Trino Márquez 12 de septiembre de 2019
@trinomarquezc
Felipe
González es uno de los pocos políticos de proyección mundial que se ocupa de
reflexionar acerca de los conflictos que sacuden al género humano y analiza las
tendencias que despuntan a partir de esos nudos críticos. Hace unos días
sostuvo una larga conversación con Soledad Gallego-Díaz, directora del diario
El País. La periodista tituló la entrevista “El capitalismo triunfante está
destruyéndose a sí mismo”. Además de denunciar la agresiva concentración del
ingreso que se ha producido en el mundo con el avance la revolución
tecnológica, y cómo la pavorosa crisis financiera de los años 2007-2008 no sirvió
para atenuar esa perversa propensión, sino para exacerbarla, el expresidente
del gobierno español examina la anomia que afecta a los sistemas políticos e
institucionales en diversas partes del planeta.
Una
de sus ideas centrales apunta a criticar la tesis según la cual “la democracia
está por encima de las reglas institucionales”. Nada de eso. La democracia no
puede utilizarse como carnada para destruir el sistema. Donald Trump, Boris
Johnson y Jair Bolsonaro son mencionados por González como ejemplos de esos
líderes, con más o menos carisma, que atropellan las normas establecidas,
afincados en las mayorías circunstanciales que en momentos determinados los
apoyan. Las instituciones y las normas que las regulan pueden ser modificadas,
pero respetando los mecanismos institucionales previstos en el ordenamiento
jurídico para garantizar que las reformas sean ordenadas y eviten el caos.
Felipe
González recordó el atropello de Hugo Chávez a la Constitución de 1961. Apenas
lo menciona de pasada. Vale la pena refrescar el episodio porque allí se
encuentra en gran medida el origen de los desmanes que vinieron después. Debido
a que Chávez había ganado los comicios de 1998 con una cómoda ventaja y una de
sus principales ofertas electorales había sido la convocatoria a una asamblea
constituyente, la Corte Suprema de Justicia decidió, pasando por encima de la
Carta del 61, autorizar al recién electo Presidente a llamar a una consulta en
la cual el pueblo se pronunciara acerca de si debía o no convocarse la
Constituyente. Chávez impuso su voluntad con la aquiescencia del único órgano
del Estado investido de la autoridad legal para impedírselo. El argumento
central de la CSJ era que en las elecciones del 98, ya el pueblo se había
pronunciado favorablemente por esa opción, pues había votado de forma
categórica por la oferta del Comandante.
Siguiendo
la lógica de Felipe González, el criterio democrático se impuso sobre el
principio constitucional. La Carta del 61 no contemplaba la convocatoria
popular a una asamblea constituyente, no porque a los diputados y senadores del
Congreso instalado en 1959 se les hubiese olvidado. Ese tema no fue incluido en
la Constitución exprofeso. Los parlamentarios desecharon la idea debido a que
consideraron que la naciente y aún frágil democracia surgida en 1958, tras el
derrocamiento de Pérez Jiménez, debía consolidarse. La experiencia enseñaba que
las constituyentes en Venezuela solo habían servido para atornillar caudillos
en el poder.
Esta
práctica viciosa había que evitarla. La discusión aparece en los diarios de
debate. Esta historia tenían que conocerla los miembros de la CSJ. Era su
obligación. Aún así sucumbieron a la demanda de Chávez. Tras ese atropello a la
Constitución vinieron en cascada todos los otros abusos. En la forma como se
eligieron los integrantes de la Constituyente de 1999, se violó el principio de
representación proporcional, una de las claves que había garantizado la
estabilidad del sistema político y la reconciliación, después de los azarosos
años 60, cuando la izquierda insurreccional se alzó en armas contra la
democracia. Con menos de 60% de los votos, Chávez se quedó con 95% de los
diputados constituyentes.
Es
probable que Hugo Chávez no se hubiese detenido frente a los argumentos legales
de la CSJ. Su talante autoritario, personalista y caudillesco habría convertido
su capricho en una fuerza incontenible. Sin embargo, habría quedado el
testimonio de un grupo de magistrados instruidos que habrían actuado, no para
complacer al autócrata, sino para velar por el Estado de Derecho y la legalidad
constitucional. Ese antecedente sirvió para que a partir de entonces la anomia,
el desorden, la arbitrariedad, el desprecio por las instituciones y las reglas,
que tanto preocupan a Felipe González, se entronizaran durante dos décadas en
Venezuela. La nación es en la actualidad el compendio de todas las
depravaciones autoritarias.
La
recuperación de la democracia y el retorno a la convivencia civilizada solo
podrán concretarse si entendemos, como sugiere Felipe González, que las
instituciones, las leyes y las reglas, no son adornos florales que pueden
suprimirse sin que se altere el paisaje. La aplicación a rajatabla del principio
de la mayoría suele conducir a la destrucción de la libertad y de la propia
democracia.
Trino
Márquez
@trinomarquezc
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