Francisco Fernández-Carvajal 12 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— La recompensa sobrenatural de las buenas obras.
— Los méritos de Cristo y de María.
— Ofrecer a Dios nuestra vida corriente. Merecer por
los demás.
I. El Señor nos
habla muchas veces del mérito que tiene hasta la más pequeña de nuestras obras,
si las realizamos por Él: ni siquiera un vaso de agua ofrecido por Él quedará
sin su recompensa1.
Si somos fieles a Cristo encontraremos un tesoro amontonado en el Cielo por una
vida ofrecida día a día al Señor. La vida es en realidad el tiempo para
merecer, pues en el Cielo ya no se merece, sino que se goza de la recompensa;
tampoco se adquieren méritos en el Purgatorio, donde las almas se purifican de
la huella que dejaron sus pecados. Este es el único tiempo para merecer: los
días que nos queden aquí en la tierra; quizá, pocos.
En el Evangelio de la Misa de hoy2 nos
enseña el Señor que las obras del cristiano han de ser superiores a las de los
paganos para obtener esa recompensa sobrenatural. Si amáis a los que os
aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes los
aman. Y si hacéis bien a quienes os hacen bien, ¿qué mérito tendréis?, pues
también los pecadores prestan a los pecadores para recibir otro tanto... La
caridad debe abarcar a todos los hombres, sin limitación alguna, y no debe
extenderse solo a quienes nos hacen bien, a los que nos ayudan o se portan
correctamente con nosotros, porque para esto no sería necesaria la ayuda de la
gracia: también los paganos aman a quienes los aman a ellos. Lo mismo ocurre
con las obras de un buen cristiano: no solo han de ser «humanamente» buenas y
ejemplares, sino que el amor de Dios hará que sean generosas en su
planteamiento, y sean así sobrenaturalmente meritorias.
El Señor ya había asegurado por el Profeta
Isaías: Electi mei non laborabunt frustra3,
mis elegidos no trabajarán nunca en vano, pues ni la más pequeña obra hecha por
Dios quedará sin su fruto. Muchas de estas ganancias las veremos ya aquí en la
tierra; otras, quizá la mayor parte, cuando nos encontremos en la presencia de
Dios en el Cielo. San Pablo recordó a los primeros cristianos que cada
uno recibirá su propia recompensa, según su trabajo4.
Y, al final, cada uno recibirá el pago debido a las buenas o a las
malas acciones que haya hecho mientras estaba revestido de su cuerpo5.
Ahora es el tiempo de merecer. «Vuestras buenas obras deben ser vuestras
inversiones, de las que un día recibiréis considerables intereses»6,
enseña San Ignacio de Antioquía. Ya en esta vida el Señor nos paga con creces.
II. Electi
mei non laborabunt frustra... Las obras de cada día –el trabajo, los
pequeños servicios que prestamos a los demás, las alegrías, el descanso, el
dolor y la fatiga llevados con garbo y ofrecidos al Señor– pueden ser
meritorias por los infinitos merecimientos que Cristo nos alcanzó en su vida
aquí en la tierra, pues de su plenitud recibimos todos gracia sobre
gracia7. A unos dones se añaden otros, en la medida en que
correspondemos; y todos brotan de la fuente única que es Cristo, cuya plenitud
de gracia no se agota nunca. «Él no tiene el don recibido por participación,
sino que es la misma fuente, la misma raíz de todos los bienes: la Vida misma,
la Luz misma, la Verdad misma. Y no retiene en sí mismo las riquezas de sus
bienes, sino que los entrega a todos los demás; y habiéndolos dispensado,
permanece lleno; no disminuye en nada por haberlos distribuido a otros, sino
que llenando y haciendo participar a todos de estos bienes permanece en la
misma perfección»8.
Una sola gota de su Sangre, enseña la Iglesia, habría
bastado para la Redención de todo el género humano. Santo Tomás lo expresó en
el himno Adoro te devote, que muchos cristianos meditan
frecuentemente para crecer en amor y devoción a la Sagrada Eucaristía: Pie
pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine... Misericordioso
pelícano, Señor Jesús, // purifica mis manchas con tu Sangre, // de la cual una
sola gota es suficiente // para borrar todos los pecados del mundo entero.
El menor acto de amor de Jesús, en su niñez, en su
vida de trabajo en Nazaret..., tenía un valor infinito para obtener la gracia
santificante, la vida eterna y las ayudas necesarias para llegar a ella, a
todos los hombres pasados, presentes y a los que han de venir9.
Nadie como la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra,
participó con tanta plenitud de los méritos de su Hijo. Por su impecabilidad,
sus méritos fueron mayores, incluso más estrictamente «meritorios», que los de
todas las demás criaturas, porque, al estar inmune de las concupiscencias y de
otros estorbos, su libertad era mayor, y la libertad es el principio radical
del mérito. Fueron meritorios todos los sacrificios y pesares que le llevó el
ser Madre de Dios: desde la pobreza de Belén, la zozobra de la huida a
Egipto..., hasta la espada que atravesó su corazón al contemplar los sufrimientos
de Jesús en la Cruz. Y fueron meritorias todas las alegrías y todos los gozos
que le produjeron su inmensa fe y su amor que todo lo penetraba, pues no es lo
oneroso de una acción lo que la hace meritoria, sino el amor con que se hace.
«No es la dificultad que hay en amar al enemigo lo que cuenta para lo
meritorio, si no es en la medida en que se manifiesta en ella la perfección del
amor, que triunfa de dicha dificultad. Así, pues, si la caridad fuera tan
completa que suprimiese en absoluto la dificultad, sería entonces más
meritoria»10, enseña Santo Tomás de Aquino. Así fue la caridad de María.
Debe darnos una gran alegría considerar con frecuencia
los méritos infinitos de Cristo, la fuente de nuestra vida espiritual.
Contemplar también las gracias que Santa María nos ha ganado fortalecerá la
esperanza y nos reanimará de modo eficaz en momentos de desánimo o de
cansancio, o cuando las personas que queremos llevar a Cristo parece que no
responden y nos damos cuenta de la necesidad de merecer por ellas. «Me decías:
“me veo, no solo incapaz de ir adelante en el camino, sino incapaz de salvarme
–¡pobre alma mía!–, sin un milagro de la gracia. Estoy frío y –peor– como indiferente:
igual que si fuera un espectador de ‘mi caso’, a quien nada importara lo que
contempla. ¿Serán estériles estos días?
»Y, sin embargo, mi Madre es mi Madre, y Jesús es –¿me
atrevo?– ¡mi Jesús! Y hay almas santas, ahora mismo, pidiendo por mí”.
»—Sigue andando de la mano de tu Madre, te repliqué, y
“atrévete” a decirle a Jesús que es tuyo. Por su bondad, Él pondrá luces claras
en tu alma»11.
III. Electi
mei non laborabunt frustra. El mérito es el derecho a la recompensa por las
obras que se realizan, y todas nuestras obras pueden ser meritorias, de tal
manera que convirtamos la vida en un tiempo de merecimiento. Enseña la teología12 que
el mérito propiamente dicho (de condigno) es aquel por el que
se debe una retribución, en justicia o, al menos, en virtud de
una promesa; así, en el orden natural, el trabajador merece su salario. Existe
también otro mérito, que se suele llamar de conveniencia (de congruo),
por el que se debe una recompensa, no en estricta justicia ni como consecuencia
de una promesa, sino por razones de amistad, de estima, de liberalidad...; así,
en el orden natural, el soldado que se ha distinguido en la batalla por su
valor merece (de congruo) ser condecorado: su condición
militar le pide esa valentía, pero si pudo ceder y no cedió, si pudo limitarse
a cumplir y se esmeró en su cometido, el general magnánimo se ve movido a
recompensar sobreabundantemente –por encima de lo estipulado– aquella acción.
En el orden sobrenatural, nuestros actos merecen, en
virtud del querer de Dios, una recompensa que supera todos los honores y toda
la gloria que el mundo puede ofrecernos. El cristiano en estado de gracia logra
con su vida corriente, cumpliendo sus deberes, un aumento de gracia en su alma
y la vida eterna: por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un
peso eterno de incalculable gloria13.
Cada jornada, las obras son meritorias si las
realizamos bien y con rectitud de intención: si las ofrecemos a Dios al
comenzar el día, en la Santa Misa, o al iniciar una tarea o al terminarla.
Especialmente serán meritorias si las unimos a los méritos de Cristo... y a los
de la Virgen. Nos apropiamos así las gracias de valor infinito que el Señor nos
alcanzó, principalmente en la Cruz, y los de su Madre Santísima, que tan
singularmente corredimió con Él. Nuestro Padre Dios ve entonces estos
quehaceres revestidos de un carácter infinito, del todo nuevo. Nos hacemos
solidarios con los méritos de Cristo.
Conscientes de esta realidad sobrenatural, ¿procuramos
ofrecer todo al Señor?, ¿lo ordinario de cada jornada y, si se presentan, las
circunstancias más extraordinarias y difíciles: una grave enfermedad, la
persecución, la calumnia? Especialmente entonces debemos recordar lo que ayer
leíamos en el Evangelio de la Misa14: alegraos
y regocijaos en aquel día, porque es muy grande vuestra recompensa. Son
ocasiones para amar más al Señor, para unirnos más a Él.
También nos ayudará a realizar con perfección nuestros
quehaceres el saber que, con un mérito de conveniencia, fundado en
la amistad con el Señor, con estas obras –hechas en gracia de Dios, por amor,
con perfección, buscando solo la gloria de Dios–, podemos merecer la conversión
de un hijo, de un hermano, de un amigo: así han actuado los santos.
Aprovechemos tantas oportunidades para ayudar a los demás en su camino hacia el
Cielo. Con más interés y tesón a los que Dios ha puesto más cerca de nuestra
vida y a quienes andan más necesitados de estas ayudas espirituales.
1 Cfr. Mt 10,
42. —
2 Lc 6,
27-38. —
3 Is 65,
23. —
4 1
Cor 3, 8. —
5 1
Cor 5, 10; Cfr. Rom 2, 5-6. —
6 San
Ignacio de Antioquía, Epístola a San Policarpo. —
7 Jn 1,
16. —
8 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan,
14, 1. —
9 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, El Salvador, p. 365. —
10 Santo
Tomás, Cuestiones disputadas sobre la caridad, q. 8, ad 17.
—
11 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 251. —
12 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, o. c., p. 366. —
13 2
Cor 4, 17. —
14 Cfr.
Lc 6, 20-26.
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