Francisco Fernández-Carvajal 17 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— La palabra es un gran don de Dios y no debe
emplearse para el mal.
— Imitar a Cristo en su conversación amable con todos.
Nuestra palabra ha de enriquecer, alentar, consolar...
— Pasar por la vida haciendo el bien con
la conversación. No hablar nunca mal de nadie.
I. Con alusión a
alguna canción popular o a un juego de los niños hebreos de entonces, Jesús
reprocha a quienes interpretan torcidamente sus enseñanzas la sinrazón de sus
excusas. Son semejantes a los niños sentados en la plaza que se gritan
unos a otros aquello que dice: Hemos hecho sonar la flauta y no habéis danzado,
hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado. Y nos transmite a
continuación el Señor lo que comentaban algunos del Bautista y de Él
mismo: Porque llegó Juan, que no comía pan ni bebía vino, y decís:
Tiene demonio. Llegó el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decís: He aquí un
hombre comilón y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores1.
El ayuno de Juan es interpretado como obra del demonio; a Jesús, en cambio, le
llaman glotón. San Lucas no tiene reparo alguno en referir las acusaciones que
se dijeron contra el Maestro2.
Lógicamente, la Sabiduría divina se manifiesta de
manera distinta en Juan y en Jesús. Juan prepara el conocimiento del misterio
divino mediante la penitencia; Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre, es
portador de la salvación, de la alegría y de la paz. «Por uno u otro camino
–comenta San Juan Crisóstomo– teníais que haber venido a parar en el Reino de
los cielos»3. El Señor termina así este breve pasaje del Evangelio, que
leemos en la Misa de hoy: Y la sabiduría ha sido manifestada por todos
sus hijos. Pero muchos fariseos y doctores de la Ley no supieron descubrir
esa sabiduría que llega hasta ellos. En vez de cantar la gloria de Dios que
tienen delante, emplean sus palabras en la maledicencia, tergiversando lo que
ven y oyen. Sus ojos no ven las maravillas que se realizan en su presencia, y
su corazón está cerrado ante el bien. ¡Qué distintas eran aquellas otras
gentes, a las que en tantas ocasiones el Señor tenía que imponer silencio
porque todavía no había llegado la hora de su manifestación pública! Y cuando
esta llega, próxima ya la Pasión, toda la multitud de los que bajaban,
llena de alegría, comenzó a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios
que habían visto, diciendo: ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz
en el Cielo y gloria en las alturas!4.
Algunos fariseos pidieron a Jesús que les hiciera callar, pero Él les
respondió: Os digo que si estos callan gritarán las piedras.
La palabra es un gran don de Dios que nos ha de servir
para cantar sus alabanzas y para hacer siempre el bien con ella, nunca el mal.
«Acostúmbrate a hablar cordialmente de todo y de todos; en particular, de
cuantos trabajan en el servicio de Dios.
»Y cuando no sea posible, ¡calla!: también los
comentarios bruscos o desenfadados pueden rayar en la murmuración o en la
difamación»5.
II. A Jesús le
gustaba conversar con sus discípulos. San Juan nos dejó constancia en su
Evangelio de sus confidencias de la Última Cena. «Conversaba mientras se
encaminaba a otra ciudad –¡aquellas largas caminatas del Señor!–, mientras
paseaba bajo los pórticos del Templo. Conversaba en las casas, con las personas
que estaban a su alrededor, como María, sentada a sus pies, o como Juan, que
tenía reclinada su cabeza sobre el pecho de Jesús»6.
Nunca rehusó el diálogo con quienes se le acercaban en las situaciones de
cultura, de tiempo... más diversas: Nicodemo, la mujer samaritana que había ido
a buscar agua al pozo del pueblo, un ladrón cuando su dolor es más grande...
Con todos se entendía Jesús y todos salían confortados con sus palabras. Y en
esto también hemos de imitar al Maestro. A veces tendremos que vencer la
tendencia a permanecer callados, o la inclinación a hablar con poca medida. Y
siempre será una ocasión de vencer el egoísmo de estar en nuestras cosas para
ocuparnos de lo que preocupa a los demás.
La palabra, regalo de Dios al hombre, nos ha de servir
para hacer el bien: para consolar al que sufre, al que por cualquier
circunstancia está pasando una mala temporada; para enseñar al que no sabe;
para corregir amablemente al que yerra; para fortalecer al débil, teniendo en
cuenta que –como dice la Sagrada Escritura– la lengua del sabio cura las
heridas7; para levantar amablemente a quien ha caído, como Jesús hace
constantemente. A muchos, que andan perdidos en la vida, les enseñaremos el
camino. «Me acuerdo una vez –relata un buen escritor– que en el Pirineo, a
mediodía, avanzábamos perdidos por las altas soledades (...). De pronto,
envuelto en el gritar del viento oímos un son de esquilas; y nuestros ojos
azorados, poco hechos a aquellas grandezas, tardaron mucho en descubrir una
yeguada que abajo, en una rara verdor, pacía. Hacia allí nos encaminamos
esperanzados (...). Pedimos camino al hombre, que era como de piedra; y él,
volviendo los ojos en su rostro extático, alzó lentamente el brazo señalando
vagamente un atajo, y movió los labios. En la atronadora marejada del viento,
que ahogaba toda voz, solo dos palabras sobrenadaban que el pastor repetía con
terquedad: “Aquella canal...”, estas eran sus palabras, y señalaba vagamente
allá, hacia la altura. ¡Cuán bellas eran las dos palabras gravemente dichas
contra el viento! (...). La canal era el camino, la canal por donde bajaban las
aguas de las nieves derretidas. Y no era cualquiera, sino aquella canal que
el hombre conocía bien entre todas por su fisonomía especial y propia que para
él tenía; era aquella canal. ¿Lo veis? Para mí esto es hablar»8:
enriquecer, orientar, animar, alegrar, consolar, hacer amable el camino...
«Descubro también que mi persona se enriquece por medio de la conversación.
Porque poseer sólidas convicciones es hermoso; pero más hermoso todavía es
poderlas comunicar y verlas compartidas y apreciadas por otros»9.
Muchas de las personas que nos rodean andan perdidas
en su pesimismo, en la ignorancia, en la falta de sentido de lo que hacen...
Nuestras palabras, siempre alentadoras, han de indicar a muchos los caminos que
llevan a la alegría, a la paz, a descubrir la propia vocación... «Aquella
canal», por aquel camino se encuentra a Dios. Y muchos encontrarán a Cristo en
esas confidencias normales llenas de sentido positivo, que se dan en medio de
la vida corriente de todos los días.
III. La
palabra «es uno de los dones más preciosos que el hombre ha recibido de Dios,
regalo bellísimo para manifestar altos pensamientos de amor y de amistad con el
Señor y con sus criaturas»10,
y no podemos utilizarla de modo frívolo, vacío o inconsiderado, como ocurre en
la locuacidad, y menos aun para faltar con ella a la verdad o a la caridad, pues
la lengua –como afirma el Apóstol Santiago– se puede convertir en un
mundo de iniquidad11,
haciendo mucho daño a nuestro alrededor: discusiones estériles, burlas,
ironías, maledicencia, calumnias... ¡Cuánto amor roto, cuánta amistad perdida,
porque no se supo callar a tiempo!
¡Qué alta consideración tenía Jesús de la palabra y de
la conversación!: Yo os digo que de cualquier palabra ociosa que hablen
los hombres han de dar cuenta en el día del juicio12.
Palabra ociosa es aquella que no aprovecha ni al que la dice ni al que la
escucha, y proviene de un interior vacío y empobrecido. Esa manera
descontrolada de hablar, esos modos difícilmente compatibles con una persona que
busca la presencia de Dios allí donde se encuentre, suelen ser síntoma de
tibieza, de falta de contenido interior. El hombre de bien, de su buen
fondo saca cosas buenas; y el hombre malo, de su mal fondo saca cosas malas13.
De esas conversaciones, en las que se pudo hacer el
bien y no se hizo, pedirá cuenta el Señor. «Después de ver en qué se emplean,
¡íntegras!, muchas vidas (lengua, lengua, lengua con todas sus consecuencias),
me parece más necesario y más amable el silencio. -Y entiendo muy bien que
pidas cuenta, Señor, de la palabra ociosa»14.
De la conversación vana y superficial a la murmuración, al chisme, al enredo, a
la susurración o a la calumnia suele haber un camino muy corto. Es difícil
controlar la lengua si no hay presencia de Dios. De nosotros, de cada cristiano
que quiere seguir a Cristo, se tendría que decir que en ninguna circunstancia
nos oyeron hablar mal de nadie. Por el contrario, de cada uno se debería poder
afirmar que pasó por la vida, como Cristo, haciendo el bien15.
También con la palabra, con una conversación sencilla llena de interés por los
demás. Aun el mismo saludo ha de llevar el bien a quienes nos encontramos cada
día: es como decirles: ¡qué alegría haberte encontrado en mi camino!
1 Lc 7,
31-35. —
2 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Mt 11, 16-19. —
3 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 37, 4. —
4 Lc 19,
37-38. —
5 San
Josemaría Escrivá, Surco, Rialp, 3ª ed., Madrid 1986, n.
902. —
6 A.
Luciani, Ilustrísimos señores, BAC, 2ª ed., Madrid 1978, p,
266. —
7 Cfr. Prov 12,
18. —
8 J.
Maragall, Elogio de la palabra, Salvat, Madrid 1970, p. 24.
—
9 A.
Luciani, o. c., p, 206.—
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 298. —
11 Sant 3,
6. —
12 Mt 12,
36. —
13 Mt 12,
35. —
14 San
Josemaría Escrivá, Camino, Rialp, 30ª ed., Madrid 1976, n.
447. —
15 Hech 10,
38.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico