Francisco Fernández-Carvajal 21 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— Parábola del administrador infiel.
— Utilizar en el servicio a Dios todos los medios
lícitos.
— Medios humanos y medios sobrenaturales.
I. En la Primera
lectura de la Misa1 resuenan
los duros reproches del Profeta Amós contra los comerciantes que atropellan y
se enriquecen a costa de los pobres: alteran los pesos, venden mercancía de
desecho, hacen subir los precios aprovechando momentos de necesidad... Son
múltiples las formas injustas que emplean para hacer prosperar sus negocios.
En el Evangelio de la Misa2 enseña
el Señor, mediante una parábola, la habilidad de un administrador que es
llamado a cuentas por el amo, acusado de malversar la hacienda. El
administrador reflexionó sobre lo que le esperaba: ¿Qué haré, puesto
que mi señor me quita la administración? Cavar no puedo; mendigar, me da
vergüenza. Sé lo que haré para que me reciban en sus casas cuando sea retirado
de la administración. Entonces llamó a los deudores de su amo y pactó con
ellos un arreglo favorable a los mismos. Al primero que se presentó le
dijo: ¿Cuánto debes a mi señor? Él respondió: Cien medidas de aceite. Y
le dijo: Toma tu recibo; aprisa, siéntale y escribe cincuenta. Después dijo a
otro: ¿Tú, cuánto debes? Él respondió: Cien cargas de trigo. Y le dijo: Toma tu
recibo y escribe ochenta.
El dueño se enteró de lo que había hecho su
administrador y lo alabó por su sagacidad. Y Jesús, quizá con un poco de
tristeza, añadió: los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo
que los hijos de la luz. No alaba el Señor la inmoralidad de este
intendente que se prepara, en el poco tiempo que le queda, unos amigos que
luego le reciban y ayuden. «¿Por qué puso el Señor esta parábola? –pregunta San
Agustín–. No porque el siervo aquel fuera precisamente un modelo a imitar, sino
porque fue previsor para el futuro, a fin de que se avergüence el cristiano que
carece de esta determinación»3;
alabó el empeño, la decisión, la astucia, la capacidad de sobreponerse y
resolver una situación difícil, el no dejarse llevar por el desánimo.
No es raro ver el esfuerzo y los incontables
sacrificios que muchos hacen para obtener más dinero, para subir dentro de la
escala social... Otras veces quedamos sorprendidos incluso por los medios que
se emplean para hacer el mal: prensa, editoriales, televisión, proyectos de
todo orden... Pues, al menos, ese mismo empeño hemos de poner los cristianos en
servir a Dios, multiplicando los medios humanos para hacerlos rendir en favor
de los más necesitados: en obras de enseñanza, de asistencia, de
beneficencia... El interés que otros tienen en sus quehaceres terrenos hemos de
poner nosotros en ganarnos el Cielo, en luchar contra todo lo que nos separa de
Cristo. «¡Qué afán ponen los hombres en sus asuntos terrenos!: ilusiones de
honores, ambición de riquezas, preocupaciones de sensualidad. —Ellos y ellas,
ricos y pobres, viejos y hombres maduros y jóvenes y aun niños: todos igual.
»—Cuando tú y yo pongamos el mismo afán en los asuntos
de nuestra alma tendremos una fe viva y operativa: y no habrá obstáculo que no
venzamos en nuestras empresas de apostolado»4.
II. Los hijos
del mundo parecen a veces más consecuentes con su forma de pensar.
Viven como si solo existiera lo de aquí abajo y se afanan en ello sin medida.
Quiere el Señor que pongamos en sus cosas –la santidad personal y el
apostolado– al menos el mismo empeño que otros ponen en sus negocios terrenos;
quiere que nos preocupemos de sus asuntos con interés, con alegría, con
entusiasmo, y que todo lo encaminemos a este fin, que es lo único que
verdaderamente vale la pena. Ningún ideal es comparable al de servir a Cristo,
utilizando los talentos recibidos como medios para un fin que sobrevive más
allá de este mundo que pasa.
Al terminar la parábola nos recuerda el Señor: Ningún
criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará al otro, o
preferirá a uno y despreciará al otro. Y concluye: No podéis servir
a Dios y al dinero. No tenemos más que un solo Señor, y a Él hemos de
servir con todo el corazón, con los talentos que Él mismo nos ha dado,
empleando todos los medios lícitos, la vida entera. A Él hemos de encaminar,
sin excepción, los actos de la vida: el trabajo, los negocios, el descanso...
El cristiano no tiene un tiempo para Dios y otro para los negocios de este
mundo, sino que estos deben convertirse en servicio a Dios y al prójimo por la
rectitud de intención, la justicia, la caridad. Para ser buen administrador de
los talentos que ha recibido, de la hacienda de la que debe dar cuenta a su
señor, el cristiano ha de saber dirigir sus acciones a promover el bien común,
encontrando las soluciones adecuadas, con ingenio, con interés, con
«profesionalidad», sacando adelante o colaborando en empresas y obras buenas en
servicio de los demás, teniendo la seguridad de que su quehacer vale más la
pena que el negocio más atrayente. Son los laicos «los que han de intervenir en
las grandes cuestiones que afectan a la presencia directa de la Iglesia en el
mundo, como la educación, la defensa de la vida y del medio ambiente, las
garantías en el pleno ejercicio de la libertad religiosa, la presencia del
testimonio y del mensaje cristiano en los medios de comunicación social. En
estas cuestiones deben ser los mismos seglares cristianos, en tanto que
ciudadanos y a través de todos los cauces a que tienen legítimo acceso en el
desarrollo de la vida pública, quienes deben hacer oír su voz y hacer valer sus
justos derechos»5.
Así servimos a Dios en medio del mundo.
No podemos permitir que el dinero se convierta, quizá
poco a poco, en nuestro señor, ni el objetivo de la vida puede ser acumular la
mayor cantidad de bienes posibles, tener cada día más confort y comodidad. Dios
nos llama a un destino más alto. Con todos los medios a nuestro alcance hemos
de trabajar «con un entusiasmo y una energía renovadas, por rehacer lo que ya
ha sido destruido por una cultura materialista y hedonista, y por avivar lo que
existe solo débilmente. No se trata ya de vigorizar sus raíces. En no pocos
casos, en no pocos ambientes, se trata de comenzar desde el principio, casi a
partir de cero. Por eso es posible hablar hoy de una nueva Evangelización»6.
Es inmensa la tarea a la que el Señor –a través de su Vicario aquí en la tierra7–
nos llama. No dejemos de poner lo que está a nuestro alcance: también el
tiempo, el prestigio profesional, la ayuda material... «Ya lo dijo el Maestro:
¡Ojalá los hijos de la luz pongamos, en hacer el bien, por lo menos el mismo
empeño y la obstinación con que se dedican, a sus acciones, los hijos de las
tinieblas!
»—No te quejes: ¡trabaja, en cambio, para ahogar el
mal en abundancia de bien!»8.
III.
Aunque es la gracia la que cambia los corazones, el Señor quiere que utilicemos
medios humanos en el apostolado, y los procedimientos lícitos que estén a
nuestro alcance. Enseña Santo Tomás de Aquino9 que
sería tentar a Dios no hacer lo que podemos y esperarlo todo de Él. También se
aplica este principio al apostolado, donde el Señor espera de sus discípulos
una cooperación sabia, efectiva y entregada. No somos instrumentos inertes.
Los hijos de la luz han de poner también –junto a los medios
sobrenaturales– su interés, su capacidad humana, su ingenio, su afán... al
conquistar un alma para Cristo. Y en las obras apostólicas de formación, de
enseñanza... serán necesarios los medios económicos, como puso de relieve el
mismo Señor: En aquel tiempo en que os envié sin bolsa, sin alforja y
sin zapatos, ¿por ventura os faltó algo? Nada, respondieron ellos. Pues ahora,
prosiguió Jesús, el que tiene bolsa, llévela, y también alforjas; y el que no
tenga espada, venda su túnica y cómprela10.
Jesús mismo, para realizar su misión divina, quiso servirse muchas veces de
medios terrenos: unos cuantos panes y algunos peces, un poco de barro, los
bienes de unas piadosas mujeres...
Porque sabemos que la misión apostólica a la que el
Señor nos llama supera la capacidad de los medios humanos que utilicemos, no
dejaremos a un lado, como si fueran secundarios, los sobrenaturales. No
tendremos puesta nuestra confianza en el ingenio personal, en el poder de
convicción de nuestra palabra, en los bienes que son el soporte material de una
empresa apostólica, sino en la gracia divina que hará milagros con esos medios,
que no olvidaremos, aunque siempre son absolutamente desproporcionados. La confianza
en Dios nos llevará en ocasiones a no esperar a tener todo lo necesario (quizá
no lleguemos nunca a tenerlo), ni dejaremos de hacer ciertos trabajos o de
empezar otros nuevos: «Se comienza como se puede»11,
y pediremos a Jesús lo que nos falta y actuaremos con esa libertad y audacia
que da la confianza en Dios. «Me hizo gracia tu vehemencia. Ante la falta de
medios materiales de trabajo y sin la ayuda de otros, comentabas: “yo no tengo
más que dos brazos, pero a veces siento la impaciencia de ser un monstruo con
cincuenta, para sembrar y recoger la cosecha”.
»—Pide al Espíritu Santo esa eficacia..., ¡te la
concederá!»12.
1 Am 8,
4-7. —
2 Lc 16,
1-13. —
3 San
Agustín, Sermón 359, 9-11. —
4 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 317. —
5 Card.
A. Suquía, Discurso a la Conferencia Episcopal española,
19-11-1990. —
6 Ibídem.
—
7 Cfr. Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988,
34. —
8 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 848. —
9 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 53, a. 1ad 1. —
10 Lc 22,
35-37. —
11 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 488. —
12 ídem, Surco,
n. 616.
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