Francisco Fernández-Carvajal 20 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— Los corazones endurecidos por la falta de contrición
se incapacitan para acoger la palabra divina.
— Necesidad de oración y de sacrificio para que la
gracia dé fruto en el alma.
— Paciencia y constancia: recomenzar con humildad.
I. Se reunió junto
al Señor una gran muchedumbre, que acudía a Él de todas las ciudades1.
Y Jesús aprovechó la ocasión, como tantas veces, para enseñarles el misterio de
la acción de la gracia en las almas mediante la parábola del sembrador. Todos
los que le escuchaban conocían bien las condiciones en que se hacían las
labores del campo en aquellas tierras de Palestina. Salió el sembrador
a sembrar su semilla... Es Cristo mismo que continuamente, hoy
también, extiende su reinado de paz y de amor en las almas, contando con la
libertad y la personal correspondencia de cada uno. Dios se encuentra en las
almas con situaciones tan diversas como distintos son los terrenos que reciben
idéntica semilla. Al llevar a cabo la siembra, parte cayó junto al
camino, y fue pisoteada y se la comieron las aves del cielo: se perdió
completamente, sin dar fruto. Más tarde, cuando Jesús explique a sus discípulos
la parábola, les dirá que el diablo se lleva la palabra de su corazón.
Estas almas, endurecidas por la falta de arrepentimiento de sus pecados, se
incapacitan para recibir a Dios que las visita. A este mal terreno se asemeja
el corazón «que está pisoteado por el frecuente paso de los malos pensamientos,
y seco de tal modo que no puede recibir la semilla ni esta germinar»2.
El demonio encuentra en estas almas el terreno apropiado para lograr que la
semilla de Dios quede infecunda.
Por el contrario, el alma que, a pesar de sus
flaquezas, se arrepiente una y otra vez, y procura evitar las ocasiones de
pecar y recomienza cuantas veces sea necesario, atraerá la misericordia divina.
La humildad que supone reconocer los pecados, quizá solo veniales, y los
propios defectos prepara el alma para que Dios siembre en ella y fructifique.
Por eso, hoy, al meditar esta parábola de Jesús, puede ser un buen momento para
que nos preguntemos si cada día pedimos perdón por todas aquellas cosas que no
agradan al Señor, aun en lo pequeño, y si acudimos con verdadera sed de
limpieza a la Confesión frecuente.
Ahora es buen momento para pedirle a Jesús que nos
ayude a echar lejos de nosotros todo aquello, por pequeño que sea, que nos
separa de Él, a no pactar con defectos y actitudes que entorpecen la amistad
que Él nos ofrece diariamente. «Has llegado a una gran intimidad con este
nuestro Dios, que tan cerca está de ti, tan dentro de tu alma..., pero,
¿procuras que aumente, que se haga más honda? ¿Evitas que se metan por medio
pequeñeces que puedan enturbiar esa amistad?
»—¡Sé valiente! No te niegues a cortar todo lo que,
aunque sea levemente, cause dolor a Quien tanto te ama»3.
II. Parte de la
semilla cayó sobre pedregal, y una vez nacida se secó por falta de
humedad. Estos son los que reciben la palabra con alegría, pero no
tienen raíces; creen durante algún tiempo pero a la hora de la tentación se
vuelven atrás. A la hora de la prueba sucumben porque han basado su
seguimiento a Cristo en el sentimiento y no en una vida de oración, capaz de
resistir los momentos difíciles, las pruebas de la vida y las épocas de aridez.
«A muchos les agrada lo que escuchan y se proponen obrar bien; pero en cuanto
comienzan a ser incomodados por las adversidades abandonan las buenas obras que
habían comenzado»4.
¡Cuántos buenos propósitos han naufragado cuando el camino de la vida interior
ha dejado de ser llano y placentero! Estas almas buscaban más su contento y la
satisfacción propia que a Dios mismo. «Unos por unas razones y otros por otras
–se quejaba San Agustín–, el hecho es que apenas se busca a Jesús por Jesús»5.
Buscar a Jesús, por Él mismo, con aridez cuando llegue; querer subir a la
cumbre no solo cuando el camino es llano y sombreado, sino cuando se convierte
en un sendero apenas visible en medio de la rocas, sin más amparo que el deseo
firme de subir hasta la cima donde está Cristo: buscar «a Jesús por Jesús».
Solo lo conseguiremos con la fidelidad a la oración diaria, cuando resulta
fácil y cuando cuesta.
Otra parte de la semilla cayó en medio de las
espinas, y habiendo crecido con ella las espinas la sofocaron. Estos son
los que, habiendo oído y arraigado en el alma la palabra de Dios, no llegaron a
dar fruto a causa de las preocupaciones, riquezas y placeres de la vida.
Es imposible seguir a Cristo sin una vida mortificada, pues poco a poco se
pierde el atractivo por las cosas de Dios y, paralelamente, se inicia el camino
fácil de las compensaciones, del apegamiento desordenado al dinero, a la
comodidad..., y se acaba deslumbrado por el aparente valor de las cosas
terrenas. «No te asombres de que a los placeres llamara espinas (...) –comenta
San Basilio–. Así como las espinas, por cualquier parte que se las coja, ensangrientan
las manos, así también los placeres dañan a los pies, a las manos, a la cabeza,
a los ojos... Cuando se pone el corazón en las cosas temporales sobreviene la
vejez prematura, se embotan los sentidos, se entenebrece la razón...»6.
La oración y la mortificación preparan al alma para
recibir la buena semilla y dar fruto. Sin ellas, la vida queda infecunda. «El
sistema, el método, el procedimiento, la única manera de que tengamos vida
–abundante y fecunda en frutos sobrenaturales– es seguir el consejo del
Espíritu Santo, que nos llega a través de los Hechos de los Apóstoles: “omnes
erant perseverantes unanimiter in oratione” -todos perseveraban unánimemente en
la oración.
»—Sin oración, ¡nada!»7.
No existe un camino hacia Dios que no pase por la oración y el sacrificio.
III.
«Después de referirse a las circunstancias que hacen ineficaz la semilla, habla
por fin la parábola de la tierra buena. No da lugar así al desaliento, antes al
contrario, abre camino a la esperanza, y muestra que todos pueden convertirse
en buena tierra»8.
La semilla que cayó en tierra buena son los que oyen la palabra con un
corazón bueno y generoso, la conservan y dan fruto mediante la paciencia.
Todos, independientemente de la situación anterior,
podemos dar buenos frutos para Dios, pues Él siembra constantemente la semilla
de su gracia. La eficacia depende de nuestras disposiciones. «Lo único que
importa es no ser camino, ni pedregal, ni cardos, sino tierra buena No sea el
corazón camino donde el enemigo se lleve, como los pájaros, la semilla pisada
por los transeúntes; no peñascal donde la poca tierra haga germinar enseguida
lo que ha de agostar el sol; ni abrojal de pasiones humanas y cuidados de la
vida disoluta»9. Tres son las características que señala el Señor en la tierra
buena: oír con un corazón contrito, humilde, los requerimientos divinos;
esforzarse para que –con la oración y la mortificación– esas exigencias calen
en el alma y no se atenúen con el paso del tiempo; y, por último, comenzar y
recomenzar, sin desanimarse si los frutos tardan en llegar, si nos damos cuenta
de que los defectos no acaban de desaparecer a pesar de los años y del empeño
en la lucha por desarraigarlos.
Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu
nuevo –se lee hoy en la Liturgia
de las Horas–; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y
os daré un corazón de carne10.
Si queremos y somos dóciles, el Señor está dispuesto a cambiar en nosotros todo
lo que sea necesario para transformarnos en tierra buena y fértil. Hasta lo más
profundo de nuestro ser, el corazón, puede verse renovado si nos dejamos
arrastrar por la gracia de Dios, siempre tan abundante. Lo importante es ir una
y otra vez a Él, con humildad, en demanda de ayuda, sin querer separarnos jamás
de su lado, aunque nos parezca que no avanzamos, que pasa el tiempo y no
cosechamos los frutos deseados. «Dios es agricultor –enseña San Agustín–, y si
se aparta del hombre, este se convierte en un desierto. El hombre es también
agricultor, y si se aparta de Dios, se convierte también en un desierto»11.
No nos separemos de Él; acudamos a su Corazón misericordioso muchas veces a lo
largo del día.
1 Lc 8,
4-15. —
2 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, in loc.
—
3 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 417. —
4 San
Gregorio Magno, o. c., 15, 2. —
5 San
Agustín, Comentario al Evangelio de San Juan, 25, 10.
—
6 San
Basilio, Homilías sobre San Lucas, 3, 12. —
7 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 297. —
8 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo,
44. —
9 San
Agustín, Sermón 101, 3. —
10 Liturgia
de las Horas, Laudes. Ez 36, 26. —
11 San
Agustín, Comentario a los Salmos, 145, 11.
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