Francisco Fernández-Carvajal 16 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— Acudir al Corazón misericordioso de Jesús en todas
las necesidades del alma y del cuerpo.
— La misericordia de la Iglesia.
— La misericordia divina en el Sacramento del perdón.
Condiciones de una buena confesión.
I. Jesús iba camino
de una pequeña ciudad llamada Naín1,
acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre. Al entrar en la ciudad
se encontró con otro grupo numeroso de gentes que llevaban a enterrar a un
difunto, hijo único de una mujer viuda. Es muy probable que Jesús y los suyos
se detuvieran esperando el paso del cortejo fúnebre. Entonces, Jesús se fijó en
la madre y se llenó de compasión por ella. En muchas ocasiones los
Evangelistas señalan estos sentimientos del Corazón de Jesús cuando se
encuentra con la desgracia y el sufrimiento, ante los que nunca pasa de largo.
Al ver a la muchedumbre –escribe San Mateo relatando otro encuentro con la
necesidad– se compadeció Jesús de las gentes porque andaban
como ovejas que no tienen pastor2,
abandonadas de todo cuidado; al leproso que con tanta esperanza ha acudido a
Él, lleno de compasión le dijo: Queda limpio3;
cuando la muchedumbre le seguía sin preocuparse del alimento y de la dificultad
para ir a buscarlo, dijo a sus discípulos: Me da lástima esta gente,
y multiplicó para ellos los panes y los peces4;
en otra ocasión, lleno de misericordia, tocó los ojos a un ciego y
le devolvió la vista5.
La misericordia es «lo propio de Dios»6,
afirma Santo Tomás de Aquino, y se manifiesta plenamente en Jesucristo, tantas
veces cuantas se encuentra con el sufrimiento. «Jesús, sobre todo con su estilo
de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está
presente el amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza
todo lo que forma su humanidad. Este amor se hace notar particularmente en el
contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la
condición humana histórica que de distintos modos manifiesta la limitación y la
fragilidad, física o moral, del hombre»7.
Todo el Evangelio, pero especialmente estos pasajes en que se nos muestra el
Corazón misericordioso de Jesús, ha de movernos a acudir a Él en las
necesidades del alma y del cuerpo. Él sigue estando en medio de los hombres, y
solo espera que nos dejemos ayudar.
Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta
Ti; no me escondas tu rostro el día de la desgracia. Inclina tu oído hacia mí;
cuando te invoco, escúchame enseguida,
recitan los sacerdotes en la Liturgia de las Horas de hoy8.
Y el Señor, que nos escucha siempre, viene en nuestra ayuda sin hacerse
esperar.
II. Al ver Jesús a
la mujer, se compadeció de ella y le dijo: No llores. Se acercó y tocó
el féretro. Los que lo llevaban se detuvieron; y dijo: Muchacho, a ti te lo
digo, levántate. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar; y se
lo entregó a su madre.
Muchos Padres han visto en la madre que recupera a su
hijo muerto una imagen de la Iglesia, que recibe también a sus hijos muertos
por el pecado a través de la acción misericordiosa de Cristo. La Iglesia, que
es Madre, con su dolor «intercede por cada uno de sus hijos como lo hizo la
madre viuda por su hijo único»9.
Ella «se alegra a diario –comenta San Agustín– con los hombres que resucitan en
su alma. Aquel, muerto en cuanto al cuerpo; estos, en cuanto a su espíritu»10.
Si el Señor se compadece de una multitud que tiene hambre, ¿cómo no se va a
compadecer de quien padece una enfermedad en el alma o lleva ya en sí la muerte
para la vida eterna?
La Iglesia es misericordiosa «cuando acerca a los
hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de la que es depositaria
y dispensadora»11.
Especialmente, «en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o
reconciliación. La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte
que la muerte». Y es el sacramento de la Penitencia «el que allana el camino a
cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este
sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia,
es decir, el amor que es más fuerte que el pecado»12.
Jesús pasa de nuevo por nuestras calles y ciudades y
se compadece de tantos males como padece esta humanidad doliente; sobre todo se
compadece de los hombres que cargan con el único mal absoluto que existe, el
pecado. A todos nos dice: Venid a Mí... Nos invita a cada uno
para quitarnos el pesado fardo del pecado. Ejerce su misericordia sanando y
aliviándonos del lastre más pesado, principalmente en la Confesión sacramental,
uno de los misterios más gozosos de la misericordia divina. Cuando instituyó
este sacramento tenía puestos sus ojos llenos de bondad en cada uno de los que
habíamos de venir después, en nuestros errores, en las flaquezas, en las
ocasiones en que quizá nos íbamos a mantener alejados de la Casa del Padre. Es
este también el sacramento de la paciencia divina, el sacramento de nuestro
Padre Dios avistando cada día a las puertas de la eternidad el regreso de los
hijos que se marcharon.
Examinemos hoy nosotros cómo apreciamos este
sacramento que Cristo instituyó con tanto amor para dar la Vida si se hubiera
muerto por el pecado mortal y para fortalecernos si estuviéramos débiles o
enfermos por las faltas y pecados veniales.
III. La
misericordia de Dios es infinita; inagotable «es la prontitud del Padre en
acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la
fuerza del perdón que brotan continuamente del sacrificio de su Hijo. No hay
pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la
limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena
voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir,
su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad»13.
Solo nosotros podemos impedir que esa mirada de Jesús, que sana y libera, nos
llegue al fondo del alma.
En la medida en que vamos conociendo más al Señor y
siguiendo sus pasos, sentimos una mayor necesidad de purificar el alma. Para
eso debemos cuidar cada una de las confesiones, evitando la rutina, ahondando
en el amor y en el dolor. Ahondar como si cada confesión, siempre única, fuera
la última; alejándonos de la precipitación y de la superficialidad. Para eso
tendremos en cuenta aquellas cinco condiciones necesarias para una buena
confesión, que quizá aprendimos cuando éramos pequeños: examen de
conciencia, humilde, hecho en la presencia de Dios, descubriendo las
causas, y quizá los hábitos, que han motivado esas faltas; el dolor de
los pecados, la contrición, fruto de un examen hondo y humilde, con un
sentido más profundo de lo que es un pecado: una ofensa al Señor, y no solo un
error humano o una falta de eficacia; propósito de la enmienda concreto
y firme, que está íntimamente unido al dolor de los pecados y que muchas veces
es el índice de una buena confesión; confesión de los pecados, que
consiste en una verdadera acusación de la falta cometida, con deseo de que se
nos perdone, y no un relato más o menos general de la situación del alma o de
las cosas que nos preocupan. El meditar en que es el mismo Señor quien, a
través del sacerdote, nos perdona nos llevará a ser muy sinceros, tanto como
nos gustaría serlo en el último instante de nuestra vida; cumplir la
penitencia, por la que nos asociamos al sacrificio infinito de expiación de
Cristo. Esa penitencia que nos impone el sacerdote –tan mitigada maternalmente
por la Iglesia– no es simplemente una obra de piedad, sino desagravio,
reparación y satisfacción por la culpa contraída.
No dejemos de acudir con frecuencia a esa fuente de la
misericordia divina, pues a menudo, quizá en lo pequeño, nos separamos del
Señor. Pidamos a Nuestra Señora, refugio de los pecadores –nuestro
refugio–, que nos ayude a confesarnos cada vez mejor. Y pensemos también en la
gran obra de misericordia que llevamos a cabo cuando facilitamos que un amigo,
un pariente o un conocido recobre o aumente, por la recepción de este
sacramento, la Vida sobrenatural de su alma.
1 Cfr. Lc 7,
11-17. —
2 Mt 9,
36. —
3 Mc 1,
41. —
4 Mc 8,
2. —
5 Mt 18,
27. —
6 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 30, a. 4. —
7 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, II, 3.
—
8 Liturgia
de las Horas, Oficio de lectura. Sal 102, 2-3. —
9 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, V, 92.
—
10 San
Agustín, Sermón 98, 2. —
11 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, cit., VII, 13.
—
12 Ibídem.
—
13 Ibídem.
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