Laureano Márquez 24 de septiembre de 2019
Arturo
Uslar Pietri escribió alguna vez un breve ensayo con este título. La tesis
central de su reflexión era que el destino de Venezuela estaba
irremediablemente vinculado al de su universidad y que destruirla o hacerla
mediocre era condenar irremediablemente al país a la misma suerte.
No
es una curiosa coincidencia que las naciones que se han convertido en potencias
mundiales, sean las que tienen universidades de primera categoría. La
universidad es desde su fundación medieval, el lugar en el que se dan cita las
mentes más brillantes de cada momento, los espacios donde se debaten ideas y se
crea conocimiento. Decía Uslar que lo central de la universidad era la posesión
de eso que él denominaba el “espíritu universitario”, que es un clima libre de
confluencia de intelectos y voluntades en la búsqueda de sabiduría y verdad.
Salvar
a la universidad es una tarea que nos compete a todos los que queremos detener
la demolición de Venezuela e iniciar su reconstrucción. Un país no es una
configuración material de territorio con población encima (es decir: un terreno
con gente), un país es una idea que existe en la cabeza de los ciudadanos que
lo conforman, que están unidos, además de por el clima y el paisaje, por una
comunidad de intereses y destino compartido que les hace similares en sueños,
aspiraciones y hasta manera de hablar, de sentir, de pensar.
Un
himno es una canción que te mueve porque te reconoces en ella y una bandera es
un simple pedazo de tela, pero que cuenta tu historia. Un país es una serie de
conceptos que existen en la conciencia de quienes se dicen de él y eso los
configura como un pueblo
La
tragedia que enfrentan algunas naciones hoy día es la de que, teniendo grandes
condiciones materiales y una tradición histórica y cultural brillante, la idea
del país se desdibuja de la cabeza de los ciudadanos que la conforman y cada
vez menos gente se siente parte de ella. Comienzan entonces separatismos
irreflexivos y violentos que niegan la evidencia historia compartida y hasta
inventan relatos parciales para la desintegración, que una vez desatada no
conoce límites.
Si
un país es pues una idea, el mejor lugar para que avance es en el espacio por
excelencia de las ideas: la universidad. Luchar por su supervivencia es un
mandato para todas las conciencias comprometidas. Si de algo podemos estar
orgullosos los venezolanos es de las luces que han producido nuestras
universidades.
Verdad
es que buena parte de esas luces prestan su brillo fuera de la patria que las
formó. Si de algo tiene fama la diáspora venezolana es de su elevada
preparación académica. Por ello es esencial que no se apague la universidad,
que ese “espíritu universitario” no decaiga, que se mantenga actualizada para
las exigencias de estos tiempos, donde estar en la vanguardia del conocimiento
marca la diferencia entre avanzar o quedarse relegado en una brecha, que por la
velocidad imperante en el terreno del saber, se torna rápidamente insalvable.
Los
egresados universitarios, donde quiera que se encuentren, son parte de su
universidad. “Alma mater” es el nombre que damos a la institución académica que
nos ha formado, madre nutricia intelectual con la cual tenemos similar
responsabilidad que con nuestra madre biológica que por mucho tiempo cuidó de
nosotros y nos educó y a quien ya encaminados por la vida nunca olvidamos ni
abandonamos.
Mantener
la universidad como espacio de creatividad y esperanza es esencial. La
universidad es el reducto de la nación venezolana. Allí se guarda la idea de la
nación, se recrea y se engrandece. Comprometernos con su sostenimiento y
salvación es quizá en este momento la mejor manera de salvar a Venezuela.
Laureano
Márquez
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