Francisco Fernández-Carvajal 11 de mayo de 2021
@hablarcondios
—
Anunciar íntegra la doctrina de Jesucristo. El ejemplo de San Pablo y de los
primeros cristianos.
—
Sembrar siempre; los frutos los da Dios. Constancia en el apostolado.
— El
puesto singular de la mujer en la evangelización de la familia.
I. La
lectura de la Misa nos muestra el espíritu apostólico de San Pablo en medio de
un mundo pagano. En Atenas, en el Areópago, el Apóstol predica la esencia de la
fe cristiana teniendo en cuenta la mentalidad y la ignorancia de los oyentes,
pero sin omitir las verdades fundamentales. Conocía bien que la doctrina que
predicaba chocaría fuertemente en los oídos de los atenienses, pero no la
adapta, deformándola, para hacerla más «comprensible». De hecho, al oír resurrección
de los muertos, unos lo tomaban a broma y otros dijeron, mientras le
abandonaban: De esto te oiremos hablar en otra ocasión1.
San
Pablo se marchó de allí y se dirigió a Corinto. Mucho tiempo después todavía
tenía en su alma el suceso del Areópago, «ante unos atenienses que eran amigos
de los nuevos sermones, pero que no hacían caso de ellos ni se preocupaban de
su contenido: solo les interesaba tener algo nuevo de qué hablar»2.
A nosotros nos recuerda hoy este pasaje que el cristiano ha de enseñar la
doctrina de Cristo, la única que salva, y no la más popular, la que podría
tener más «éxito» en sentido humano, la que podría estar en consonancia con la
moda del momento o con los gustos de los tiempos o de los pueblos.
Los
Apóstoles predicaron la integridad del Evangelio, y así lo ha
hecho también la Iglesia a través de los siglos. «Todas las verdades y todos
los preceptos de Cristo, incluso los más exigentes, sin callar o desvirtuar
nada, fueron las cosas enseñadas por San Pablo. Habló de la humildad, de la
abnegación, de la castidad, del desprendimiento de las cosas terrenas, de la
obediencia... Y no temió dejar bien claro que es necesario elegir entre el
servicio de Dios y el servicio de Belial, porque no es posible servir a los
dos. Que todos, después de la muerte, habrán de someterse a un juicio tremendo.
Que nadie puede mercadear con Dios. Que solo se puede esperar la vida eterna si
se observan las leyes divinas. Que si se incumplen estas leyes haciendo
concesiones a los placeres, no se puede esperar más que el fuego eterno...
Jamás el Predicador de la verdad pensó que tenía que omitir estos temas porque
podían parecer demasiado duros a quienes le escuchaban, dada la corrupción de
aquellos tiempos»3.
Igual nosotros.
Quien
anuncia a Cristo tendrá que acostumbrarse a ser impopular en ocasiones, a no
tener «éxito» en sentido humano, a ir contra corriente, sin ocultar los
aspectos de la doctrina de Cristo que resultan más exigentes: sentido de la
mortificación, honradez y honestidad en los negocios y en el desarrollo de la
actividad profesional, generosidad en el número de hijos, castidad y pureza en
el matrimonio y fuera de él, valor de la virginidad y del celibato por amor a
Cristo... Porque no tenemos otras recetas para curar a este mundo enfermo:
«¿Desde cuándo un médico da medicinas inútiles a sus pacientes, porque tiene
miedo de prescribir las que son útiles?»4.
En un
mundo que se presenta en muchos aspectos alejado de Dios y del pensamiento
cristiano, «se impone a todos los cristianos la dulcísima obligación de
trabajar para que el mensaje divino de la revelación sea conocido y aceptado
por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra»5.
La primera obligación será, de ordinario, orientar nuestro apostolado hacia las
personas que Dios ha puesto a nuestro lado, a los que están más cerca, a los
que tratamos con frecuencia. Y siempre con oportunidad, haciendo amable y
atrayente la doctrina del Señor. Porque tampoco se atrae a los demás a la fe
siendo intemperantes o intempestivos, sino con afecto, con bondad, con
paciencia.
II. El
Señor, de forma muchas veces insospechada, hace fructificar nuestra oración y
nuestros esfuerzos: Mis elegidos no trabajarán en vano6,
nos ha prometido. Y en la Antífona de comunión leemos hoy las consoladoras
palabras del Señor: Soy yo quien os he elegido del mundo y os he destinado
para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure7.
La
misión apostólica unas veces es siembra, sin frutos visibles, y otras
recolección, quizá de lo que otros sembraron con su palabra, con su dolor
oculto desde la cama de un hospital, o desde un trabajo escondido y sin brillo.
En ambos casos, el Señor quiere que se alegren juntamente el sembrador y el
segador8.
Si los
frutos tardaran en llegar o nos asaltara la tentación de juzgar el valor de
nuestros esfuerzos por sus resultados inmediatos, no debemos olvidar que en
ocasiones no veremos las espigas granadas; otros las recolectarán. Nos pide el
Señor que sembremos sin descanso y que experimentemos la alegría del labrador,
seguro de que ya brotará algún día la semilla que arrojó al surco. Así
evitaremos el desánimo, síntoma muchas veces de falta de rectitud de intención,
de no estar trabajando para el Señor, sino para afirmar nuestro yo. Lo que
nosotros no podamos acabar, otros lo terminarán.
No
pretendamos tampoco arrancar el fruto antes de que esté maduro. «No estropeemos
la flor abriéndola con nuestros dedos. La flor se abrirá y el fruto madurará en
la estación y en la hora que solo Dios sabe. A nosotros nos toca sembrar,
regar... y esperar»9.
La constancia y la paciencia son virtudes esenciales para toda tarea
apostólica; ambas son manifestaciones de la virtud de la fortaleza.
El
hombre paciente se parece al sembrador, que cuenta con el ritmo propio de la
naturaleza y sabe realizar cada faena en el tiempo oportuno: el arado, la
siembra, el riego, el abonado, la escarda, la recolección: una serie de tareas
previas, antes de ver la harina dispuesta para el pan que alimentará a toda la
familia. El impaciente querría comer sin sembrar. Si abandonáramos la lucha por
la propia santidad y la de los demás porque no viéramos resultados, estaríamos
manifestando una visión demasiado humana de nuestro quehacer apostólico, que
contrasta abiertamente con la figura paciente de Jesús. Él sabe esperar días,
semanas, meses y años antes de la conversión del pecador. Las almas necesitan
un tiempo que nosotros no sabemos calcular. Hagamos bien la siembra y luego
seamos pacientes; pidamos fortaleza para ser constantes.
III. De
la predicación de San Pablo durante su estancia en Atenas surgió la primera
comunidad cristiana en aquella ciudad: Algunos se le juntaron, entre
ellos Dionisio el Areopagita, una mujer llamada Dámaris y algunos más10.
Fueron la primera semilla plantada por el Espíritu Santo, de la que surgirían
luego muchos hombres y mujeres fieles a Cristo.
La
mujer convertida aparece consignada con su nombre: Dámaris. Es una
de las numerosas mujeres que aparecen en el libro de los Hechos de los
Apóstoles, como manifestación clara de que la predicación del Evangelio era
universal. Los Apóstoles siguieron en todo el ejemplo del Señor, quien, a pesar
de los prejuicios de la época, dirigió a mujeres y a hombres por igual el
anuncio del Reino11.
San
Lucas también nos ha dejado escrito que la evangelización de Europa se inició
por una madre de familia, Lidia, quien comenzó enseguida su tarea
apostólica por su propia familia, consiguiendo que recibieran el Bautismo todos
los de su casa12.
También entre los samaritanos fue una mujer la primera que recibió el mensaje
de Cristo, y la primera que lo difundió entre los de su ciudad13.
El
Evangelio nos muestra cómo las mujeres siguen y sirven al Señor, cómo están al
pie de la Cruz y son las primeras junto al sepulcro vacío. No encontramos en
ellas el menor signo de hipocresía en el trato con el Señor, ni injurias o
deserciones.
San
Pablo tuvo una profunda visión del papel que la mujer cristiana había de
desempeñar como madre, esposa y hermana en la propagación del cristianismo. Se
refleja en el tratamiento que les concede en su predicación y en sus cartas.
Algunas de ellas son especialmente señaladas con agradecimiento por la ayuda
sacrificada que le prestaron en su tarea evangelizadora.
En
todas las épocas, también en la nuestra, la mujer desempeña un papel
extraordinario en el apostolado y en la custodia de la fe. «La mujer está
llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo
característico, que le es propio y que solo ella puede dar: su delicada
ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de
ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su
tenacidad...»14. La Iglesia espera de la mujer un compromiso y un testimonio
en favor de todo aquello que constituye la verdadera dignidad de la persona
humana y su felicidad más profunda.
Cuando
estas cualidades, con las que Dios ha dotado a la personalidad de la mujer, son
desarrolladas y actualizadas, «su vida y su trabajo serán realmente
constructivos y fecundos, llenos de sentido, lo mismo si pasa el día dedicada a
su marido y a sus hijos que si, habiendo renunciado al matrimonio por alguna
razón noble, se ha entregado de lleno a otras tareas. Cada una en su propio
camino, siendo fiel a la vocación humana y divina, puede realizar y realiza de
hecho la plenitud de la personalidad femenina. No olvidemos que Santa María,
Madre de Dios y Madre de los hombres, es no solo modelo, sino también prueba
del valor trascendente que puede alcanzar una vida en apariencia sin relieve»15.
A Ella le pedimos por los frutos de esa labor de la mujer en la familia, en la
sociedad, en la Iglesia, y que haya siempre abundantes vocaciones de entrega a
Dios.
1 Hech 17,
32. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles,
39. —
3 Benedicto XV,
Enc. Humanum genus. —
4 Ibídem.
—
5 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 3. —
6 Is 65,
23. —
7 Jn 15,
16. —
8 Cfr. Jn 4,
36. —
9 G.
Chevrot, El pozo de Sicar, Rialp, Madrid 1984, p. 4.
—
10 Hech 17,
34. —
11 Cfr. Sagrada
Biblia, Hechos de los Apóstoles, EUNSA,
Pamplona 1984, p. 285. —
12 Cfr. Hech 16,
14. —
13 Cfr. Jn 1,
ss. —
14 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 87. —
15 Ibídem.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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