Piero Trepiccione 11 de enero de 2021
@polis360
Con el triste episodio ocurrido en el capitolio de
Washington, sede del poder legislativo
estadounidense, donde un grupo de personas partidarias de Donald Trump,
quisieron interrumpir por la fuerza un acto constitucional que constituye un
requisito formal en la democracia de ese país para ratificar la votación del
colegio electoral, que a su vez, representa la voluntad general expresada en
las urnas de cada estado que integra la unión; se evidenció el grave
daño que está causando al mundo el hiperliderazgo y las narrativas autoritarias.
Con la aparición del nuevo siglo, hemos visto con
profunda preocupación la utilización de la “telepolítica” como herramienta del
ejercicio gubernamental cuya consecuencia directa ha sido, el debilitamiento de
las instituciones como contrapesos que regulan los límites al poder. Con este
fenómeno, han aparecido líderes extremadamente vociferantes que concentran su
actividad en una narrativa ofensiva que centraliza el ejercicio del liderazgo
en una sola figura afectando y desacreditando a las instituciones establecidas
en los estados de derecho y en las constituciones.
Este fenómeno ha impulsado movimientos muy poco
democráticos que pretenden imponer verdades cuestionables o “posverdades” creyendo
tener, inclusive, una especie de derecho divino por sobre la voluntad de las
mayorías. Dirigir un país por redes sociales y con una concentración en el
híperliderazgo de determinadas figuras está provocando una reaparición
inusitada de autoritarismos que creíamos haber minimizados o execrados en
muchos lugares del mundo. Adicional a ello, llama poderosamente la atención, el
desconocimiento absoluto, o casi, de mucha gente que hoy por hoy expresa
opiniones a través de las redes sociales, repitiendo sin cesar, mensajes que
son tomados del “hiperlíder”, y sin siquiera hacer un procesamiento
mínimo de lo que significan.
Estas prácticas apuntan hacia gobiernos con rasgos
autoritarios, aun estando
enmarcados en sistemas políticos de características democráticas. Este ha sido
el caso particular de Trump y los Estados Unidos. La concentración en su
narrativa y la utilización del unilateralismo como frente de acción en el campo
interno y externo impulsó a los grupos más radicales de la política
norteamericana hacia estadios, aparentemente ya superados, de supremacismo
y fanatismos exacerbados. Afortunadamente, el peso de las instituciones se
impuso y se puso coto a una acción desestabilizadora que intentó ser aprovechada
por otros actores geopolíticos globales para desacreditar el funcionamiento de
la democracia estadounidense.
Pero hay que tener muy claro que este episodio en
particular no es único. Más bien es una especie de guinda al
autoritarismo rampante en pleno siglo veintiuno. Si observamos con
detenimiento el panorama global, nos encontraremos con muchos presidentes que
presentan esos rasgos autoritarios en sus discursos y que, cotidianamente,
desacreditan a las instituciones para ampliar sus capacidades de influencia y
control sobre el poder. Inclusive, existen muchos más países donde el
autoritarismo asociado con el híperliderazgo están debilitando los contrapesos
que aquellos donde la democracia –aunque inperfecta– trata de poner límites al
poder.
Esta combinación de híperliderazgo con autoritarismo
también está causando un grave daño al procesamiento electoral de las diferentes posturas que optan por el
poder en competencia democrática. La confianza de la población se va perdiendo
y se rompen los consensos en torno al funcionamiento de las instituciones.
Tenemos que estar atentos a este fenómeno y replicar, con mucho
posicionamiento, lo que significa no vivir en democracia.
Piero
Trepiccione
@polis360
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