Opus Dei 15 de mayo de 2021
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Reflexión
para meditar el domingo de la Ascensión. Los temas propuestos son: Jesús envía
en misión a sus discípulos y a nosotros; se va al cielo, pero no nos abandona;
Cristo nos precede como cabeza.
CUARENTA
DÍAS después de la Pascua, la Iglesia celebra la Ascensión de Jesús a los
cielos. Como enseña el Prefacio de la Misa, «el Señor, rey de la gloria,
vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy –ante el asombro de los
ángeles– a lo más alto de los cielos como Mediador entre Dios y los hombres, como
Juez del mundo y Señor del universo»[1]. San Marcos
narra que, antes de subir al cielo, Jesús ratificó la misión apostólica de sus
discípulos: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación»
(Mc 16,15). Es un encargo ambicioso: no se trata de evangelizar al pueblo de
Israel, o al imperio romano, sino al mundo entero, a toda la creación. «Parece
de verdad demasiado audaz el encargo que Jesús confía a un pequeño grupo de
hombres sencillos y sin grandes capacidades intelectuales. Sin embargo, esta
reducida compañía, irrelevante frente a las grandes potencias del mundo, es
invitada a llevar el mensaje de amor y de misericordia de Jesús a cada rincón
de la tierra. Pero este proyecto de Dios solo puede ser realizado con la fuerza
que Dios mismo concede a los apóstoles»[2].
Después
de lo que habían vivido en aquellos cuarenta días posteriores a la resurrección
de Jesús, los discípulos respondieron a su mandato misionero con fe operativa:
«Se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la
palabra con las señales que los acompañaban» (Mc 16,20). La misión apostólica
no es tarea exclusiva para aquellos primeros discípulos, sino que también
nosotros recibimos el mismo encargo divino; por eso sentimos tan cercano aquel
día en el que Jesús subió al cielo. «El apostolado es como la respiración del
cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual. Nos
recuerda la fiesta de hoy que el celo por las almas es un mandato amoroso del
Señor, que, al subir a su gloria, nos envía como testigos suyos por el orbe entero.
Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes
que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra
conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos
de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es cristiano, porque
no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima
de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz,
porque ama»[3].
SAN
LUCAS cuenta que, poco antes de subir a los cielos, Jesús «los sacó hasta cerca
de Betania y, levantando sus manos, los bendijo» (Lc 24,50). En cierta manera,
desde aquel día «sus manos quedan extendidas sobre este mundo. Las manos de
Cristo que bendicen son como un techo que nos protege (…). En el marcharse, él
viene para elevarnos por encima de nosotros mismos y abrir el mundo a Dios. Por
eso los discípulos pudieron alegrarse cuando volvieron de Betania a casa. Por
la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre
nosotros. Esta es la razón permanente de la alegría cristiana»[4]. La liturgia
de las horas medita hoy las palabras de san Agustín sobre este misterio: «No se
alejó del cielo, cuando descendió hasta nosotros; ni de nosotros, cuando
regresó hasta él (...). Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no
subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia»[5].
San
Marcos, por su parte, concluye su evangelio diciendo que, «después de
hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios»
(Mc 16,19). La escena es fácil de imaginar si seguimos lo que de ellas escribe
san Josemaría: «Es justo que la santa humanidad de Cristo reciba el homenaje,
la aclamación y adoración de todas las jerarquías de los ángeles y de todas las
legiones de los bienaventurados de la gloria»[6].
Jesús
asciende al cielo, pero no nos abandona. «Puesto que Jesús está junto al Padre,
no está lejos sino cerca de nosotros. Ahora ya no se encuentra en un solo lugar
del mundo, como antes de la Ascensión; con su poder supera todo espacio, (…)
está presente al lado de todos, y todos lo pueden evocar en todo lugar y a lo
largo de la historia»[7]. Jesús
permanece con nosotros: el Espíritu Santo habita en nuestra alma en gracia y el
Señor nos acompaña también físicamente en la Eucaristía. «Es posible también
ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado
claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la
Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que
conversamos con él en la oración»[8].
«CUANDO
MIRABAN fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos
hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacéis ahí
plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros
y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo”» (Hch
1,10-11). La solemnidad de la Ascensión nos enciende en la esperanza de
compartir la gloria de la que goza Jesús, a la que somos llamados como miembros
de su cuerpo. «No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha
querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su
cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino»[9].
«Este
“éxodo” hacia la patria celestial, que Jesús vivió personalmente, lo afrontó
del todo por nosotros. Por nosotros descendió del cielo y por nosotros ascendió
a él, después de haberse hecho semejante en todo a los hombres, humillado hasta
la muerte de cruz, y después de haber tocado el abismo de la máxima lejanía de
Dios. Precisamente por eso, el Padre se complació en él y lo “exaltó”,
restituyéndole la plenitud de su gloria, pero ahora con nuestra humanidad. Dios
en el hombre, el hombre en Dios: ya no se trata de una verdad teórica, sino
real. Por eso la esperanza cristiana, fundamentada en Cristo, no es un
espejismo, sino que, como dice la carta a los Hebreos, “es para nosotros como
un ancla del alma” (Hb 6,19), un ancla que penetra en el cielo, donde Cristo
nos ha precedido»[10].
El
Señor nos espera en el cielo y nos envía el Espíritu Santo, sus dones y sus
frutos, para que lleguemos también nosotros a la meta. «Después de subir el
Señor al cielo, los discípulos se reunieron en oración en el Cenáculo, con la
Madre de Jesús, invocando juntos al Espíritu Santo, que los revestiría de
fuerza para dar testimonio de Cristo resucitado. Toda comunidad cristiana,
unida a la Virgen santísima, revive en estos días esa singular experiencia
espiritual en preparación de la solemnidad de Pentecostés»[11].
[1] Misal
Romano, Prefacio, Misa de la Ascensión del Señor.
[2] Francisco, Regina
coeli, 13-V-2018.
[3] San
Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 122.
[4] Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, Jesús de
Nazaret, p. 400.
[5] San
Agustín, Sermón de la Ascensión.
[6] San
Josemaría. Santo Rosario, II misterio glorioso.
[7] Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, Jesús de
Nazaret, p. 329.
[8] San
Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 118.
[9] Misal
Romano, Prefacio, Misa de la Ascensión del Señor.
[10] Benedicto XVI, Ángelus, 4-V-2008
[11] Benedicto XVI, Ángelus, 8-V-2005.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/document/meditaciones-domingo-de-la-ascension/
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