Francisco Fernández-Carvajal 05 de marzo de 2021
@hablarcondios
— El pecado, la mayor tragedia del hombre.
Consecuencias del pecado en el alma. Fuera de Dios es imposible la felicidad.
— La vuelta a Dios. Sinceridad y examen de conciencia.
— El encuentro con nuestro Padre Dios en la Confesión
sincera y contrita. La alegría en la casa paterna.
I. El Señor
es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es
bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas1, rezamos en la Antífona de entrada de la Misa. En el
Evangelio, narra San Lucas2 cómo cierto día en que se acercaban a Jesús muchos
publicanos y pecadores, los fariseos comenzaron a murmurar porque Él los acogía
a todos. Entonces el Señor les propuso esta parábola: Un hombre tenía
dos hijos, y dijo el más joven al padre: Padre, dame la parte de la herencia
que me corresponde.
Todos somos hijos de Dios y, siendo hijos,
somos también herederos3. La herencia es un conjunto de bienes incalculables y de
felicidad sin límites, que solo en el Cielo alcanzará su plenitud y la
seguridad completa. Hasta entonces tenemos la posibilidad de hacer con esa
herencia lo mismo que el hijo menor de la parábola: pasados pocos días,
el más joven, reuniéndolo todo, partió a una tierra lejana, y allí disipó toda
su herencia viviendo disolutamente: «¡Cuántos hombres en el curso de los
siglos, cuántos de los de nuestro tiempo pueden encontrar en esta parábola los
rasgos fundamentales de su propia historia personal!»4. Tenemos la posibilidad de marcharnos lejos de la casa paterna
y malbaratar los bienes de modo indigno de nuestra condición de hijos de Dios.
Cuando el hombre peca gravemente, se pierde para Dios
y también para sí mismo, pues el pecado desorienta su camino hacia el Cielo; es
la mayor tragedia que puede sucederle a un cristiano. Su vida honrada, las
esperanzas que Dios había puesto en él; su vocación a la santidad, su pasado y
su futuro se han venido abajo. Se aparta radicalmente del principio de vida,
que es Dios, por la pérdida de la gracia santificante; pierde los méritos
adquiridos a lo largo de toda su vida y se incapacita para adquirir otros
nuevos, quedando sujeto de algún modo a la esclavitud del demonio. Por lo que
respecta al pecado venial, Juan Pablo II nos recuerda que, aunque no cause la
muerte del alma, el hombre que lo comete se detiene y distancia en el camino
que le lleva al conocimiento y amor de Dios, por lo que no debe ser considerado
como algo secundario ni como un pecado de poca importancia5.
«El alejamiento del Padre lleva siempre consigo una
gran destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad y disipa
en sí mismo la herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia
de la gracia»6. Aquel que un día, al salir de casa, se las prometía muy
felices fuera de los límites de la finca, pronto comenzó a sentir
necesidad. La satisfacción se acaba pronto, y el pecado no produce
verdadera felicidad, porque el demonio carece de ella. Viene luego la soledad y
«el drama de la dignidad perdida, la conciencia de la filiación divina echada a
perder»7: se tuvo que poner a guardar cerdos, lo más infamante para un
judío. Pasmaos, cielos, de esto y horrorizaos sobremanera, dice Yahvé.
Un doble crimen ha cometido mi pueblo: dejarme a mí, fuente de agua viva, para
ir a excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua8. Fuera de Dios es imposible la felicidad, incluso aunque
durante un tiempo pueda parecer otra cosa.
II. El hijo, lejos
de la casa paterna, siente hambre. Entonces, volviendo en sí,
recapacitando, se decidió a iniciar el camino de retorno. Así comienza también
toda conversión, todo arrepentimiento: volviendo en sí, haciendo un
parón, reflexionando el hombre y considerando a dónde le ha llevado su mala
aventura; haciendo, en definitiva, un examen de conciencia, que abarca desde
que salió de la casa paterna hasta la lamentable situación en que ahora se
encuentra. «No bastan (...) los análisis sociológicos para traer la justicia y
la paz. La raíz del mal está en el interior del hombre. Por eso, el remedio
parte también del corazón»9.
Cuando se justifica el pecado, o se ignora, se hacen
imposibles el arrepentimiento y la conversión, que tienen su origen en lo más
profundo de la persona. Para hacer examen de la propia vida es necesario
ponerse frente a las propias acciones con valentía y sinceridad, sin intentar
falsas justificaciones: «Aprended a llamar blanco a lo blanco y negro a lo
negro; mal al mal, y bien al bien. Aprended a llamar pecado al pecado»10, nos pide el Papa Juan Pablo II.
En el examen de conciencia se confronta nuestra vida
con lo que Dios esperaba, y espera, de ella. Muchos autores espirituales han
comparado el alma a una habitación cerrada. En la medida en que se abra la ventana
y entre la luz se distinguen todos los desperfectos, la suciedad, todo lo feo y
roto allí acumulado. En el examen, con la ayuda de la luz de la gracia, nos
conocemos como en realidad somos (es decir, como somos delante de Dios). Los
santos se han reconocido siempre pecadores porque, por su correspondencia a la
gracia, han abierto las ventanas de par en par a la luz de Dios, y han podido
conocer bien toda la estancia, su alma. En el examen descubriremos también las
omisiones en el cumplimiento de nuestro compromiso de amor a Dios y a los
hombres, y nos preguntaremos: ¿a qué se deben tantos descuidos? Cuando no
hallamos de qué arrepentirnos, no suele ser por carecer de faltas y pecados
sino por cerrarnos a esa luz de Dios, que nos indica en todo momento la
verdadera situación de nuestra alma. Si se cierra la ventana, la habitación
queda a oscuras y no se ve entonces el polvo, la silla mal colocada, el cuadro
torcido y otros desperfectos y descuidos... quizá graves.
La soberbia también tratará de impedir que nos veamos
tal como somos: han cerrado sus oídos y tapado sus ojos, a fin de no
ver con ellos11. Los fariseos, a quienes el Señor aplica estas palabras, se
hicieron sordos y ciegos voluntarios, porque en el fondo no estaban dispuestos
a cambiar.
III. Se
levantó y fue a su padre.
Desandar lo andado. Volver. El hombre continúa
añorando, y poco a poco cobran fuerza otros sentimientos: el calor del hogar,
el recuerdo insistente del rostro de su padre, el cariño filial. El dolor se
vuelve más noble, y más sincera aquella frase preparada: Padre, he
pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo;
trátame como a uno de tus jornaleros.
Todos nosotros, llamados a la santidad, somos también
el hijo pródigo. «La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia
la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del
corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra
vida, y que –por tanto– se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega.
Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el
que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así
hermanos suyos, miembros de la familia de Dios»12.
Hemos de acercarnos a este sacramento con el deseo de
confesar la falta, sin desfigurarla, sin justificaciones: pequé contra
el Cielo y contra ti. Con humildad y sencillez, sin rodeos. En la
sinceridad se manifiesta el arrepentimiento de las faltas cometidas.
El hijo llega hambriento, sucio y lleno de
andrajos. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció;
corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
El padre corrió... Mientras
el arrepentimiento anda con frecuencia lentamente, la misericordia de nuestro
Padre corre hacia nosotros en cuanto atisba en la lejanía nuestro más pequeño
deseo de volver. Por eso la Confesión está impregnada de alegría y de
esperanza. «Es la alegría del perdón de Dios, mediante sus sacerdotes, cuando
por desgracia se ha ofendido su infinito amor y arrepentidos se retorna a sus
brazos de Padre»13.
Las palabras de Dios, que ha recuperado a su hijo
perdido y envilecido, también desbordan alegría. Pronto, traed la
túnica más rica y vestídsela, poned un anillo en su mano y unas sandalias en
sus pies, y traed un becerro bien cebado y matadlo, y comamos y alegrémonos,
porque este mi hijo, que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido y
ha sido hallado. Y se pusieron a celebrar la fiesta.
La túnica más rica lo constituye en
huésped de honor; con el anillo le es devuelto el poder de
sellar, la autoridad, todos los derechos; las sandalias le
declararon hombre libre. «En el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo
nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos»14.
El Señor nos devuelve en la Confesión lo que
culpablemente perdimos por el pecado: la gracia y la dignidad de hijos de Dios.
Ha establecido este sacramento de Su misericordia para que podamos volver
siempre al hogar paterno. Y la vuelta acaba siempre en una fiesta llena de
alegría. Tal es, os digo, la alegría entre los ángeles de Dios por un
pecador que haga penitencia15.
Después de recibir la absolución y cumplir con la
penitencia impuesta por el confesor, «el penitente, olvidándose de lo
que queda atrás16, se injerta de nuevo en el misterio de la salvación y se
encamina hacia los bienes futuros»17.
1 Antífona
de entrada. Sal 144, 8-9. —
2 Lc 15,
1-3; 11-32. —
3 Rom 8,
17. —
4 Juan
Pablo II, Homilía 16-III-1980. —
5 Cfr. Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 17.
—
6 Conc.
Vat. II, loc. cit. —
7 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 5. —
8 Jer 2,
12-13. —
9 Juan
Pablo II, Discurso a UNIV, Roma 11-IV-1979. —
10 Juan
Pablo II, Hom. Universitarios, Roma 26-III-1981. —
11 Mt 13,
15. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 64.
—
13 Juan
Pablo II, Alocución a peregrinos napolitanos, Roma
24-III-1979. —
14 San
Josemaría. Escrivá, Camino, n. 310. —
15 Lc 15,
10. —
16 Fil 3,
13. —
17 Ritual
de la Penitencia, 2ª ed., Madrid 1980, Praenotanda, n. 6.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiariasiguiente.aspx
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