Roberto Briceño-León 11 de enero de 2021
Las paredes tienen oídos, me advertían en mi casa. En
mi mente de niño, me daba por fantasear cómo podían ser los oídos de una pared.
No entendía bien lo que pasaba, sólo sabía que no debía hablar mucho, ni menos
repetir lo que escuchaba en las conversaciones de la mesa o en las reuniones
que mi padre tenía en nuestra sala.
El cuido se incrementaba cuando viajábamos por los
pueblos andinos, y había entonces encuentros en las farmacias, o incluso en
Colombia, donde alguna vez fuimos a visitar al primo don Mario, quien estaba
exilado. Otras veces me permitían saludar y luego me cerraban la puerta. Y mi
madre me explicaba de nuevo la historia de las paredes con oídos.
Eran los tiempos de Pérez Jiménez y mi padre actuaba
como correo del partido. Su trabajo de visitador médico le permitía desplazarse
por la carretera trasandina sin despertar sospechas. Aunque había participado
desde la fundación de Acción Democrática, no era un líder ni nada por el
estilo. Era uno más que apoyaba la causa de la libertad. Pero el miedo estaba
presente por doquier, pues esa es la naturaleza de las dictaduras.
Los años han pasado y las dictaduras han perfeccionado
sus técnicas y afilado sus armas. Se han vuelto más crueles y más sutiles, pero
siguen sustentando su poder en el miedo que logran provocar en los ciudadanos
(Linz, 1975). En todos, en sus enemigos por supuesto, pero también en los
indiferentes y en su propios amigos, pues quieren ahuyentarles las dudas y las
malas ideas, y que un día se puedan convertir en enemigos.
Para que el miedo pueda cumplir su función social es
necesario fragilizar a las personas, hacerlas vulnerables y dependientes. Es
necesario infantilizarlas, pues de ese modo se les devuelve a una fase primera
de la vida, cuando todos necesitaban un protector, un padre o una madre que les
alimentara y defendiera de los enemigos externos que podían atentar contra sus
vidas. Un adulto fuerte y sano, con capacidad para garantizarse su sustento con
su trabajo y consciente de unas leyes que le otorgan derechos, no es fácilmente
víctima del miedo. Es un rebelde potencial, es un ciudadano libre. Por eso,
para las dictaduras es vital quitarle las fuentes que le dan sustento a su autonomía.
El proceso de infantilizar a una población, para
someterla, se funda en acciones que inducen miedos específicos. Pero su
verdadero propósito es construir miedos difusos. Las coacciones específicas
tienen un propósito general: construir lo que Martha Nussbaum (2018) llama la
monarquía del miedo. Un gobierno que puede apelar a los temores más profundos y
básicos de las personas para doblegarlas ejerce una dominación sin
reconocimiento ni legitimidad.
Esta caracterización del miedo va más allá de la acción
policial. No está restringida a las faenas de represión que ejercen los
organismos de seguridad contra los opositores políticos, tal como ocurrió en
décadas pasadas durante las dictaduras militares del Cono Sur. Ese factor es
importante, sin duda, pero no es único. La violencia policial introduce un
miedo específico y nada despreciable, pues es la amenaza a la integridad
física, a la vida. Pero la dictadura requiere que el miedo sea general y
difuso. Por eso la tarea de infantilizar y llevar a la población al estado de
vulnerabilidad requiere otros afanes y dimensiones.
La alimentación es fundamental para que exista
seguridad en el funcionamiento de las sociedades. El acceso a los alimentos es
una tarea prioritaria para todas las poblaciones vivas, humanas y animales. La
búsqueda de fuentes de alimentación constituye el esfuerzo central de las
sociedades, y la antropología ha mostrado cómo la competencia por las proteínas
ha sido y es fuente de conflictos entre las poblaciones (Harris, 1984). También
ha sido esencial el acceso al agua, por eso las urbes se asentaron a la vera de
los ríos y, cuando escaseaba el líquido, desarrollaron grandes obras de
ingeniería para el traslado de agua desde lugares distantes: acueductos de los
romanos o de los incas. La gente ha intentado siempre garantizar un acceso
seguro al agua (Swain, 2015). Su importancia es tal que en las guerras, cuando
se quería debilitar al enemigo, se le cortaba el acceso al agua o se
contaminaban sus fuentes. Se han desatado verdaderas guerras por el agua (Del
Giacco y otros, 2017). Del mismo modo, se les vetaba el acceso a la leña, con
la cual pudieran cocinar, o a la sal, con la cual podían conservar los
alimentos antes de la aparición de los refrigeradores.
Para que la dictadura del miedo se imponga es
necesario que todas esas dimensiones de la vida sean fragilizadas y que su
protección o provisión se vuelva dependiente de ‘otro’. Si la gente tiene un
trabajo que le permite alimentarse, y conseguir agua, leña y sal, ¿para qué
necesitaría del ‘otro’?
El proceso social de Venezuela en este siglo ha sido
una pérdida continua de esas fortalezas y una utilización de amenazas
específicas para fundar un miedo general. La ausencia de alimentos, las fallas
en los servicios públicos de agua y electricidad, o de internet, así como la
destrucción del empleo privado o del trabajo por cuenta propia, forman parte de
esta dinámica del miedo.
Si en los estantes de las tiendas, abastos y
supermercados escasea la comida, o si los productos que se consiguen no pueden
ser adquiridos con el sueldo que se gana, las familias se sienten
extremadamente vulnerables. “¿Qué vamos a comer mañana?”, se preguntan con
angustia. Si pasan las semanas y no logran comprar las bombonas del gas
doméstico, se miran y dicen: “¿cómo vamos a cocinar?”, “¿y cuándo llegara el
agua?” y “¿será que nos van a cortar la luz?…”
Cuando las personas en el exterior ven en las noticias
esas situaciones cotidianas que se padecen en Venezuela se preguntan ¿por qué
no se rebelan? Pues porque se sienten frágiles y para protestar hay que tener
fortaleza. No tienen fuerza ni tiempo para algo más. Están desasistidos,
infantilizados y requieren de un padre protector que les alivie sus carencias y
les ofrezca consuelo a sus temores. Y entonces aparece la caja CLAP y el bono
tal o cual. ¿Son tontos? ¡No! Simplemente tienen su vida en un hilo. Están bajo
la amenaza del hambre, la sed, la oscuridad. Tienen miedo de todo.
Durante la primera década del siglo la delincuencia y
la violencia crecieron ante la mirada indiferente del gobierno. Fueron los años
con más riqueza recibida y distribuida, y más homicidios (Briceño-León, 2017).
La población tenía miedo. En la segunda década del siglo, el gobierno se
dispuso a perseguir y ‘dar de baja’ a los presuntos delincuentes. Los elimina
en sus casas, sin juicio ni mesura porque dicen que se resisten a la autoridad.
La población siguió con miedo. Miedo a los delincuentes y miedo a los policías
y militares.
Pero era necesario convertirlo en un miedo más
general. Entre los años 2016 y 2020 cayeron muertos a manos de la policía
27.856 venezolanos, quienes supuestamente se resistieron a la autoridad. Quince
personas cada día. Lo singular, es que en esos años las muertes por la policía
crecieron, mientras que las cometidas por los delincuentes disminuían. En el
año 2016, por cada cien personas asesinadas por los delincuentes, fallecieron
28 a manos de la policía; en el año 2020 la relación fue de 101, es decir, la
policía mató más personas que los delincuentes. Eso no tiene una explicación
racional como política de seguridad ciudadana, Su propósito es otro, es
intimidar y paralizar a la población. Y ha funcionado, las personas
tienen miedo de la acción azarosa y cruel de los encapuchados, quienes
llegan vestidos de negro y con el símbolo de la calavera en su pechera e
identificaciones. “¡Llegó la muerte!”, alardean ellos al entrar en los barrios.
La dictadura del miedo se construye mediante procesos
perversos de desatención y falta de cuido. Una fuente muy importante de
autonomía de los individuos es su empleo. Quienes hemos estudiado el desempleo
sabemos la tragedia personal que significa para las familias y las comunidades
la pérdida individual o colectiva de los empleos, y la inmensa desnudez social
que provoca en las personas. Lo dramático en Venezuela es que ese mismo efecto
lo están viviendo quienes están empleados. ¿Qué puede comprar un trabajador con
un sueldo mínimo o con dos o cuatro sueldos mínimos? El empleo perdió su
función social en Venezuela. Quien no tiene empleo siente miedo, pero el
gobierno sale en su ayuda y ofrece unos bonos. Ahora bien, los bonos no son
seguros, nada es seguro, todo es arbitrario y confuso, incierto. Las ayudas
dependen de ‘otros’; además, hay que llenar una encuesta que aparece al abrir
la página del ‘sistema patria’, para acceder al regalo, y cuidado con lo que
contestas…
Algunos colegas y políticos opinan que la entrega de
la caja CLAP a las familias mantiene sometida a la población. Yo no creo que
sea así. La caja CLAP en sí misma no somete. Lo que somete es el miedo a no
tenerla. Es la vulnerabilidad que sienten las personas que perdieron sus
fuentes de autonomía, por una política deliberada y destructiva de
sometimiento. Si una persona es autónoma, tiene empleo e ingresos que le
permiten comprar sus alimentos, ¿por qué lo va a someter una caja de regalo?
Esa persona la acepta y continúa su camino. Somete en cambio a quienes tienen
miedo de perderla; pues, en su desnudez social, es lo único que les queda.
La dictadura del miedo se funda en el desamparo que
provoca la inseguridad personal y la indefensión que ocasiona la carencia de
alimentos, agua, luz, gasolina… Luego surgen los planes pomposos para liberar
al pueblo de los delincuentes que la dictadura ha dejado prosperar, y también
los de la alimentación soberana que antes le había quitado. Cuando la seguridad
y la vida dependen de otros, como le ocurre al niño, el miedo se resume en
perder los favores del dominador.
La democracia es algo diferente: es cooperación y
reciprocidad. Es la libertad que se construye con la confianza en sí mismo y en
el otro. Es la vida social regida por reglas predecibles y no por la
incertidumbre. Es la autonomía de las personas, las familias y las
colectividades, quienes ahuyentan los miedos sociales con su esfuerzo, con el
apoyo mutuo y la colaboración de los otros.
Referencias
- Briceño-León, R.
(2017). ¿Qué enseña el fracaso en la reducción de homicidios en
Venezuela? Revista CIDOB d’Afers Internationals, 116:53-76.
- Del Giacco, L.,
Drusiani, R., Lucentini, L. y Murtas, S. (2017). Water as a weapon in
ancient times: Considerations of tecnical and ethical aspects. Water
Supply, 17 (5): 1490-1498.
- Harris, M. (1984).
Animal capture and Yanomamö warfare: Retrospective and new evidence. Journal
of Anthropological Research, 40:183-201.
- Linz, J. J.
(1975). Totalitarian and authoritarian regimes. En F. I. Greenstein y N.
Polsby (Eds.), Handbook of political science, Reading,
Addison-Wesley. Pp 175-411
- Nussbaum, M. C.
(2018). The monarchy of fear. New York, Simon & Schuster.
- Swain, A. (2015).
Water Wars. En N. J. Smelser y P. B. Baltes (Eds.), International
Encyclopedia of the Social & Behavioral Sciences, Elsevier. Pp
443-447
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