demás, y a la ruina
espiritual y moral. El Evangelio2 nos
describe a un hombre que no supo sacar provecho de sus bienes. En vez de
ganarse con ellos el Cielo, lo perdió para siempre. Se trata de un
hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino finísimo, y tenía cada día
espléndidos banquetes. Mientras que muy cerca de él, a su puerta, estaba
echado un mendigo, Lázaro, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo
que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros le lamían sus llagas.
La descripción que nos hace el Señor en esta parábola
tiene fuertes contrastes: gran abundancia en uno, extrema necesidad en el otro.
De los bienes en sí nada se dice. El Señor hace notar el empleo que se hace de
ellos: vestidos extremadamente lujosos y banquetes diarios. A Lázaro, ni
siquiera le llegan las sobras.
Los bienes del rico no habían sido adquiridos de modo
fraudulento; ni este tiene la culpa de la pobreza de Lázaro, al menos
directamente: no se aprovechó de su miseria para explotarlo. Tiene, sin embargo,
un marcado sentido de la vida y de los bienes: «se banqueteaba». Vive para sí,
como si Dios no existiera. Ha olvidado algo que el Señor recuerda con mucha
frecuencia: no somos dueños de los bienes, sino administradores.
Este hombre rico vive a sus anchas en
la abundancia; no está contra Dios ni tampoco oprime al pobre. únicamente está
ciego para ver a quien le necesita. Vive para sí, lo mejor posible. ¿Su pecado?
No vio a Lázaro, a quien hubiera podido hacer feliz con menos egoísmo y menos
afán de cuidarse de lo suyo. No utilizó los bienes conforme al querer de Dios.
No supo compartir. «La pobreza –comenta San Agustín– no condujo a Lázaro al
Cielo, sino su humildad, y las riquezas no impidieron al rico entrar en el
eterno descanso, sino su egoísmo y su infidelidad»3.
El egoísmo, que muchas veces se concreta en el afán
desmedido de poseer cada vez más bienes materiales, deja ciegos a los hombres
para las necesidades ajenas y lleva a tratar a las personas como cosas; como
cosas sin valor. Pensemos hoy que todos tenemos a nuestro alrededor gente
necesitada, como Lázaro. Y no olvidemos que los bienes que hemos recibido para
administrarlos bien, con generosidad, son también afecto, amistad, comprensión,
cordialidad, palabras de aliento...
II. Con el ejercicio
que hagamos de los bienes que Dios ha depositado en nuestras manos estamos
ganando o perdiendo la vida eterna. Este es tiempo de merecer. Por eso, no sin
un hondo misterio, dirá el Señor: Es mejor dar que recibir4.
Más se gana dando que recibiendo: se gana el Cielo. Siendo generosos,
descubriendo en los demás a hijos de Dios que nos necesitan, somos felices aquí
en la tierra y más tarde en la vida eterna. La caridad es siempre realización
del Reino de Dios, y el único bagaje que sobrenadará en este mundo que pasa. Y
hemos de estar atentos por si Lázaro está en nuestro propio hogar, en la
oficina o en el taller donde trabajamos.
En la Segunda lectura5,
San Pablo, después de recordar a Timoteo que la raíz de todos los males
es la avaricia y que muchos perdieron la fe a causa de ella6,
escribe: Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de estas cosas y busca la
justicia, la piedad, la fe, la caridad, la constancia y la mansedumbre.
Conquista la vida eterna a la que has sido llamado...
Los cristianos, hombres y mujeres de Dios, hemos sido
elegidos para ser levadura que transforme y santifique las realidades terrenas.
Debemos preservar de la muerte a todos los que nos rodean, como hicieron los
primeros cristianos en los lugares en los que les tocó vivir. Y al ver el afán
que ponen tantos en las cosas materiales, tenemos que comprender que para
ser fermento en medio del mundo hay que estar atentos para
vivir el desprendimiento de lo que poseemos. Poco o nada podríamos hacer a
nuestro alrededor si no pusiéramos esfuerzo y empeño en no tener cosas
superfluas, en frenar los gastos, en llevar una vida sobria, en practicar con
magnanimidad las obras de misericordia. Mostraremos, en primer lugar con el
ejemplo, que la salvación del mundo y su felicidad no está en los medios
materiales, por importantes que estos sean, sino en ordenar la vida según el
querer divino.
La sobriedad, la templanza, el desprendimiento nos
llevarán a la vez a ser generosos: ayudando a los más necesitados, sacando
adelante con nuestro tiempo, con los talentos que Dios nos ha dado, con bienes
materiales en la medida de nuestras posibilidades, obras buenas, que eleven el
nivel de formación, de cultura, de atención a los enfermos... Esta generosidad
nos enseñará a librarnos de nuestro egoísmo, del apego desordenado a los bienes
materiales. Y así, «estaremos en condiciones de hacernos solidarios con los que
sufren, con los pobres y enfermos, con los marginados y oprimidos. Nuestra
sensibilidad crecerá, y no nos costará ver en el prójimo necesitado de ayuda al
mismo Jesucristo. Es Él quien nos lo ha dicho y ahora nos lo recuerda: Cuanto
hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25,
40). El día del juicio estas serán nuestras credenciales. Y comprenderemos
también entonces que de nada nos habrá servido ganar todo el mundo, si al final
no hubiéramos sabido amar con obras y de verdad a nuestros hermanos»7.
III. No
os acomodéis a este mundo...8,
exhortaba San Pablo a los primeros cristianos de Roma. Cuando se vive con el
corazón puesto en los bienes materiales es muy difícil ver las necesidades de
los demás, y se hace también cada vez más costoso ver a Dios. El rico de la
parábola «fue condenado porque no ayudó a otro hombre. Porque ni siquiera cayó
en la cuenta de Lázaro, de la persona que se sentaba en su portal y ansiaba las
migajas de su mesa»9.
Y todos debemos dar mucho y enseñar a otros a que sean generosos.
Los cristianos no podemos cruzarnos de brazos ante esa
ola de materialismo que parece envolverlo todo y que deja agostada la capacidad
para lo sobrenatural; y mucho menos dejarnos atrapar por ese sentido de la vida
que solo ve el aspecto rentable de cada circunstancia, negocio o puesto de
trabajo. «La solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana y
sobrenatural»10, que nos llevará en primer lugar a vivir personalmente la
pobreza que Jesús declaró bienaventurada, aquella que «está hecha
de desprendimiento, de confianza en Dios, de sobriedad y disposición a
compartir con los demás, de sentido de justicia, de hambre del reino de los
cielos, de disponibilidad a escuchar la palabra de Dios y a guardarla en el
corazón (cfr. Libertatis conscientia, 66).
»Distinta es la pobreza que oprime a multitud de
hermanos nuestros en el mundo y les impide su desarrollo integral como
personas. Ante esta pobreza, que es carencia y privación, la
Iglesia levanta su voz convocando y suscitando la solidaridad de todos para
debelarla»11.
Hemos de ver hermanos en quienes nos rodean, hermanos
necesitados con quienes compartimos el inmenso tesoro de la fe que hemos
recibido, la alegría, la amistad, los bienes económicos. No podemos quedar
indiferentes al contemplar este mundo nuestro, donde tantos padecen necesidad
de pan, de cultura..., de fe.
A la vez, deberemos examinar si nuestro
desprendimiento es real, con consecuencias prácticas, si nuestra vida es
ejemplar por la sobriedad y la templanza en el uso de esos bienes, y sobre
todo, y como una consecuencia efectiva de ese desprendimiento, si tenemos
puesto nuestro corazón en el tesoro que no pasa, que resiste al tiempo,
al orín y a la polilla12.
A Cristo lo tendremos por una eternidad sin fin. Cuando hayamos de dejar todo
lo de aquí, no nos costará demasiado si hemos tenido el corazón puesto en Él.
«¡Oh, qué dulce se me hizo carecer tan repentinamente de los deleites de
aquellas bagatelas! –exclamaba San Agustín recordando su conversión–; cuanto
temía antes el perderlas, lo gustaba ahora al dejarlas. Pues Tú, que eres la
verdadera y suma dulzura, las arrojabas de mí; y no solamente las arrojabas,
sino que entrabas Tú en su lugar, Tú que eres más dulce que todo deleite, más
claro que toda luz, más interior que todo secreto y más sublime que todos los
honores»13. ¡Qué pena si, alguna vez, no supiéramos apreciarlo!
1 Am 6,
1; 4-7. —
2 Lc 16,
19-31. —
3 San
Agustín, Sermón 24, 3. —
4 Hech 20,
25. —
5 1
Tim 6, 11-16. —
6 1
Tim 6, 10. —
7 A.
Fuentes, El sentido cristiano de la riqueza, Rialp, Madrid
1988, p. 176. —
8 Rom 12,
2. —
9 Juan
Pablo II, Homilía en el Yankee Stadium, Nueva York
2-X-1979. —
10 S.
C. Para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia,
22-III-1986, 89. —
11 Juan
Pablo II, Homilía, México 7-V-1990. —
12 Cfr. Lc 12,
33. —
13 San
Agustín, Confesiones, 9, 1, 1.
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