Américo Martín 10 de enero de 2021
La siguiente es una reflexión que me suscitaron varios
extraños personajes cuyo único punto de referencia fue alguna deformación
física.
Se trata de “impedidos”, pero recordemos ante todo la
oportuna diferencia que, por razones de alta dignidad, subrayó Unamuno entre
“impedidos”, dirigiéndose al “ágrafo” general franquista Millán-Astray durante
la ocupación militar de la Universidad de Salamanca.
Unamuno, como su rector, concibió este iridiscente
discurso:
Siendo este el templo del intelecto y yo su supremo
sacerdote, vosotros estáis profanando su recinto sagrado. Diga lo que diga el
proverbio, yo siempre he sido profeta en mi propio país. Venceréis, pero no
convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no
convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis
algo que os falta en esta lucha, razón y derecho.
El general Millán-Astray es un impedido pero eso no es
razón para desconocer a nadie, el manco de Lepanto es la expresión más pura de
la lengua.
No tengo la menor duda de que al padre de El Quijote,
ser llamado el manco de Lepanto le causara alguna preocupación
emocional, tal como en su momento lo manifestó. Por el contrario, fue un honor
haber adquirido aquella lesión en lucha personal, en la gran batalla que
destruyó al omnipotente imperio turco. Y, de modo especial, por la decisiva
presencia de Juan de Austria al frente de la flota cristiana integrada por
galeras españolas, genovesas y del papado que, tras difíciles conversaciones,
nombraron para el mando supremo a quien todos sabrían que reunía más que nadie
las cualidades para ejercerlo. El consenso se complicó por celos y demás
humanas mezquindades y, quizá sobre todo, el temor de que una personalidad tan
atractiva, pero de nobleza vulnerable, alcanzara poder como el de su abuelo
“natural” o, cuando menos, el su hermanastro, Felipe II. En casos como estos el
miedo proviene de no saber o de no querer saber.
La historia de nuestro país está inundada de figuras si
no similares a las que he mencionado, al menos tienen una índole de análoga
procedencia. De nuestros “mancos” autóctonos quisiera evocar dos “impedidos”,
uno bien reconocido y otro merecidamente ignorado. Todos, llamados mochos, que
no mancos.
La parte simpática del mocho Hernández fue en realidad
su parte amarga. El general José Manuel Hernández era un hombre de legítima
aspiración de poder, pero por las vías naturales de asumirlo, la guerra o las
elecciones, esta cual fuente original y la otra en tanto que medio de
legitimación.
En mis estudios de bachillerato lo mencionaba el
profesor Siso Martínez: se alzó el mocho contra el presidente general Andrade,
sin aclarar la justa causa de aquella tentativa.
El problema estaba a tono con la época. El poderoso
Partido Liberal, a la sazón conducido por el general Crespo, había dispuesto
darle la magistratura a Andrade. Pero el mocho, munido de una popularidad
inalcanzable y decidido a aplicar los métodos de campaña estadounidenses,
recorrió el país y construyó una mayoría imbatible.
Con seguridad en ese contacto directo se habrá
inspirado Rómulo Betancourt para alcanzar la modernización de la política
venezolana: “Estado por estado, municipio por municipio. Parroquia por
parroquia”.
Le sirvió al Mocho para permanecer en la historia y le
sirvió a Rómulo para eso mismo. Sin embargo, el Mocho no pudo acceder en 1897
porque se le atravesó la fuerza bruta del general Joaquín Crespo, ni los dos
Rómulos pudieron sostener a AD en 1948 porque se tropezaron con la fuerza bruta
de los militares modernizadores.
Lo del Mocho Hernández pudo parecer obsesivo al
alzarse en contra de Cipriano Castro, pero tampoco lo fue.
Castro lo puso en libertad y le ofreció el ministerio
de Comercio. Al principio pareció aceptar hasta que optó por proclamar la
revolución. Debió meditar en profundidad. Desde la cárcel había apoyado el
alzamiento de Cipriano Castro porque el elocuente general andino pasaba al
Táchira al frente de sus 60 bravos seguidores, alegando razones excelentes, entre
las cuales el fraude que desconoció al Mocho e impuso a Andrade. Esperaba sin
duda, con su lógica vertical, que don Cipriano le devolviera la presidencia.
¿Qué pensar entonces de tanta firmeza principista? Era
justificada. Era valiente y conceptual. Era una forma de jugarse el pellejo por
una noble causa democrática. Y, en ese sentido, no se le vio retacear con sus
derechos y sus principios.
El otro mocho, al que considero impresentable, fue un
espía dado a la tortura bajo la dictadura de Pérez Jiménez. Lo llamaban el
Mocho Delgado.
Me basta con recordar la mirada de mis tíos Luis José,
Federico y Gerardo Estaba; quienes lo conocieron por sus actos. Era una mirada
de horror, desprecio y náusea.
En resumen, he realizado una especie de cotejo desde
las alturas inalcanzables del autor de Don Quijote hasta las aguas pestilentes
de dos homicidas, el general Millán-Astray y el Mocho Delgado. Pasando sin
embargo por las cristalinas virtudes en tiempos de profusa bellaquería del
noble Mocho Hernández a quien alguna vez tendremos que tomar tan en serio como
lo estoy haciendo aquí.
Américo
Martín
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