Francisco Fernández-Carvajal 16 de enero de 2021
@hablarcondios
— La santa pureza, condición indispensable para amar a
Dios y para el apostolado.
— Necesidad de una buena formación para vivir esta
virtud. Diversos campos en los que crece la castidad.
— Medios para vencer.
I. Pasadas las
fiestas de Navidad, en las que hemos considerado principalmente los misterios
de la vida oculta del Señor, vamos a contemplar en este tiempo, de la mano de
la liturgia, los años de su vida pública. Desde el comienzo de su misión vemos
a Jesús buscando a sus discípulos y llamándolos a su servicio, como hizo Yahvé
en épocas anteriores, según nos muestra la Primera lectura de
la Misa, en la que se nos narra la vocación de Samuel1.
El Evangelio nos señala cómo el Señor se hace encontradizo con aquellos tres
primeros discípulos, que serían más tarde fundamento de su Iglesia2:
Pedro, Juan y Santiago.
Seguir a Cristo, entonces y ahora, significa entregar
el corazón, lo más íntimo y profundo de nuestro ser, y nuestra misma vida. Se
entiende bien que para seguir al Señor sea necesario guardar la santa pureza y
purificar el corazón. Nos lo dice San Pablo en la Segunda lectura3: Huid
de la fornicación... ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu
Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?
Habéis sido comprados mediante un gran precio. Glorificad, por tanto, a Dios en
vuestro cuerpo. Nadie como la Iglesia ha enseñado jamás la dignidad del
cuerpo. «La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es la gloria de Dios
en el cuerpo humano»4.
La castidad, fuera o dentro del matrimonio, según el
estado y la peculiar vocación recibida, es absolutamente necesaria para seguir
a Cristo y exige, junto a la gracia de Dios, la lucha y el esfuerzo personal.
Las heridas del pecado original (en la inteligencia, en la voluntad, en las
pasiones y afectos) no desaparecieron con él cuando fuimos bautizados; por el
contrario, introducen un principio de desorden en la naturaleza: el alma, en
formas muy diversas, tiende a rebelarse contra Dios, y el cuerpo contra la
sujeción al alma; los pecados personales remueven el mal fondo que dejó el
pecado de origen y abren las heridas que causó en el alma.
La santa pureza, parte de la virtud de la templanza,
nos inclina prontamente y con alegría a moderar el uso de la facultad
generativa, según la luz de la razón ayudada por la fe5.
Lo contrario es la lujuria, que destruye la dignidad del hombre,
debilita la voluntad hacia el bien y entorpece el entendimiento para conocer y
amar a Dios, y también para las cosas humanas rectas. Frecuentemente, la
impureza lleva consigo una fuerte carga de egoísmo, y sitúa a la persona en
posiciones cercanas a la violencia y a la crueldad; si no se le pone remedio,
hace perder el sentido de lo divino y trascendente, pues un corazón impuro no
ve a Cristo que pasa y llama; queda ciego para lo que realmente importa.
Los actos de renuncia («no mirar», «no hacer», «no
desear», «no imaginar»), aunque sean imprescindibles, no lo son todo en la
castidad; la esencia de la castidad es el amor: es delicadeza y ternura con
Dios, y respeto hacia las personas, a quienes se ve como hijos de Dios. La
impureza destruye el amor, también el humano, mientras que la castidad
«mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida»6.
La pureza es requisito indispensable para amar. Aunque
no es la primera ni la más importante de las virtudes, ni la vida cristiana se
puede reducir a ella, sin embargo, sin castidad no hay caridad, y es esta la
primera virtud y la que da su perfección y el fundamento a todas las demás7.
Los primeros cristianos, a quienes San Pablo dice que
han de glorificar a Dios en su cuerpo, estaban rodeados de un clima de
corrupción, y muchos de ellos provenían de ese ambiente. No os
engañéis -les decía el Apóstol-. Ni los impuros, ni los
idólatras, ni los adúlteros... heredarán el reino de Dios. Y eso fuisteis
alguno de vosotros...8.
A estos les señala San Pablo que han de vivir con esmero esta virtud poco
valorada, incluso despreciada en aquellos momentos y en aquella cultura. Cada
uno de ellos ha de ser un ejemplo vivo de la fe en Cristo que llevan en el
corazón y de la riqueza espiritual de la que son portadores. Lo mismo nosotros.
II. Debemos tener la
convicción firme de que la santa pureza se puede vivir siempre, aunque sea muy
fuerte la presión contraria, si se ponen los medios que nos da Dios para vencer
y se evitan las ocasiones de peligro.
Para vivirla, es indispensable tener una buena
formación, tratando esta materia con finura y sentido sobrenatural, pero con
claridad y sin ambigüedades, en la dirección espiritual, para completar o
rectificar de este modo las ideas poco exactas que se puedan tener. A veces,
problemas mal calificados de escrúpulos están motivados porque no se terminó de
hablar a fondo de ellos, y se resuelven cuando se refieren con claridad los
hechos objetivos en la dirección espiritual y en la Confesión.
El cristiano que de verdad quiere seguir a Cristo ha
de unir la pureza de alma a la pureza del cuerpo: tener ordenados los afectos,
de tal manera que Dios ocupe en todo momento el centro del alma. Por eso, la
lucha por vivir esta virtud y por crecer en ella se ha de extender también al
campo de los afectos, a la «guarda del corazón», y a todas aquellas materias
que indirectamente puedan facilitarla o dificultarla: mortificación de la
vista, de la comodidad, de la imaginación, de los recuerdos.
Para luchar con eficacia en adquirir y perfeccionar
esta virtud debemos, en primer lugar, estar hondamente convencidos de
su valor, de su absoluta necesidad y de los incontables frutos que produce en
la vida interior y en el apostolado. Esta gracia es necesario pedírsela al
Señor, porque no todos lo entienden9.
Otra condición que fundamenta la eficacia de esta lucha es la humildad:
tiene auténtica conciencia de su propia debilidad quien se aparta decididamente
de las ocasiones peligrosas; quien reconoce con contrición y sinceridad sus
descuidos concretos; quien pide la ayuda necesaria; quien reconoce con
agradecimiento el valor de su cuerpo y de su alma.
Quizá, según épocas o circunstancias, una persona
deberá luchar con más intensidad en un campo, y a veces en otro bien diverso:
la sensibilidad que, sin mortificación, podría estar más viva
por no haberse evitado causas voluntarias más o menos remotas; lecturas que,
aunque no sean claramente impuras, pueden dejar en el alma un clima de
sensualidad; falta de cuidado en la guarda de la vista...
Otros campos relacionados con esta virtud de la santa
pureza, y que es preciso cuidar y guardar, son: los sentidos internos (imaginación,
memoria), que, aunque no se detuvieran directamente en pensamientos contra el
noveno mandamiento, son con frecuencia ocasiones de tentaciones, y supone muy
poca generosidad con el Señor no evitarlos; la guarda del corazón,
que está hecho para amar, y al que debemos darle un amor limpio según la propia
vocación, y en el que siempre debe estar Dios ocupando el primer lugar. No
podemos ir con el corazón en la mano, como ofreciendo una mercancía10.
Relacionadas con la guarda del corazón están la vanidad, la tendencia a llamar
la atención, a ser el centro; el afán desmedido de encontrar siempre respuestas
afectivas por parte de los demás; las preferencias y predilecciones menos
ordenadas...
III. Para
seguir a Cristo con un corazón limpio y para ser apóstol en medio de las
circunstancias que a cada uno le han tocado vivir es necesario ejercitar una
serie de virtudes humanas y otras sobrenaturales, apoyados en la gracia, que
nunca nos faltará si ponemos lo que está de nuestra parte y la pedimos con
humildad.
Entre las virtudes humanas que ayudan a vivir la santa
pureza está la laboriosidad, el trabajo constante, intenso. Muchas
veces los problemas de pureza son de ocio o de pereza. También son necesarias
la valentía y la fortaleza para huir de la
tentación, sin caer en la ingenuidad de pensar que aquello no hace daño, sin
falsos pretextos de edad o de experiencia. La sinceridad plena,
contando toda la verdad, con claridad, estando prevenidos contra el «demonio
mudo»11, que tiende a engañarnos, quitando entidad al pecado o a la
tentación, o agrandándolo para hacernos caer en la tentación de la «vergüenza
de hablar». La sinceridad es completamente necesaria para vencer, pues sin ella
el alma se queda sin una ayuda imprescindible.
Ningún medio sería suficiente si no acudiéramos al
trato con el Señor en la oración y en la Sagrada
Eucaristía. Allí encontramos siempre la ayuda necesaria, las fuerzas que
hacen firme la propia flaqueza, el amor que llena el corazón, siempre
insatisfecho con todo lo de este mundo porque fue creado para lo eterno. En
el sacramento de la Penitencia purificamos nuestra conciencia,
recibimos gracias específicas del sacramento para vencer en aquello, quizá
pequeño, en lo que fuimos vencidos, y también la fortaleza que da siempre una
verdadera dirección espiritual.
Si queremos entender el amor a Jesucristo como lo
entendieron los Apóstoles, los primeros cristianos y los santos de todos los
tiempos, es necesario vivir esta virtud de la santa pureza; si no, nos pegamos
a la tierra y no entendemos nada.
Acudimos a Santa María, Mater Pulchrae
Dilectionis12,
Madre del Amor Hermoso, porque Ella crea en el alma del cristiano la delicadeza
y la ternura filial donde puede crecer esta virtud. Y nos concederá la recia
virtud de la pureza si acudimos con amor y confianza.
1 Cfr. 1
Sam 3, 3-10; 19. —
2 Cfr. Jn 1,
35-42. —
3 Cfr. 1
Cor 6, 13-15; 17-20. —
4 Juan
Pablo II, Audiencia general 18-III-1981. —
5 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica 2-2, q. 151 a. 2, ad 1. —
6 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 25. —
7 Cfr. J.
L. Soria, Amar y vivir la castidad, Palabra, Madrid 1976,
p. 45. —
8 Cfr. 1
Cor 6, 9-10. —
9 Mt 19,
11. —
10 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 146. —
11 Cfr. ibídem,
n. 236. —
12 Eclo 24,
24.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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