Carolina Gómez-Ávila 10 de enero de 2021
Estaba atenta a la escandalosa toma del Capitolio de los
Estados Unidos llevada a cabo por los adeptos de Trump, cuando me topé con el
«Ur-fascismo», una conferencia de Umberto Eco que he releído algunas veces pero
que siempre me parece nueva.
Mientras lo hacía, me preguntaba si en los catorce ítems
que describen el ur-fascismo encontraría los motivos de esa noticia o si solo
estaba evadiendo nuestra muerte republicana. A lo mejor quería explicarme el
fascismo de otro país para olvidar lo doloroso que es el del país en el que
vivimos, parafraseando al propio Eco.
Es posible que alguien me diga que lo de Estados Unidos
no puede considerarse fascismo, que cuando mucho podría ser populismo porque
Donald Trump llegó al poder a través de elecciones. O sea que para que haya
fascismo tiene que haber dictadura; o lo que es lo mismo, ausencia de
elecciones libres y justas.
Creo que mejor volvemos a Eco, al «ur-fascismo» que
vendría siendo el primer fascismo, el fascismo principal, el fascismo
originario, pues.
Con esa etiqueta, Eco enumeró catorce características del
fascismo, pero advirtió que quitar una o varias de ellas, no hace que un
régimen deje de ser fascista. Es más, dijo que algunas de esas características
se contradicen entre sí y que pueden ser típicas de otras formas de despotismo
o de fanatismos, pero que «basta con que una
de ellas esté presente para hacer coagular una nebulosa fascista».
Me bebí de un trago las catorce, otra vez, pero
regresé a la tercera: el irracionalismo. Dice Eco que en el fascismo «el
irracionalismo depende también del culto de la acción por la acción. La acción
es bella de por sí y, por lo tanto, debe actuarse antes de, y sin reflexión
alguna. Pensar es una forma de castración».
Me detengo aquí. Eco no lo hace, él sigue ese párrafo
con una defensa de lo intelectual y cultural. Yo lo hago porque este postulado,
que me parece fundamental para el fascismo, se ancla en conductas que se pueden
cambiar. Me hace falta, hubiera querido, una reflexión de Eco sobre estas
conductas.
Pero no nos dice nada de eso aquí. Por ejemplo, no
relaciona el culto de la acción por la acción con la juventud, con la
testosterona que provoca la agresividad y el deseo sexual. No explica cuál
sería el proceso que convertiría a la acción en una manifestación de belleza.
No dice si es que proyectar nuestro impulso biológico nos resulta estético o si
nos parece poético que otros lo hagan, si nos entusiasma imitarlos, si esta
cadena de eventos nos lleva al éxtasis y si este éxtasis, este placer, tiene
virtud plástica. Ni nos explica si la relación que plantea entre pensamiento y
castración, es aprendida o es una consecuencia química de la frustración.
Claro que un montón de psicólogos y filósofos han
hablado de estas cosas y de muchas más que tienen estrecha relación. Pero Eco,
tan claro y distinto, nos deja aquí este hueco para que lo rellenemos con lo
que nos parezca, es decir, para que hagamos política.
Para que expliquemos, combatamos o justifiquemos la
irracionalidad. Para que adaptemos sus límites a nuestros intereses o temores y
podamos incluir a nuestros adversarios y excluir a nuestros afines. Porque si
no, vamos a concluir que todos tenemos algo de protofascistas, de fascistas
esenciales, de fascistas eternos.
Dice
Eco que el ur-fascismo sigue a nuestro alrededor, a veces vestido de civil.
Pero no dice que puede estar viviendo dentro de nosotros, con lo que sería más
difícil cumplir con el que él considera que es nuestro deber: «desenmascararlo
y apuntar con el índice sobre cada una de sus nuevas formas, cada día, en cada
lugar del mundo».
Carolina
Gómez-Ávila
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