Francisco Fernández-Carvajal 09 de junio de 2021
@hablarcondios
— Fe
con obras.
— Fe y
Eucaristía.
—
Trato con Jesús presente en el Sagrario.
I. Plagas,
sicut Thomas, non intueor, Deum tamen meum te confiteor... No veo las llagas
como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea más y más
en Ti, que en Ti espere, que te ame.
Tomás
no estaba presente cuando se apareció Jesús a sus discípulos. Y a pesar del
testimonio de todos, que le aseguraban con firmeza: ¡Hemos visto al
Señor!1, este Apóstol se resistió a creer en la Resurrección del
Maestro: Si no veo la señal de los clavos, y no meto mi dedo en esa
señal de los clavos, y mi mano en su costado, no creeré2.
Ocho
días más tarde, el Señor se apareció de nuevo a sus discípulos. Tomás está ya
entre ellos. Entonces Jesús se dirigió al Apóstol y, en un tono de reconvención
singularmente amable, le dijo: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y
trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.
Ante tanta delicadeza de Jesús, el discípulo exclamó: ¡Señor mío y Dios
mío!3. Era un acto de fe y de entrega. La respuesta de Tomás no fue
una simple exclamación de sorpresa, era una afirmación, un profundo acto de fe
en la divinidad de Jesucristo. ¡Señor mío y Dios mío! Estas
palabras pueden servir como una espléndida jaculatoria; quizá nosotros la hemos
repetido muchas veces en el momento de la Consagración o al hacer una
genuflexión ante el Sagrario. En ese acto de fe también nosotros queremos
decirle a Jesús que creemos firmemente en su presencia real allí y que puede
disponer de nuestra vida entera.
Nosotros
no vemos ni tocamos las llagas sacratísimas de Jesús, como Tomás, pero nuestra
fe es firme como la del Apóstol después de ver al Señor, porque el Espíritu
Santo nos sostiene con su constante ayuda. «Y –comenta San Gregorio Magno– nos
alegra mucho lo que sigue: Bienaventurados los que sin haber visto
creyeron. Sentencia en la que, sin duda, estamos incluidos nosotros, que
confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Se alude a nosotros,
con tal que vivamos conforme a la fe; porque solo cree de verdad el que
practica lo que cree»4.
Cuando
estemos delante del Sagrario, miremos a Jesús, que se dirige a nosotros para
fortalecer la fe, para que esta se manifieste en nuestros pensamientos,
palabras y obras: en el modo de juzgar a otros con un espíritu amplio, lleno de
caridad; en la conversación que anima siempre a los demás a ser personas
honradas, a seguir a Jesús de cerca; en las obras, siendo ejemplares en terminar
con perfección lo que tenemos encomendado, huyendo de las chapuzas, de los
trabajos y obras mal acabadas. «Pongamos de nuevo los ojos en el Maestro. Quizá
tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás: Mete
aquí tu dedo, y registra mis manos (...); y, con el Apóstol, saldrá de
tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20,
28), te reconozco definitivamente por Maestro, y ya para siempre –con tu
auxilio– voy a atesorar tus enseñanzas y me esforzaré en seguirlas con lealtad»5.
II.
Jesús aseguró a Tomás que eran más dichosos aquellos que sin ver con los ojos
de la carne tienen, sin embargo, esa aguda visión de la fe. Por eso les anunció
durante la Última Cena: Conviene que Yo me vaya6.
Cuando estaba con sus discípulos y recorría los caminos de Palestina, la
divinidad de Jesús estaba lo suficientemente oculta para que ellos ejercitaran
constantemente la fe. Ver, oír, tocar significan poco si la gracia no actúa en
el alma y no se tiene el corazón limpio y dispuesto para creer. Ni siquiera los
milagros por sí mismos determinan a la fe si no hay buenas disposiciones.
Después de la resurrección de Lázaro muchos judíos creyeron en Jesús, pero
otros fueron a ver a los fariseos con ánimo de perderle7.
El resultado de la reunión del Sanedrín, que tuvo lugar a raíz de estos
testimonios, se concreta en una frase recogida por San Juan: Desde
aquel día decidieron darle muerte8.
En el
fondo, la suerte de aquellos que estuvieron con Él, le vieron, le oyeron y le
hablaron es la misma que la nuestra. Lo que decide es la fe. Por eso escribe
Santa Teresa que «cuando oía decir a algunas personas que quisieran ser en el
tiempo que andaba Cristo nuestro bien en el mundo, me reía entre sí,
pareciéndome que teniéndole tan verdaderamente en el Santísimo Sacramento como
entonces, qué más se les daba»9.
Y el
Santo Cura de Ars señala que incluso nosotros tenemos más suerte que aquellos
que vivieron con Él durante su vida terrena, pues a veces habían de andar horas
o días para encontrarle, mientras nosotros le tenemos tan cerca en cada
Sagrario10. Normalmente es bien poco lo que hemos de esforzarnos para
encontrar al mismo Jesús.
Al
Señor le vemos en esta vida a través de los velos de la fe, y un día, si somos
fieles, le veremos glorioso, en una visión inefable. «Después de esta vida
desaparecerán todos los velos para que podamos ver cara a cara»11. Todo
ojo le verá12, nos dice San Juan en el Apocalipsis, y sus
siervos le servirán y verán su rostro13.
Mientras tanto, en esta vida, creemos en Él y le amamos sin haberle Visto14.
Pero un día le veremos con su cuerpo glorificado, con aquellas santísimas
llagas que mostró a Tomás. Ahora le confesamos como a nuestro Dios y
Señor: ¡Señor mío y Dios mío!, le diremos tantas veces. En este
rato de oración le pedimos. Haz que yo crea más y más en Ti, con
una fe más firme; que en Ti espere con una esperanza más
segura y alegre; que te ame con todo mi ser.
Hoy,
al considerar una vez más esa proximidad de Jesús en la Sagrada Eucaristía,
hacemos el propósito de vivir muy unidos al Sagrario más cercano. Nos ayudará
saber cuál es el más próximo a nuestro lugar de trabajo o a nuestro hogar.
Tendremos siempre esta referencia en nuestro corazón: cuando practicamos algún
deporte, mientras viajamos..., pues «es muy buena compañía la del buen Jesús
para no separarnos de ella y de su sacratísima Madre»15,
siempre cerca de su Hijo.
«Acude
perseverantemente ante el Sagrario, de modo físico o con el corazón, para
sentirte seguro, para sentirte sereno: pero también para sentirte amado..., ¡y
para amar!»16.
III.
Cuando Jesús iba a un lugar, sus amigos fieles estaban pendientes de su
llegada. No podía ser de otro modo. Nos narra San Lucas que, en cierta ocasión,
Jesús llegaba a Cafarnaún, en barca, desde la orilla opuesta y todos
estaban esperándole17.
Nos imaginamos a cada uno de ellos con su propia alegría esperando al Maestro,
con las peticiones que querían hacerle, con su anhelo por estar con Él. Allí
–dice el Evangelista– hizo dos portentosos milagros: la curación de una mujer
que se atrevió a tocar la orla de su vestido, y la resurrección de la hija de
Jairo. Pero todos se sintieron confortados por las palabras de Jesús, por una
mirada o por una pregunta acerca de los suyos... Quizá alguno se decidió aquel
día a seguirle con más generosidad. Los amigos estaban atentos al Amigo.
Nosotros,
que no le vemos físicamente, estamos tan cerca de Él como aquellos que le
esperaban y salían a su encuentro al desembarcar. También nosotros hemos de
cobrar cada vez más un sentido vivo de su presencia en nuestras ciudades y
pueblos. Hemos de tratarle –Él lo quiere así– como a nuestro Dios y Señor, pero
también como al Amigo por excelencia. «Cristo, Cristo resucitado, es el
compañero, el Amigo. Un compañero que se deja ver solo entre sombras, pero cuya
realidad llena toda nuestra vida, y que nos hace desear su compañía definitiva»18.
Cada
día salimos a su encuentro. Y Él nos espera. Y nos echa de menos si alguna vez
–¡qué enorme pena!– nos olvidáramos de tratarle con intimidad, «sin anonimato»,
con la misma realidad con la que tratamos a otras personas que encontramos en
el trabajo, en el ascensor o en la calle. Para hallarle, poca ayuda vamos a
recibir de los sentidos, en los que tanto solemos apoyarnos en la vida
corriente. Muchas veces nos sentiremos «como ciegos delante del Amigo»19,
y esa oscuridad inicial se irá transformando en una claridad que jamás tuvieron
los sentidos. Dice Santa Teresa que fue tanta la humildad del buen Jesús, que
quiso como pedir licencia para quedarse con nosotros20.
¿Cómo no vamos a agradecerle tanta bondad, tanto amor?
Le
decimos al terminar nuestra oración: Señor, «te trataríamos aunque tuviésemos
que hacer muchas antesalas, aunque hubiera que pedir muchas audiencias. ¡Pero
no hay que pedir ninguna! Eres tan todopoderoso, también en tu misericordia,
que, siendo el Señor de los señores y el Rey de los que dominan, te humillas
hasta esperar como un pobrecito que se arrima al quicio de nuestra puerta. No
aguardamos nosotros; nos esperas Tú constantemente.
»Nos
esperas en el Cielo, en el Paraíso. Nos esperas en la Hostia Santa. Nos esperas
en la oración. Eres tan bueno que, cuando estás ahí escondido por Amor, oculto
en las especies sacramentales –yo así lo creo firmemente–, al estar real,
verdadera y sustancialmente, con tu Cuerpo y tu Sangre, con tu Alma y tu
Divinidad, también está la Trinidad Beatísima: el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo. Además, por la inhabitación del Paráclito, Dios se encuentra en el
centro de nuestras almas, buscándonos»21.
No le hagamos esperar nosotros. Y nuestra Madre Santa María nos anima
constantemente a salir a su encuentro. ¡Cómo hemos de cuidar la diaria Visita
al Santísimo!
1 Jn 20,
25. —
2 lbídem.
—
3 Jn 20,
26-29. —
4 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 26, 9.
—
5 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 145. —
6 Jn 16,
7. —
7 Cfr. Jn 11,
45-46. —
8 Jn 11,
53. —
9 Santa
Teresa, Camino de perfección, 34, 6. —
10 Cfr. Santo
Cura de Ars, Sermón sobre el Jueves Santo. —
11 San
Agustín, en Catena Aurea, vol. VIII, p. 86. —
12 Apoc 1,
7. —
13 Apoc 22,
4. —
14 Cfr. 1
Pdr 1, 8. —
15 Santa
Teresa, Moradas, VI, 7, 13. —
16 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 837. —
17 Lc 8,
40. —
18 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 116. —
19 Pablo
VI, Audiencia general, 13-I-1971. —
20 Cfr. Santa
Teresa, Camino de perfección, 33, 2. —
21 S.
Bernal, Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei,
Rialp, 2ª ed., Madrid 1976, p. 318.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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