Juan Guerrero 12 de septiembre de 2019
@camilodeasis
Ciertamente
que en Venezuela se vive una guerra del hambre. Los conflictos modernos ya no
son refriegas entre bandos uniformados que se detectan sin mayor problema. Por
el contrario, priva la confusión, la movilización en masa de millones de seres
humanos que se desplazan sin tener certeza de cuál será su destino.
Es
que la incertidumbre de vivir en un espacio hostil marca los días del hombre
que habita en campos gigantescos de concentración, como Venezuela o Siria o
Cuba.
Reviso
algunos de mis escritos recientes y me encuentro que por los días cuando
existían las largas filas en los centros de abastecimiento de alimentos, como
supermercados o abastos, las madrugadas eran ocupadas por millones de personas,
en su mayoría mujeres y ancianos, quienes pernoctaban por horas para comprar un
miserable kilo de arroz, harina precocida o en el mejor de los casos, un pollo.
Tenías
que poseer tu cédula de identidad con el último dígito que correspondiera al
día para que los militares te permitieran comprar alimentos. Mi día era los
miércoles. Me levantaba de madrugada y ya cuando llegaba, antes de las cinco y
media, había al menos entre 300 a 350 personas, de la tercera edad, por
delante.
Terminé
llamando a esos días “Miércoles de humillación” por la cantidad de injusticias
que observaba –y sigo viendo- entre quienes se acercaban a comprar comida.
Jóvenes madres con recién nacidos, ancianos en muletas, sillas de ruedas,
enfermos terminales mostrando informes médicos para lograr un cupo. Los más
osados, hablando con policías o militares para entrar primero. Mientras el sol
levantaba y ya a mediodía era un círculo de fuego que hervía el cuerpo.
La
humillación, vejación, maltrato y desprecio por el semejante se ha convertido
en un modo de actuar de la autoridad contra el ciudadano. De ellos siempre sale
victorioso quien posee su arma de reglamento, su equipo antimotines para
generar temor y siempre, el gesto de la amenaza si osas reclamar tus derechos.
Han
sido estos años, 2014, 2017, 2018 y lo que va de este tenebroso tiempo,
momentos donde el ciudadano venezolano aprendió a bajar la cabeza para
sobrevivir. A ceder ante la inminente violencia del policía o militar para
salvar a un familiar de la agresión de la autoridad. Esa arbitrariedad diaria,
cotidiana que la observas constantemente.
He
leído comentarios por las redes sociales donde escriben ciertos desmemoriados
quejándose de la aparente sumisión de los venezolanos por estos meses. Es ahora
cuando comprendo esta dantesca realidad. Cuando veía las películas de alemanes
contra judíos en la Polonia ocupada de los años ‘40s., observaba cómo eran
llevados como corderitos, amontonados en los trenes de carga. Hacinados. Nunca
protestaban. Incluso cuando eran introducidos a las cámaras de gas. Nada. Una
total sumisión.
Es
que cuando estás sometido a un total y absoluto control. Cuando ves que a tu
lado hay personas armadas por los cuatro costados. Cuando tu cuerpo está
físicamente agotado, semi esquelético por el hambre. Cuando tu mente apenas
sirve para pensar en salvarte, comer y reposar. Cuando sabes que tienes todas
las de perder, que nadie vendrá en tu defensa, se desata en ti la antigua y
humana capacidad de sobrevivencia pasiva. Porque sabes que físicamente no
puedes defenderte. Que el hambre te carcome día a día.
Escuché
decir hace unos días a dos especialistas, que lo más espantoso es morir de
hambre. Porque el organismo se “devora a sí mismo” y no puedes hacer nada,
salvo quedarte quieto, casi inmóvil, cerrar los ojos y desear dormir. Te
desvaneces gradualmente.
Leí
por estos días que un hombre murió de hambre en un barrio de Maracaibo. Los
familiares no tenían un féretro para enterrarlo. Hasta los escaparates se
habían terminado en todo el vecindario porque los habían usado como urnas.
Buscaron
entonces la nevera en el rancho y así fue como pudieron enterrar al pobre
hombre. Son las historias de todos los días. Como los niños que mueren por
desnutrición. O los ancianos que vagan por plazas y parques, y se acuestan en
algún recodo, entre cartones, trapos y un perro esquelético.
Queda
el suicidio, el deseo de morir ya. Así le ocurrió a la hija de una amiga de mi
esposa. Apenas con 23 años, recién graduada de la universidad y sin encontrar
trabajo en su especialidad. Simplemente cambió sus pocos dólares, compró
perrarina para alimentar a su mascota, uno que otro regalo. Se despidió esa
noche con una gran sonrisa y mientras todos dormían, se fue al carro, lo
encendió dejando escapar el monóxido dentro del vehículo.
Es
que la desesperación por no encontrar salida a esta devastadora realidad hace
que personas, entre 15-35 años, tomen esta drástica decisión. Son las
estadísticas de este otro horror que es el suicidio en Venezuela. Es el país
con mayor número de casos en Latinoamérica y uno de los primeros 5 en el mundo
donde más jóvenes se suicidan.
Sé
que esta guerra del hambre y de la humillación a la población civil pasará. Sea
hoy o mañana. Ya no quedan fuerzas para enfrentar solos la barbarie genocida y
los suicidios inducidos por este obsceno régimen chavizta-socialista del siglo
XXI.
Solo
deseamos vivir en una sociedad y un país, normal. Donde la cotidianidad sea
despertar con el olor del café mañanero y de arepas en el budare. Poder
encender la luz, tener agua en la ducha, gas para cocinar. Saludar al señor del
aseo urbano. Ir a una farmacia y encontrar tus medicinas.
Solo
deseamos un horizonte de vida común. Lo más normalito, pues. Nada estrafalario
ni de extremos. Solo deseamos salir de esta pesadilla llamada socialismo del
siglo XXI porque solos, no podremos.
Juan
Guerrero
@camilodeasis
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