Américo Martín 29 de septiembre de 2019
Los
partidos políticos son eso, políticos, no ideológicos
Fue mi respuesta a ciertos críticos que en nombre de
la lealtad ideológica me increparon por alguna inconsecuencia revolucionaria
cuyo tenor he olvidado. La racionalidad, el conocimiento, la verdad de los
hechos, la lógica, el sentido común, que son auxiliares del hacer político, se
intimidaban al tropezarse con la ideología marxista y leninista, que fue
concebida desde mediados del siglo XIX por un implacable pensador alemán nacido
en Tréveris (1818) y desarrollada en lo fundamental en el XX por un obsesivo
ruso oriundo de Simbirsk (1870) Durante el siglo XX el marxismo dominó el
escenario. Más de la cuarta parte del mundo soportó la dictadura de partidos de
esa índole. No obstante todos fracasaron.
Cito un manido proverbio inglés: “la prueba del
biscocho se hace comiéndolo”. Si así fuera, el naufragio mundial del socialismo
marxista habría sido el mal biscocho que lo descalifica. Corrientes menos
pretensiosas van y vienen sin soportar destinos tan catastróficos.
Lenin había clamado que “el marxismo es omnipotente
por ser verdadero”. Se equivocó, no lo es, la realidad viva lo probó.
La democracia, en cambio, es según Norberto Bobbio un
sistema de reglas lógicas, flexibles, amplias, basadas en la libertad, la
creatividad, el pluralismo, el estado de derecho. No caben en ella las úlceras
morbosas del pensamiento único. No hay totalitarismo que no sea sombra pasajera
por mucho que se pavonee y agite en la escena. Después de dos décadas de
socialismo-siglo XXI, con el país en escombros y el hambre rampante, no se ve
cómo el desolador vacío que dejará pueda ser ocupado por tradicionales
dictaduras miliares o jactanciosos colectivismos de confusa ideología.
Uno de los resultados más auspiciosos del intenso
proceso vivido por los venezolanos es la eficaz solidaridad internacional que
ha despertado; el respaldo sin retaceos brindado al eje Guaidó-Asamblea
Nacional y la incapacidad de la cúpula del poder en punto a su perpetuación. La
solidaridad del mundo ha desbordado lo puramente declarativo. Su activismo casi
militante convive sin problemas con la Autodeterminación y la No intervención,
emblemas de la 2da Guerra Mundial y de la descolonización.
Conservan valor, claro está, pero bajo la primacía de
la defensa de los DDHH, cuya expansión universal la coloca por sobre las
Constituciones de los Estados. La razón es sencilla: no entra en la cabeza de
las sociedades civilizadas que autócratas inclinados a oprimir a sus propios
pueblos, invoquen aquellos generosos principios para impedir que la solidaridad
mundial se ponga del lado de los perseguidos, como exhibe la oscura tragedia de
la que saldremos bien y en fecha cercana.
Los cimientos de la construcción de Venezuela están a
la vista. Todas las ideas de transición hacia la democracia, el progreso y la
prosperidad, admiten el lugar principalísimo del liderazgo presidencial de Juan
Guaidó y de la Asamblea Nacional. Y en la medida en que tales certezas se consolidan
pierden fuerza las absurdas campañas para debilitar lo que la realidad y la
lucha venezolana han levantado.
Las sanciones dictadas por EEUU y la Unión Europea, no
por Guaidó-AN, tienden a ser acogidas porque su potencial disuasivo y favorable
al voto libre y viable es evidente. En fin, crece la audiencia del
cambio democrático.
Con intensa satisfacción y esperanza quizá muy pronto
los venezolanos y sus solidarios amigos a lo largo del planeta, puedan hacer
suyo el título de la desgarradora novela de Jan Valtin y decir con él: La
noche quedo atrás.
Américo
Martín
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