Trino Márquez 14 de enero de 2021
@trinomarquezc
El delito cometido por Donald Trump contra las
instituciones democráticas de Estados Unidos y del mundo tiene que recibir un
castigo ejemplar. Debe ser inhabilitado de por vida para que jamás vuelva a
ocupar un cargo de elección popular. Su conducta no es producto de un error
circunstancial, sino el resultado de una estrategia diseñada para disfrazar una
derrota electoral que era previsible, debido a su pésimo manejo de la crisis
provocada por la pandemia. No fue que se equivocó. Mintió, calumnió y manipuló
a sus seguidores con premeditación y alevosía, invocando descabelladas teorías
conspirativas.
Así lo han entendido los miembros del Partido
Demócrata –especialmente Nancy Pelosi, la líder de la Cámara de Diputados- y
algunos republicanos importantes que forman parte del Capitolio, allanado por
las huestes impulsadas por el discurso incendiario de Trump desde varios meses
antes de que se realizaran las elecciones de noviembre. La benevolencia con
personajes que se consideran providenciales e intentan colocarse por encima de
las leyes y las normas establecidas, solo provoca tragedias en las naciones
donde esos seres aparecen. El caso de Hugo Chávez ejemplifica lo nocivo que puede
ser la candidez con quienes quebrantan las reglas de convivencia. Los líderes
de la democracia venezolana, de forma ingenua, pensaron que podían perdonar a
ese teniente coronel desconocido y aventurero, porque las bases institucionales
eran robustas como el macizo guayanés. Las consecuencias de semejante candor
las seguimos padeciendo después de tres décadas de haber insurgido ese señor en
el escenario nacional.
Donald Trump abrió una caja de Pandora. Quién sabe
cuántos Donald Trump existen en Estados Unidos. Cuántos aspirantes a
dedicarse a la política que dejaron de creer en la democracia diseñada por los
Padres Fundadores hace dos siglos y medio. Cuántos se sienten incómodos con los
principios de delegación, legitimidad, representación, federalismo e independencia
de los poderes públicos, promovidos por Washington, Jefferson, Madison, Adams y
Hamilton, entre muchos otros. A esos pretendientes hay que mandarles un mensaje
clarísimo: en Estados Unidos nadie puede intentar destruir el orden democrático
y pretender salir ileso. El castigo será inclemente.
El dueño de Twitter y los de otras plataformas tienen
toda la razón para censurar a Trump. El presidente de Estados Unidos se valió
de esa herramienta, que ha contribuido a democratizar y universalizar la
libertad de opinión e información -inventada en un ambiente de libertades donde
se estimula la creatividad y la innovación-, para agredir la soberanía popular
representada en el Congreso e intentar desprestigiar la institución electoral,
sobre la cual se asienta buena parte del sistema de delegación y representación
estadounidense. Al dueño de Twitter lo asiste la razón al quitarle esa
granada fragmentaria a un mandatario irresponsable, que se valió de esa
aplicación para llamar a la violencia e incitar el odio, vistos a través de las
pantallas de televisión en todos los países del planeta.
No considero que las restricciones impuestas por
Twitter tengan nada que ver con coartar el principio de la libertad de
expresión. Donald Trump no es un ciudadano desvalido. Al contrario: es el
hombre más poderoso de la Tierra. Comandante en Jefe del Ejército más letal del
planeta. La Casa Blanca cuenta con una oficina de prensa capaz de convocar
ruedas de prensa cada vez que al Presidente se le antoje. Los contactos de
Trump con los medios de comunicación, ambiente en el cual se ha movido toda su
vida, le permiten sostener entrevistas con los más afamados periodistas
norteamericanos. No hay capricho que el mandatario no pueda divulgar. Lo que
pasa es que se amañó con Twitter porque le permite una comunicación cómoda e
instantánea con sus millones de admiradores, y como a él las reglas le
molestan, decidió que podía quebrantarlas sin pagar ningún costo. Se
equivocó. El dueño de Twitter salió a defender los principios sobre los que se
funda el uso de esa herramienta y, de paso, asumió el resguardo del sistema
democrático norteamericano, seriamente vulnerado por el gobernante.
Además,
hay que diferenciar entre la decisión de un organismo del Estado, concebida
para coartar la libre expresión de unos o muchos ciudadanos opositores o adversarios,
y la de un ente de la sociedad civil, como es Twitter. En el caso del
organismo estatal, las restricciones o prohibiciones suelen ir acompañadas de
coacción y violencia. En el caso de un ente particular como Twitter, lo que se
activa es el derecho democrático a impedir que esa herramienta sea utilizada
para fines que nada tienen que ver con la divulgación de opiniones o
informaciones, sino con el propósito de encender el ánimo de gente previamente
engañada, para que desate toda la carga explosiva que le ha sido inoculada.
Twitter, al igual que cualquier otra red pública, debe
ser regulada. Sin embargo, a nadie se le puede prohibir que actúe en defensa
propia. Eso fue lo hizo la empresa. La élite política debe inhabilitar a Trump.
La Cámara de Diputados dio un paso decisivo en esa dirección.
Trino Márquez
@trinomarquezc
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