Francisco Fernández-Carvajal 23 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— La Virgen ponderaba en su corazón los
acontecimientos de su vida.
— Silencio de María en los tres años de la vida
pública de Jesús.
— El recogimiento interior del
cristiano.
I. Muchas veces
hemos deseado que los Evangelistas narraran más sucesos y palabras de Santa
María. El amor nos hace desear haber tenido más noticias de Nuestra Madre del
Cielo. Sin embargo, Dios se encargó de dar a conocer todo lo necesario, tanto
durante la vida de Nuestra Señora aquí en la tierra, como ahora, después de
veinte siglos, a través del Magisterio de la Iglesia cuando, con la asistencia
del Espíritu Santo, desarrolla y explicita los datos revelados.
Poco tiempo después de la Anunciación, aunque la
Virgen no comunicó nada a Isabel, esta penetró en el misterio de su prima por
revelación divina. Tampoco Nuestra Señora manifestó suceso alguno a José, y un
ángel le informó en sueños sobre la grandeza de la misión de la que ya era su
esposa. En el nacimiento del Mesías también María guardó silencio, pero los
pastores fueron informados puntualmente del acontecimiento más grande de la
humanidad, y estos comunicaron a sus amigos y conocidos la gran noticia.
Y todos los que les escucharon se maravillaron de cuanto los pastores
les habían dicho1.
Nada dijeron María y José a Simeón y a Ana, la profetisa, cuando como un joven
matrimonio más subieron al Templo para presentar al Niño. Y en Egipto primero y
luego en Nazaret, a nadie habló María del misterio divino que llenaba su vida.
Nada comentó con sus parientes y vecinos. Se limitó a guardar estas
cosas ponderándolas en su corazón2.
El silencio de María dio lugar a que Natanael se equivocara en el comentario
que le hizo a Felipe sobre aquella pequeña ciudad fronteriza con Caná, su
tierra: ¿De Nazaret puede salir algo bueno?3.
«La Virgen no buscaba, como tú y como yo, la gloria que los hombres se dan unos
a otros. Le basta saber que Dios lo sabe todo. Y que no necesita pregoneros
para anunciar a los hombres sus prodigios. Que, cuando Él quiere, ya los
cielos refieren su gloria y el firmamento anuncia las obras de sus manos; un
día trasmite al otro su palabra y una noche a la siguiente sus noticias (Sal 18,
1-2). Él sabe hacer de sus vientos, mensajeros; y del fuego abrasador,
embajadores (Sal 104, 4)»4.
«Es tan hermosa la Madre en el perenne recogimiento
con que el Evangelio nos la muestra...: ¡Conservaba todas estas cosas y
las meditaba en su corazón! Aquel silencio pleno tiene su encanto para
la persona que ama»5.
Allí, en la intimidad de su alma, Nuestra Señora fue penetrando más y más en el
misterio que le había sido revelado. María, Maestra de oración, nos enseña a
descubrir a Dios, ¡tan cercano a nuestras vidas!, en el silencio y en la paz de
nuestros corazones, pues «solo a quien pondera con espíritu cristiano las cosas
en su corazón le es dado descubrir la inmensa riqueza del mundo interior, del
mundo de la gracia: de ese tesoro escondido que está dentro de nosotros (...).
Fue la ponderación de las cosas en el corazón lo que hizo que, al compás del
tiempo, fuera creciendo la Virgen María en la comprensión del misterio, en
santidad, en unión con Dios»6.
También a nosotros nos pide el Señor ese recogimiento interior donde guardar
tantos encuentros con el Maestro, preservarlos en la intimidad de miradas
indiscretas o vacías, guardarlos para tratar de ellos a solas «con quien sabemos
nos ama»7.
II. «La Anunciación
representa el momento culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero
es además el punto de partida de donde se inicia todo su camino hacia Dios,
todo su camino de fe»8.
Esta fe fue creciendo de plenitud en plenitud, pues Nuestra Señora no lo
comprendió todo al mismo tiempo en sus múltiples manifestaciones. Quizá con el
paso de los días sonreiría ante el recuerdo de su sorpresa al formular al ángel
la pregunta sobre la guarda de su virginidad, o al interrogar a Jesús hallado
en el Templo, como si no hubiera tenido sobradas razones para actuar así y no
se debiera primero a su Padre... Podía extrañarse ahora de no haber comprendido
entonces lo que ya se le manifestaba9.
El recogimiento de María –donde Ella penetra en los
misterios divinos acerca de su Hijo– es paralelo al de su discreción, «pues es
condición indispensable para que las cosas puedan guardarse en el interior, y
ponderarlas luego en el corazón, que haya silencio. El silencio es el clima que
hace posible la profundidad del pensamiento. El mucho hablar disipa el corazón
y este pierde cuanto de valioso guarda en su interior; es entonces como un
frasco de esencia que, por estar destapado, pierde el perfume, quedando en él
solo agua y apenas un tenue aroma que recuerda el precioso contenido que alguna
vez tuvo»10.
La Virgen también guardó un discreto silencio durante
los tres años de vida pública de Jesús. La marcha de su Hijo, el entusiasmo de
las multitudes, los milagros, no cambiaron su actitud. Solo su corazón
experimentó la ausencia de Jesús. Incluso cuando los Evangelistas hablan de las
mujeres que acompañaban al Maestro y le servían con sus bienes11 nada
dicen de María, que con toda probabilidad permaneció en Nazaret. Parece normal
que la Virgen se acercara en alguna ocasión para ver a su Hijo, oírle, hablar
con Él... El Evangelio de la Misa12 narra
una de estas ocasiones. Vino a verle su Madre y algunos
parientes y, al llegar a la puerta de la casa, no pudieron entrar por el gran
número de gente que se agolpaba alrededor de su Hijo. Le avisaron a Jesús que
su Madre estaba fuera y que deseaba verle. Entonces, según indica San Mateo,
Jesús extendió la mano sobre los discípulos13;
San Marcos14 señala que Jesús, mirando a los que estaban
sentados a su alrededor, respondió: Mi madre y mis hermanos son
aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen.
La Virgen no se desconcertó por la respuesta. Ella
comprendió que era la mejor alabanza que podía dirigirle su Hijo. Su vida de fe
y de oración le llevó a entender que su Hijo se refería muy particularmente a
Ella, pues nadie estuvo jamás más unido a Jesús que su Madre. Nadie cumplió con
tanto amor la voluntad del Padre. La Iglesia nos recuerda que la Santísima
Virgen «acogió las palabras con las que el Hijo, exaltando el Reino por encima
de las condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados
a los que escuchan y guardan la palabra de Dios, como Ella lo hacía fielmente»15.
María es más amada por Jesús a causa de los lazos creados en ambos por la
gracia que en razón de la generación natural, que hizo de Ella su Madre en el
orden humano. María también guardó silencio en aquella ocasión, a nadie explicó
que las palabras del Maestro estaban especialmente destinadas a Ella. Después,
quizá a los pocos minutos, la Madre se encontró con su Hijo y le agradeció tan
extraordinaria alabanza.
Jesús se dirige a nosotros de muchas maneras, pero solo
entenderemos su lenguaje en un clima habitual de recogimiento, de guarda de los
sentidos, de oración, de paciente espera. Porque el cristiano, como el poeta,
el escritor y el artista, ha de saber aquietar «la impaciencia y el temor al
paso del tiempo. Aprender –con dolor, quizá– que solamente cuando la semilla
escondida en tierra ha germinado y prendido y tiene numerosas raíces, entonces
brota una pequeña planta. Y al oír que preguntan sonrientes: ¿y eso es todo?,
hay que decir que sí, y estar convencido de que solo si está bien radicada, la
planta irá creciendo, hasta que ya árbol muestre con sus ramas –según se creía
en antiguas épocas– la extensión de su profundidad»16.
III. El
silencio interior, el recogimiento que debe tener el cristiano es plenamente
compatible con el trabajo, la actividad social y el tráfago que muchas veces
trae la vida, pues «los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas
que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del
alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre,
como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura»17.
La misma vida humana, si no está dominada por la
frivolidad, por la vanidad o por la sensualidad, tiene siempre una dimensión
profunda, íntima, un cierto recogimiento que tiene su pleno sentido en Dios. Es
ahí donde conocemos la verdad acerca de los acontecimientos y el valor de las
cosas. Recogerse –«juntar lo separado», restablecer el orden
perdido– consiste, en buena parte, en evitar la dispersión de los sentidos y
potencias, en buscar a Dios en el silencio del corazón, que da sentido a todo
el acontecer diario. El recogimiento es patrimonio de todos
los fieles que buscan con empeño al Señor. Sin esta lucha decidida, no sería
posible –contando siempre con la ayuda de la gracia– este silencio interior en
medio del ruido de la calle, ni tampoco en la mayor de las soledades.
Para tener a Dios con nosotros en cualquier
circunstancia, y nosotros estar metidos en Él mientras trabajamos o
descansamos, nos serán de gran ayuda –quizá imprescindibles– esos ratos que
dedicamos especialmente al Señor, como este en el que procuramos estar en su
presencia, hablarle, pedirle... «Procura lograr diariamente unos minutos de esa
bendita soledad que tanta falta hace para tener en marcha la vida interior»18.
Y junto a la oración, el hábito de mortificación en todo aquello que separa de
Dios y también en cosas de suyo lícitas, de las que nos privamos para
ofrecerlas al Señor.
En un mundo de tantos reclamos externos necesitamos
«esta estima por el silencio, esa admirable e indispensable condición de
nuestro espíritu, asaltado por tantos clamores (...). Oh silencio de Nazaret,
enséñanos el recogimiento, la interioridad, la disponibilidad para escuchar las
buenas inspiraciones y las palabras de los verdaderos maestros. Enséñanos la
necesidad y el valor de la preparación del estudio, de la meditación, de la
vida personal e interior, de la plegaria secreta que solo Dios ve»19.
De la Virgen Nuestra Señora aprendemos a estimar cada
día más ese silencio del corazón que no es vacío sino riqueza interior, y que,
lejos de separarnos de los demás, nos acerca más a ellos, a sus inquietudes y
necesidades.
1 Lc 2,
18. —
2 Lc 2,
51. —
3 Jn 1,
46. —
4 S.
Muñoz Iglesias, El Evangelio de María, Palabra, Madrid
1973, pp. 27-28. —
5 Ch.
Lubich, Meditaciones, Ciudad Nueva, Madrid 1989, p. 14.
—
6 F.
Suárez, La Virgen Nuestra Señora, Rialp, 17ª ed., Madrid
1984, p. 198. —
7 Santa
Teresa, Vida, 8, 2. —
8 Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 14. —
9 Cfr. J.
Guitton, La Virgen María, Rialp, 2ª ed., Madrid 1964, p.
109. —
10 F.
Suárez, o. c., pp. 200-201. —
11 Cfr. Lc 81
2-3. —
12 Lc 8,
19-21. —
13 Mt 12,
49. —
14 Mc 3,
34. —
15 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. —
16 F.
Delclaux, El silencio creador, Rialp, Madrid 1969, p. 15.
—
17 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 738. —
18 ídem, Camino,
n. 304. —
19 Pablo
VI, Alocución en Nazareth, 5-I-1964.
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