Francisco Fernández-Carvajal 18 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— Jesús es invitado a comer por un fariseo.
— El Señor viene a nuestra alma.
— Preparación de la Comunión.
I. El Evangelio de
la Misa relata la invitación hecha a Jesús por un fariseo rico llamado Simón1.
Comenzado ya el banquete, y de modo inesperado para todos, se presentó una
mujer pecadora que había en la ciudad. Es una ocasión más para que Jesús
muestre la grandeza de su Corazón y de su misericordia; desde el primer momento
esta mujer se sintió, a pesar de su mala vida, comprendida, acogida y
perdonada. Quizá ya había escuchado antes a Jesús, y los propósitos de un
cambio de vida que surgieron entonces llegan ahora a su culminación. El amor a
Cristo le ha dado la audacia para presentarse en medio de esta comida, hecho
más sorprendente si se tienen en cuenta las costumbres judías de aquella época,
Los comensales se debieron de sentir confusos y asombrados. La pecadora pública
es el centro de sus miradas y pensamientos. Quizá por esto no repararon en el
descuido de las normas tradicionales de hospitalidad.
Jesús sí es consciente de estos olvidos de Simón. Las
palabras del Señor dejan entrever que los echa de menos, como echó en falta el
agradecimiento de aquellos leprosos que después de curados ya no volvieron más.
La tosquedad de Simón se pone particularmente de manifiesto en contraste con
las muestras de amor de la mujer, que llevó un vaso de alabastro con
perfume, se situó detrás, a los pies de Jesús, se puso a bañarlos con sus
lágrimas y los ungía con el perfume. La delicadeza de esta mujer con el
Señor es como el espejo donde se reflejan con más claridad las faltas de
hospitalidad y de atención que se debían tener con Él, como huésped de honor.
Ante los juicios negativos y mezquinos de los
comensales para con la mujer, Jesús no tiene ningún reparo en mostrar la
verdadera realidad –la realidad ante Dios, que es la que cuenta– de las
personas allí presentes. Vuelto hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a
esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies; ella en cambio
ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me
diste el beso; pero ella, desde que entró no ha dejado de besar mis pies. No
has ungido mi cabeza con óleo; ella en cambio ha ungido mis pies con perfume.
Y, enseguida, la recompensa más grande que puede recibir un alma: Por
eso te digo: le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho.
Después, unas palabras inmensamente consoladoras para los pecadores –para
nosotros– de todos los tiempos: aquel a quien menos se le perdona menos
ama. Las flaquezas diarias –las mismas caídas, si el Señor las permitiera–
nos deben llevar a amar más, a unirnos más a Cristo mediante la contrición y el
arrepentimiento.
Entonces le dijo a ella: Tus pecados te son
perdonados. Y la mujer se marchó con una gran alegría, con el alma limpia y
una vida nueva por estrenar.
II. En las palabras
de Jesús a Simón se nota –como cuando preguntó por los leprosos curados2–
un cierto acento de tristeza: entré en tu casa y no me has dado agua
con que lavar mis pies. El Señor, que cuando se trata de padecer por la
salvación de las almas no pone límites a sus sufrimientos, echa de menos ahora
esas manifestaciones de cariño, esa cortesía en el trato. ¿No tendrá que
reprocharnos hoy algo a nosotros por el modo como le recibimos?
El ejemplo sencillo de un catequista a unos niños que
se preparaban para recibir al Señor por vez primera nos puede ayudar a nosotros
hoy. Les decía que donde habitó un personaje ilustre, para que no se borre la
memoria del acontecimiento, se coloca una placa con una inscripción: «Aquí
habitó Cervantes»; «En esta casa se alojó el Papa X.»; «En este hotel se
hospedó el emperador Z.»... Sobre el pecho del cristiano que ha recibido la
Santa Comunión podría escribirse: «Aquí se hospedó Jesucristo»3.
Si queremos, cada día el Señor viene a nuestra casa, a
nuestra alma. Te adoro con devoción, Dios escondido4,
le diremos en la intimidad de nuestro corazón. Y procuraremos hacerle un
recibimiento mejor que a cualquier persona importante de la tierra, de tal
manera que nunca tenga que decirnos: Entré en tu casa y no me diste
agua para los pies... No has tenido demasiados miramientos conmigo,
has estado con la mente puesta en otras cosas, no me has atendido... «Hernos de
recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!:
con adornos, luces, trajes nuevos...
»—Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué
luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno;
adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma»5.
Hagamos hoy el propósito de acogerlo bien, lo mejor que podamos. «¿Hemos
pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si solo se pudiera comulgar una
vez en la vida?
»Cuando yo era niño –recordaba San Josemaría Escrivá–,
no estaba aún extendida la práctica de la comunión frecuente. Recuerdo cómo se
disponían para comulgar: había esmero en arreglar bien el alma y el cuerpo. El
mejor traje, la cabeza bien peinada, limpio también físicamente el cuerpo, y
quizá hasta con un poco de perfume... Eran delicadezas propias de enamorados,
de almas finas y recias, que saben pagar con amor el Amor»6.
Y enseguida, recomendaba vivamente: «comulgad con hambre, aunque estéis
helados, aunque la emotividad no responda: comulgad con fe, con esperanza, con
encendida caridad». Así lo procuramos hacer, alegrándonos con inmenso gozo
porque Jesús nos visita y se pone a nuestra disposición.
III. En
un sermón sobre la preparación para recibir al Señor, exclama San Juan de
Ávila: «¡Qué alegre se iría un hombre de este sermón si le dijesen: “El rey ha
de venir mañana a tu casa a hacerte grandes mercedes”! Creo que no comería de
gozo y de cuidado, ni dormiría en toda la noche, pensando: “El rey ha de venir
a mi casa, ¿cómo le aparejaré posada?”. Hermanos, os digo de parte del Señor
que Dios quiere venir a vosotros y que trae un reino de paz»7.
¡Es una realidad muy grande! ¡Es una noticia para estar llenos de alegría!
Cristo mismo, el que está glorioso en el Cielo, viene
sacramentalmente al alma. «Con amor viene, recíbelo con amor»8.
El amor supone deseos de purificación –acudiendo a la Confesión sacramental
cuando sea necesario o incluso conveniente–, aspirando a estar el mayor tiempo
posible con Él.
Jesús desea estar con nosotros, y repite para cada uno
aquellas memorables palabras de la Última Cena: Ardientemente he
deseado comer esta Pascua con vosotros...9.
«La posada que Él quiere es el ánima de cada uno; ahí quiere Él ser aposentado,
y que la posada esté muy aderezada, muy limpia, desasida de todo lo de acá. No
hay relicario, no hay custodia, por más rica que sea, por más piedras preciosas
que tenga, que se iguale a esta posada para Jesucristo. Con amor viene a
aposentarse en tu ánima, con amor quiere ser recibido»10,
no con tibieza o distraído. ¡Es el acontecimiento más grande del día y de la
vida misma! Los ángeles se llenan de admiración cuando nos acercamos a
comulgar. Cuanto más próximo esté ese momento, más vivo ha de ser nuestro deseo
de recibirlo.
Junto a las disposiciones del alma, las del cuerpo: el
ayuno que la Iglesia ha dispuesto en señal de respeto y reverencia, las
posturas, el vestir, que nos llevan a presentarnos como dignos hijos al
banquete que el Padre ha preparado con tanto amor. Y cuando esté en nuestro
corazón le diremos: Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame a mí,
inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los
crímenes al mundo entero.
Jesús, a quien ahora veo escondido, te ruego que se
cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz
viendo tu gloria11.
La Virgen Nuestra Señora nos enseñará a darle buena
acogida a su Hijo en esos momentos en que le tenemos con nosotros. Ninguna
criatura ha sabido tratarle mejor que Ella.
1 Lc 7,
36-50. —
2 Cfr. Lc 17,
17-18. —
3 Cfr. C.
Ortúzar, El Catecismo explicado con ejemplos. —
4 Himno Adoro
te devote. —
5 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 834. —
6 Ídem, Es
Cristo que pasa, 91. —
7 San
Juan de Ávila, Sermón 2 para el III Domingo de Adviento,
vol. II, p. 59. —
8 ídem, Sermón
41, en la infraoctava del Corpus, vol. II. p. 654. —
9 Lc 22,
15. —
10 San
Juan de Ávila, loc. cit. —
11 Himno Adoro
te devote.
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