Francisco Fernández-Carvajal 13 de septiembre de 2019
@hablarcondios
— Origen de la fiesta.
— El Señor bendice con la Cruz a quienes
más ama.
— Los frutos de la Cruz.
I. Por
la Pasión de Nuestro Señor, la Cruz no es un patíbulo de ignominia, sino un
trono de gloria. Resplandece la Santa Cruz, por la que el mundo recobra
la salvación. ¡Oh Cruz que vences! ¡Cruz que reinas! ¡Cruz que limpias de todo
pecado! Aleluia1.
La
fiesta que hoy celebramos tiene su origen en Jerusalén en los primeros siglos
del Cristianismo. Según un antiguo testimonio2,
se comenzó a festejar en el aniversario del día en el que se encontró la Cruz
de Nuestro Señor. Su celebración se extendió con gran rapidez por Oriente y
poco más tarde a la Cristiandad entera. En Roma tuvo gran solemnidad la
procesión que, antes de la Misa, para venerar la Cruz3,
se dirigía desde Santa María la Mayor a San Juan de Letrán.
A
principios del siglo VII los persas saquearon Jerusalén, destruyeron
muchas basílicas y se apoderaron de las sagradas reliquias de la Santa Cruz,
que serían recuperadas pocos años más tarde por el emperador Heraclio. Cuenta
una piadosa tradición que cuando el emperador, vestido con las insignias de la
realeza, quiso llevar personalmente el Santo Madero hasta su primitivo lugar en
el Calvario, su peso se fue haciendo más y más insoportable. Zacarías, Obispo
de Jerusalén, le hizo ver que para llevar a cuestas la Santa Cruz debería despojarse
de las insignias imperiales e imitar la pobreza y la humildad de Cristo, que se
había abrazado a ella desprendido de todo. Heraclio vistió entonces unas
humildes ropas de peregrino y, descalzo, pudo llevar la Santa Cruz hasta la
cima del Gólgota4.
Es
posible que desde niños aprendiéramos a hacer el signo de la Cruz en la frente,
en los labios y en el corazón, en señal externa de nuestra profesión de fe. En
la Liturgia, la Iglesia utiliza el signo de la Cruz en los altares, en el
culto, en los edificios sagrados. Es el árbol de riquísimos frutos,
arma poderosa, que aleja todos los males y espanta a los enemigos de nuestra
salvación: Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos
líbranos, Señor, pedimos todos los días al signarnos. La Cruz enseña un
Padre de la Iglesia «es el escudo y el trofeo contra el demonio. Es el sello
para que no nos alcance el ángel exterminador, como dice la Escritura
(cfr. Ex 9, 12). Es el instrumento para levantar a los que
yacen, el apoyo de los que se mantienen en pie, el bastón de los débiles, la
guía de quienes se extravían, la meta de los que avanzan, la salud del alma y
del cuerpo, la que ahuyenta todos los males, la que acoge todos los bienes, la
muerte del pecado, la planta de la resurrección, el árbol de la vida eterna»5.
El Señor ha puesto la salvación del género humano en el árbol de la
Cruz, para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la Vida, y el
que venció en un árbol, fuera en un árbol vencido6.
La
Cruz se presenta en nuestra vida de muy diferentes maneras: enfermedad,
pobreza, cansancio, dolor, desprecio, soledad... Hoy podemos examinar en
nuestra oración nuestra disposición habitual ante esa Cruz que se muestra a
veces difícil y dura, pero que, si la llevamos con amor, se convierte en fuente
de purificación y de Vida, y también de alegría. ¿Nos quejamos con frecuencia
ante las contrariedades? ¿Damos gracias a Dios también por el fracaso, el dolor
y la contradicción? ¿Nos acercan a Dios estas realidades, o nos separan de Él?
II.
La Primera lectura de la Misa7 nos
narra cómo el Señor castigó al Pueblo elegido por murmurar contra Moisés y
contra Yahvé, al experimentar las dificultades del desierto, enviándole
serpientes que causaron estragos entre los israelitas. Cuando se arrepintieron,
el Señor dijo a Moisés: Haz una serpiente de bronce y ponla por señal;
el herido que la mirare, vivirá. Hizo, pues, Moisés una serpiente de bronce y
la puso por señal, y los heridos que la miraban eran sanados. La serpiente
de bronce era signo de Cristo en la Cruz, en quien obtienen la salvación los
que lo miran. Así lo expresa Jesús en su conversación con Nicodemo, recogida en
el Evangelio: Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es
preciso que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga
vida eterna en él8.
Desde entonces, el camino de la santidad pasa por la Cruz, y cobra sentido algo
tan falto de él como es la enfermedad, el dolor, la pobreza, el fracaso..., la
mortificación voluntaria. Es más, Dios bendice con la Cruz cuando quiere
otorgar grandes bienes a un hijo suyo, al que trata entonces con particular
predilección.
Muchas
gentes huyen de la Cruz de Cristo como en desbandada, y se alejan de la alegría
verdadera, de la eficacia sobrenatural que llena el corazón, de la misma
santidad; huyen de Cristo. Llevémosla nosotros sin rebeldía, sin quejas, con
amor. «¿Estás sufriendo una gran tribulación? -¿Tienes contradicciones? Di, muy
despacio, como paladeándola, esta oración recia y viril:
»“Hágase,
cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad
de Dios, sobre todas las cosas. Amén. Amén”.
»Yo te
aseguro que alcanzarás la paz»9.
III. Cruz
fiel, tú eres el árbol más noble de todos; ningún otro se te puede comparar en
hojas, en flor, en fruto10.
El
amor a la Cruz produce abundantes frutos en el alma. En primer lugar, nos lleva
a descubrir enseguida a Jesús, que nos sale al encuentro y toma lo más pesado
de la contradicción y lo carga sobre sus hombros. Nuestro dolor, asociado al
del Maestro, deja de ser el mal que entristece y arruina, y se convierte en
medio de unión con Dios. «Si sufres, sumerge tu dolor en el suyo: di tu Misa.
Pero si el mundo no comprende estas cosas, no te turbes; basta con que te
comprendan Jesús, María, los santos. Vive con ellos y deja que corra tu sangre
en beneficio de la humanidad: ¡como Él!»11.
La
Cruz de cada día es una gran oportunidad de purificación, de desprendimiento y
de aumento de gloria12.
San Pablo enseñaba con frecuencia a los cristianos que las tribulaciones son
siempre breves y llevaderas, y el premio de esos sufrimientos llevados por
Cristo es inmenso y eterno. Por eso el Apóstol se gozaba en sus tribulaciones,
se gloriaba de ellas y se consideraba dichoso de poder unirlas a las de Cristo
Jesús y completar así su Pasión para bien de la Iglesia y de las almas13.
El único dolor verdadero es alejarnos de Cristo. Los demás padecimientos son
pasajeros y se tornan gozo y paz: «¿No es verdad que en cuanto dejas de tener
miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en
aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones,
los sufrimientos físicos o morales?
»Es
verdaderamente suave y amable la Cruz de Jesús. Ahí no cuentan las penas; solo
la alegría de saberse corredentores con Él»14.
El
trato y la amistad con el Maestro nos enseñan, por otra parte, a ver y a llevar
con una disposición joven, decidida, alejada de la tristeza y de la queja, las
dificultades que se presentan. Las veremos, igual que han hecho los santos,
como un estímulo, un obstáculo que es preciso saltar en esta carrera que es la
vida. Este espíritu alegre y optimista, incluso en los momentos difíciles, no
es fruto del temperamento ni de la edad: nace de una profunda vida interior, de
la conciencia siempre presente de nuestra filiación divina. Esta disposición
serena, optimista, creará en toda circunstancia un buen ambiente a nuestro
alrededor en la familia, en el trabajo, con los amigos... y será un gran medio
para acercar a otros al Señor.
Terminamos
nuestra oración junto a Nuestra Señora. «“Cor Mariae perdolentis, miserere
nobis!” invoca al Corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su
dolor, en reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los
tiempos.
»Y
pídele para cada alma que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al
pecado, y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o
morales de cada jornada»15.
1 Liturgia
de las Horas, Antífona de Laudes. —
2 Cfr. Egeria, Itinerario,
ed. preparada por A. Arce, BAC, Madrid 1980, pp. 318-319.
—
3 Cfr. A.
G. Martimort, La Iglesia en oración, Herder, 3.ª ed.,
Barcelona 1987, pp. 989-990. —
4 Cfr. P.
Croisset, Año cristiano, Madrid 1846, vol. 7, pp. 120-121.
—
5 San
Juan Damasceno, De fide ortodoxa, IV, 11. —
6 Prefacio
de la Misa. —
7 Num 21,
4-9. —
8 Jn 3,
14-15. —
9 San
Josemaría Escrivá, Camino n. 691. —
10 Himno Crux
fidelis. —
11 Ch.
Lubich, Meditaciones, Ciudad Nueva, Madrid 1989, p. 32.
—
12 Cfr. A.
Tanquerey, La divinación del sufrimiento, Rialp, Madrid
1955, p. 18. —
13 Cfr. Rom 7,
18; Gal 2, 19-20; 6, 14; etc. —
14 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, Rialp, 2.ª ed., Madrid 1981,
II. —
15 ídem, Surco,
n. 258.
*La devoción y el culto a la Santa Cruz, donde
Cristo dio su vida por nosotros, se remonta a los mismos comienzos del
Cristianismo. En la Liturgia se tiene constancia desde el siglo iv. La
Iglesia conmemora hoy el rescate de la Cruz del Señor por obra del emperador
Heraclio en su victoria sobre los persas. En los textos de la Misa y de
la Liturgia de las Horas la Iglesia canta con entusiasmo a la Santa
Cruz, pues fue el instrumento de nuestra salvación; si el árbol a cuya sombra pecaron
de desobediencia nuestros primeros padres fue causa de perdición, el Árbol de
la Cruz es el origen de nuestra salvación eterna.
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