Francisco Fernández-Carvajal 10 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— No deben sorprendernos las incomprensiones y
adversidades que surjan por seguir a Cristo. Junto a Él, el dolor se torna
gozo.
— La «contradicción de los buenos».
— Frutos de las incomprensiones.
I. El Señor anuncia
en diversas ocasiones que quien aspire a seguirle de verdad, de cerca, tendrá
que hacer frente a las acometidas de quienes se muestran como enemigos de Dios
e incluso de quienes, siendo cristianos, no viven en coherencia con la fe. En
su camino hacia la santidad, el cristiano encontrará a veces un clima de
hostilidad, que el Señor no dudó en llamar con una palabra dura: persecución1.
En la última de las bienaventuranzas recogida por San Lucas en el Evangelio de
la Misa2, nos dice Jesús: Bienaventurados seréis cuando los
hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre
como maldito, por causa del Hijo del Hombre. Y no hemos de pensar que esta
persecución, en las diferentes formas en que puede presentarse, es algo
excepcional, que se dará en unas épocas especiales o solo en lugares determinados: No
es el discípulo más que el Maestro -anunció Jesús-, ni el
siervo más que su Señor. Si al amo de la casa le han llamado Beelzebú, cuánto
más a los de su casa3.
Y San Pablo prevenía así a Timoteo: Y todos aquellos que quieran vivir
piadosamente según Cristo Jesús, han de padecer persecución4.
Pero la persecución no quiere decir desgracia, sino
bienaventuranza, alegría y dicha, porque es resello de autenticidad en el
seguimiento de Cristo, de que las personas y las obras van por buena senda. No
deben quitarnos la paz ni deben sorprendernos las contrariedades que surjan en
nuestro camino. Si alguna vez permite el Señor que sintamos el dolor de la
persecución abierta –la calumnia, la difamación...–, o aquella otra más
solapada –la que emplea como armas la ironía que trata de ridiculizar los
valores cristianos, la presión ambiental que pretende amedrentar a quienes se
atreven a mantener una visión cristiana de la vida y les desprestigia ante la
opinión pública–, hemos de saber que es una ocasión permitida por el Señor,
para que nos llenemos de frutos, pues, como decía un mártir mientras se dirigía
a la muerte, «donde mayor es el trabajo, allí hay más rica ganancia»5.
Entonces deberemos agradecer al Señor esa confianza que ha tenido con nosotros al
considerarnos capaces de padecer algo –poca cosa será– por Él. Imitaremos,
aunque a mucha distancia, a los Apóstoles, que después de haber sido azotados
por predicar públicamente la Buena Nueva salieron gozosos de la presencia del
Sanedrín, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre
de Jesús6. No se callaron en su apostolado, sino que predicaban a Jesús
con más fervor y alegría. Tampoco nosotros debemos callar: la oración ha de ser
entonces más intensa y mayor la preocupación por las almas. Es bueno acordarse
en esos momentos de las palabras del Señor: Alegraos en aquel día y
regocijaos, porque vuestra recompensa es grande en el Cielo.
Junto a Cristo, el dolor se torna gozo: «Es mejor para
mí, Señor, sufrir la tribulación, con tal de que tú estés conmigo, que reinar
sin ti, disfrutar sin ti, gloriarme sin ti. Es mejor para mí, Señor, abrazarme
a ti en la tribulación, tenerte conmigo en el horno de fuego, que estar sin ti,
aunque fuese en el mismo Cielo. ¿Qué me importa el Cielo sin ti?; y contigo,
¿qué me importa la tierra?»7.
II. También el Señor
nos alerta en el Evangelio de la Misa: ¡Ay cuando los hombres hablen
bien de vosotros, pues de este modo se comportaban sus padres con los falsos
profetas! La fe, cuando es auténtica, «derriba demasiados intereses
egoístas para no causar escándalo»8.
Es difícil, quizá imposible, ser buen cristiano y no chocar con un ambiente
aburguesado y cómodo, y frecuentemente pagano. Hemos de pedir continuamente la
paz para la Iglesia y para los cristianos de todos los países, pero no debe
extrañarnos ni asustarnos si nos llega la resistencia del ambiente a la
doctrina de Cristo que queremos dar a conocer, las difamaciones, las
calumnias... El Señor nos ayudará a sacar frutos abundantes de estas
situaciones.
Cuando San Pablo llegó a Roma, le dicen los judíos que
viven allí, al referirse a la Iglesia naciente: de esta lo único que
sabemos es que por todas partes sufre contradicción9.
Al cabo de veinte siglos vemos en la historia reciente o en el momento actual
cómo en diversos países han sufrido martirio miles de buenos cristianos
–sacerdotes y laicos– a causa de su fe, o se ven impedidos o discriminados por
sus creencias, o son marginados de cargos públicos o puestos de enseñanza por
ser católicos, o encuentran dificultades para que sus hijos reciban la
enseñanza de la doctrina cristiana. Otras veces es el mismo ambiente opresivo
que considera la religión como un arcaísmo, mientras que «la modernidad y el
progreso» son concebidos como la liberación de cualquier idea religiosa.
Cuesta entender la calumnia o la persecución –abierta
o solapada– en una época en la que se habla tanto de tolerancia, de
comprensión, de convivencia y de paz. Pero son más difíciles de entender las
contradicciones cuando llegan de hombres «buenos»; cuando el cristiano persigue
–no importa el modo– al cristiano, y el hermano al hermano. El Señor previno a
los suyos para esos momentos en los que quienes difaman, calumnian o entorpecen
la labor apostólica no son paganos, ni enemigos de Cristo, sino hermanos en la
fe que piensan que con ello hacen un servicio a Dios10.
«La contradicción de los “buenos” –la expresión la acuñó el Fundador del Opus
Dei, que la experimentó dolorosamente en su vida– es prueba que Dios permite
alguna vez y que resulta particularmente penosa para el cristiano a quien le
toca en suerte. Sus motivos suelen ser apasionamientos demasiado humanos que
pueden torcer el buen juicio y la limpia intención de hombres que profesan la misma
fe y forman el mismo Pueblo de Dios. Hay a veces celos en vez de celo por las
almas, emulación indiscreta que mira con envidia y considera como un mal el
bien hecho por otros. Puede haber también dogmatismo estrecho que rehúsa
reconocer a los demás el derecho a pensar de maneras distintas en materias
dejadas por Dios al libre juicio de los hombres (...). La contradicción de los
“buenos” (...) suele manifestarse en desamor hacia algunos hermanos en la fe,
oposición larvada a sus labores y crítica destructiva»11.
En cualquier caso, la postura del cristiano que quiere
ante todo ser fiel a Cristo ha de ser la de perdonar, desagraviar y actuar con
rectitud de intención, con la mirada puesta en Cristo. «No esperes por tu labor
el aplauso de las gentes.
»—¡Más!: no esperes siquiera, a veces, que te
comprendan otras personas e instituciones, que también trabajan por Cristo.
»—Busca solo la gloria de Dios y, amando a todos, no
te preocupe que otros no te entiendan»12.
III. De
las contradicciones hemos de sacar mucho fruto. «Se había desatado la
persecución violenta. Y aquel sacerdote rezaba: Jesús, que cada incendio
sacrílego aumente mi incendio de Amor y Reparación»13.
No solo no deben hacernos perder la paz ni ser causa de desaliento o de
pesimismo, sino que han de servirnos para enriquecer el alma, para
ganar en madurez interior, en fortaleza, en caridad, en espíritu de reparación
y de desagravio, en comprensión.
Ahora y en esos momentos difíciles que, sin ser
habituales, pueden presentarse en nuestra vida, nos harán mucho bien aquellas
palabras pacientes y serenas de San Pedro dirigidas a los cristianos de la
primera hora cuando padecían calumnias y persecución: Mejor es padecer
haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal14.
El Señor se valdrá de esas horas de dolor para hacer
el bien a otras personas: «Algunas veces llama por los milagros, otras por los
castigos, algunas por las prosperidades de este mundo, y, por último, en otras
ocasiones llama por las adversidades»15.
En toda situación tendremos siempre motivos para estar
alegres y ser optimistas, con el optimismo que nace de la fe y de la oración
confiada. «El Cristianismo ha estado demasiadas veces en lo que parecía un
fatal peligro, como para que ahora nos vaya a atemorizar una nueva prueba
(...). Son imprevisibles las vías por las que la Providencia rescata y salva a
sus elegidos. A veces, nuestro enemigo se convierte en amigo; a veces se ve
despojado de la capacidad de mal que le hacía temible; a veces se destruye a sí
mismo; o, sin desearlo, produce efectos beneficiosos, para desaparecer a
continuación sin dejar rastro. Generalmente la Iglesia no hace otra cosa que
perseverar, con paz y confianza, en el cumplimiento de sus tareas, permanecer
serena, y esperar de Dios la salvación»16.
Los momentos en que encontremos dificultades y
contradicciones –sin exagerarlas– son particularmente propicios para ejercitar
una serie de virtudes: debemos pedir por aquellos que –quizá sin saberlo– nos
hacen mal, para que dejen de ofender a Dios; desagraviar al Señor, siendo más
fieles en nuestros deberes cotidianos; hacer un apostolado más intenso;
proteger con caridad delicada a aquellos hermanos «débiles» en la fe que por su
edad, por su menor formación o por su especial situación, podrían recibir un
mayor daño en su alma.
La Virgen Nuestra Madre, que nos ayuda en todo
momento, nos oirá particularmente en los más difíciles. «Dirígete a la Virgen
–Madre, Hija, Esposa de Dios, Madre nuestra–, y pídele que te obtenga de la
Trinidad Beatísima más gracias: la gracia de la fe, de la esperanza, del amor,
de la contrición, para que, cuando en la vida parezca que sopla un viento
fuerte, seco, capaz de agostar esas flores del alma, no agoste las tuyas..., ni
las de tus hermanos»17.
1 Cfr. J.
Orlandis, 8 Bienaventuranzas, p. 141. —
2 Lc 6,
20-26. —
3 Mc 10,
24-25. —
4 2
Tim 3, 12. —
5 San
Ignacio de Antioquía, Carta a San Policarpo de Esmirna, 1.
—
6 Hech 5,
41. —
7 San
Bernardo, Sermón 17. —
8 G.
Chevrot, Las Bienaventuranzas, p. 234. —
9 Hech 28,
22. —
10 Cfr. Jn 16,
2. —
11 J.
Orlandis, o. c., p. 150. —
12 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 255. —
13 Ibídem,
n. 1026. —
14 1
Pdr 3, 17. —
15 San
Gregorio Magno, Homilía 36 sobre los Evangelios. —
16 J.
H. Newman, Biglietto Speech, 12-V-1879. —
17 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 227.
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