Juan Guerrero 26 de septiembre de 2019
@camilodeasis
Hace
muchos años en una clase de literatura, analizaba junto con mis estudiantes
algunos cuentos venezolanos, entre ellos, los famosos Cuentos Grotescos, de
Rafael Pocaterra. Por alguna razón, en su análisis surgieron discusiones sobre
la pobreza, la desnutrición y el tipo de población marginada.
Uno
de mis estudiantes señaló que la pobreza era un estigma al igual que el color
de la piel. –¡Negro! Enfatizó para indicar que ese término englobaba muchas
restricciones y negaciones.
Se
me ocurrió hacer un ejercicio en la pizarra. A la izquierda –ex profeso-
escribí la palabra negro, y a la derecha, blanco. Solicité la mayor honestidad,
franqueza y neutralidad –en lo posible- para caracterizar los términos.
Al
analizar los resultados pudimos categorizar, sintetizar y concluir con algunas
afirmaciones. Una de ellas era que, simplemente, tanto negro como blanco eran
palabras contenidas en el diccionario. Además, que el significado, después de
todo, está en las personas y no en las palabras.
Esto
último fue significativo porque, más allá de las connotaciones que pueda tener
un término, siempre será la persona, el hablante, quien tendrá la última
palabra. Recuerdo que hubo aportes, incluso, hasta de entonación de la palabra,
lugar de enunciación y hasta su vinculación con otros términos.
Al
final, hubo un total rechazo por la nueva nomenclatura que se introducía en la
sociedad, afroamericano. Indiqué que ello era el resultado de discusiones
antropológicas, sociológicas, de psicólogos y demás especialistas para rechazar
el estigma que esa ancestral palabra poseía. Era lo que se conocía por aquellos
tiempos, como políticamente correcto. Pero a mis estudiantes nunca les resultó
ese nuevo término y entre ellos, cuando se encontraban con algún compañero, de
color negro, pues le decían negro, negrote, negrito, mi negrito y pare de
contar.
Creo
que esta manera de abolir, por políticamente correcto, ciertos términos
acuñados desde hace años, por uso y costumbre de grupos humanos, está llevando,
por exceso de celo y reconocimiento a ciertas minorías, sean étnicas, sexuales,
ambientales, religiosas, políticas, a una sesgada interpretación de la
realidad.
Lo
políticamente correcto nos está llevando a una encrucijada –si ya no es que
estamos en ella- donde esas minorías se están y están imponiendo sobre las
grandes mayorías, destruyendo valores, principios y fundamentos que no
necesariamente son cuestionables.
Me
refiero por ejemplo, a las minusvalías. Llamar a un niño mongólico no es,
necesariamente una ofensa ni degradación. Es reconocer que semeja rasgos de esa
étnia, que además posee deficiencias cognitivas. Esa es la realidad. Llamar a
una persona, negra, por su color de piel, no tiene ninguna connotación
ofensiva, lo mismo que decirle a otra, blanca. Es que el significado final, su
connotación, está en la persona.
Como
estos existen muchos otros términos que han sido censurados y hasta prohibidos
oficialmente. En ello huelo cierto tufo, entre quienes han intentado razonar,
para establecer una nueva supremacía, la supremacía de los resentidos.
Hoy
nos enfrentamos a un ciclo de restricciones en el lenguaje, igual o peor que en
los tiempos de la Inquisición. Lo políticamente correcto, sea de izquierda o
derecha, sea progresista o conservador, está deformando el lenguaje e
imponiendo nuevos eufemismos, esa hipócrita manera de nombrar, sesgadamente, el
mundo y lo mundano.
Colocarle
el término de trabajadora sexual –que para mí, conceptualmente, éticamente, no
es un trabajo- a una mujer, por no decirle, puta, es un contrasentido.
Leí
hace pocos días, que en España un grupo de defensoras de los derechos humanos
estaba pidiendo no consumir huevos porque los gallos eran animales que violaban
a las gallinas. Todo para preservar el medio ambiente y la defensa de los
animales.
La
hipersensibilidad de esta nueva categoría de defensores de todo, de estos anti
todo, estos protestólogos de profesión, tiene sus sesgos, sus bemoles y
esconden sus resabios como seres humanos.
Por
aquello de aceptar a fuerza de gritería mundial el multiculturalismo a
rajatabla –que me parece de lo más loable y natural- ahora las grandes mayorías
en las sociedades deben aceptar, sin chistar ni protestar, la imposición de los
nuevos valores que traen estos mini, progres y neos.
No
dudo en reconocer, visibilizar y respetar –absolutamente- a estos grupos
sociales. Pero, en el caso de la defensa de los derechos de la mujer –que en
Occidente están reconocidos en prácticamente todos los países- sería
interesante que sus dirigentes, también los de grupos, como LGBT, asumieran un
rol protagónico y se fueran a luchar, acompañar a los dirigentes que viven en
Arabia Saudí, China, Corea del Norte, Irán, Sudán. Allí están haciendo falta,
mucha falta.
Juan
Guerrero
@camilodeasis
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