Colette Capriles 01 de marzo de 2021
@cocap
Hay
una línea discursiva que presenta el cambio político como la única fuente de
desagravio colectivo. La experiencia en todas las latitudes muestra que la
reparación de los agravios exige un fuero especial que no es el mismo de lo
político, sino el de la Justicia. La recuperación democrática solo será posible
como un proyecto agregativo de consensos mínimos pero fundamentales, uno de los
cuales, pero no el único, es la “rendición de cuentas”. Pero quien pide esas
cuentas es la víctima, no el “ganador” histórico.
Todo nos separa, menos el agravio. Cada uno de los 30 millones de venezolanos, esté
donde esté, sean cuales sean su biografía y su geografía, lleva consigo este
agravio. Ofendidos, indignados por la pérdida, por
millones de renuncias, decepciones, duelos.
Todos estamos agraviados. Todos nos sentimos víctimas. Cada quien tiene un
culpable a mano para darle cuerpo a su herida.
La despolitización.
La conversación pública dejó de ser política porque adoptó una gramática
de indignación moral permanente que reduce todo conflicto al
disgusto moral y termina privilegiando el sentimiento de cada
quien y no la capacidad de pensar políticamente. Es a primera vista
paradójico que hayamos pasado de la “hiperpolítica” que invadía todos los
rincones de la vida, a este silencio que rumia. Pero es como una especie de
historia natural de la opresión: lo que hacen las dictaduras y los nuevos
despotismos es reducir el ámbito de la vida al de la sobrevivencia.
Y para sobrevivir uno solo cuenta con lo que tiene a mano. Desaparecen
las instituciones que son como reglas de relación entre las personas y
estas quedan huérfanas, aisladas y sin
palabras.
El sueño del déspota.
El proyecto del siniestro club de déspotas que repudia la
democracia no es acabar con el sistema sino acabar con cualquier tipo de
política en realidad. Que el poder ya no esté más nunca en
disputa y que las decisiones relevantes socialmente sean las
puramente técnicas. En China se pone en práctica una especie
de evaluación del ciudadano que le otorga puntos de buena conducta,
con lo cual se le abre acceso a la prosperidad personal, al consumo,
negados a los “mala conducta”. Una moralidad técnica, sería eso: la sociedad no
estará compuesta por gente que tiene opciones para decidir su vida y por lo
tanto intereses distintos, sino por buenos y malos.
Efecto inesperado.
El daño infligido ha sido catastrófico. Pero aparece otra paradoja:
El sufrimiento iguala aunque sus causas sean distintas. O tal vez no sean tan
distintas. Tras el inmenso memorial de agravios hay uno común:
el país que conocíamos naufragó. “El país” puede ser muchas cosas. Para
algunos, la familia, la convivialidad, esa ligereza del
humor, las oportunidades, el ascenso social, el otear un
horizonte para sus hijos. Pero para otros, es el “proyecto histórico” lo que
desapareció. Hecho trizas. Quedó enterrada la ilusión revolucionaria de fundar
un nuevo país borrando la historia. Hoy lo que queda es reconstruir sobre
ruinas, en el mejor de los casos.
Relato de origen.
El chavismo se cobijó, desde su origen, en un relato de agravio histórico que
compilaba ofensas desde la traición a Bolívar hasta la derrota
de la insurrección armada de la ultraizquierda que la joven democracia tuvo
que enfrentar. Ciertamente es un relato de reivindicación histórica que
se juntaba con resentimientos y fracturas que la “ilusión de
armonía” democrática no supo metabolizar. Es eso, más que una
ideología, lo que lo agitó y a su vez puso en movimiento una fuerza centrífuga,
una voluntad de dividir a la sociedad en vencedores y
vencidos.
Deshacerse de la gramática del vencedor. Con ese lenguaje se terminó moldeando no solamente
el cuento revolucionario sino que se contaminó la alternativa
democrática. Hay una línea discursiva que presenta el cambio
político como la única fuente de desagravio colectivo, con
una nueva lista de vencedores y vencidos, como si la inversión de roles borrara
el sufrimiento ya padecido. Lo que logra es, por el contrario, prometer la
prolongación del conflicto: no es posible concebir una democracia de
“vencedores”. La experiencia en todas las latitudes muestra que la reparación
de los agravios exige un fuero especial que no es el mismo de lo político, sino
el de la justicia. La recuperación democrática solo será posible como un
proyecto agregativo de consensos mínimos pero fundamentales,
uno de los cuales, pero no el único, es la rendición de cuentas.
Pero quien pide esa cuenta es la víctima, no el “ganador” histórico.
Colette
Capriles
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