Asdrúbal Aguiar 27 de febrero de 2024
La
desaparición forzada, que fue tal, aun siendo temporal en el caso de Rocío San
Miguel, y la desaparición, en territorio chileno, del teniente venezolano
Ronald Ojeda Moreno, revelan con escándalo que el terrorismo de Estado se ha
reinstalado en América Latina.
No exagero. Vuelven por sus fueros prácticas que hasta ayer recreábamos como oscuranas del pasado: que si el nazismo o el fascismo, o el Gulag soviético, o las tenebrosas dictaduras militares del Cono Sur. Con ellas hemos nutrido disertaciones académicas o peroratas en las aulas universitarias en las que hemos enseñado sobre las cuestiones constitucionales o internacionales de derechos humanos. Mas alguno dirá que lo de Rocío es uno más dentro de la pléyade de violaciones que ahora se hace hábito. De allí la reflexión de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal que no hemos de olvidar: “Previamente se procura la supresión de la persona y de su carácter de ser humano, y posteriormente se borra todo rastro o recuerdo de su existencia misma. Por ello, el mal [radical] trasciende la muerte y procura la desaparición de las víctimas del mundo, negándoles, de este modo, la disposición de su propia muerte como cierre del trayecto de una existencia”.
La
relectura de los casos hondureños con los que se inaugura la tutela judicial
interamericana de derechos humanos en 1987 reaviva las enseñanzas sobre la
desaparición forzada de personas (Velásquez Rodríguez, Frairén Garbi y Solís
Corrales, Godínez Cruz). Permite visualizar que lo que vemos distinto, pero sí
más perverso. Ayer se hacían desaparecer personas, se las torturaba y
asesinaba, se las mantenía ocultas hasta extraerles confesiones, arguyéndose
motivos de seguridad nacional. Las dictaduras no se travestían y, al término,
como la chilena de Augusto Pinochet o la argentina de Jorge Videla, asumieron
sus barrancos y se las condenó por crímenes de lesa humanidad. Hoy se hace lo
mismo, pero con cinismo y cobardía inenarrables.
Los
regímenes socialistas imperantes predican exclusiones no resueltas, o deudas
sociales pendientes, o revoluciones gastadas que mudan en postulados
progresistas, o proponen diálogos para definir qué es o no una democracia o
cuál o no el requisito para que existan elecciones libres; y al objeto de liberar
a algún desaparecido político que después han encarcelado oficialmente piden a
cambio la excarcelación de un corrupto o narcotraficante que les sirve. Al
paso, reclaman para sí formas de «justicia transicional».
En los
casos mencionados recordaba la Corte de San José cómo el director de
Inteligencia hondureño negaba que las Fuerzas Armadas tuviesen cárceles
clandestinas, ya que ese no era su modus operandi sino, más bien, el de los
elementos subversivos que las denominan «cárceles del pueblo»; añadiendo que
“un servicio de inteligencia no se dedica a la eliminación física o a las
desapariciones sino a obtener información y procesarla, para que los órganos de
decisión de más alto nivel del país tomen las resoluciones apropiadas”. Ese era
el motivo, la razón amoral justificadora de tal práctica sistemática y
selectiva de desapariciones por ambos sectores, por razones ideológicas y
políticas o simplemente fútiles.
Creía
la Corte que como “técnica destinada a producir no sólo la desaparición misma,
momentánea o permanente, de determinadas personas, sino también un estado
generalizado de angustia, inseguridad y temor” en la población era
relativamente reciente. De donde concluye que “el fenómeno de las
desapariciones constituye una forma compleja de violación de los derechos
humanos que debe ser comprendida y encarada de una manera integral”, por
tratarse de un delito contra la humanidad. La OEA, al estimarlo igualmente
agrega que «es una afrenta a la conciencia del hemisferio» (AG/RES.666) y
calificaba las desapariciones como «un cruel e inhumano procedimiento con el
propósito de evadir la ley, en detrimento de las normas que garantizan la
protección contra la detención arbitraria y el derecho a la seguridad e
integridad personal» (AG/RES. 742). “Ha implicado con frecuencia –añade la
Corte– la ejecución de los detenidos, en secreto y sin fórmula de juicio,
seguida del ocultamiento del cadáver con el objeto de borrar toda huella
material del crimen y de procurar la impunidad de quienes lo cometieron, lo que
significa una brutal violación del derecho a la vida”.
El
solo hecho del aislamiento prolongado y de la incomunicación coactiva,
representa, por si fuese poco, un tratamiento cruel e inhumano que lesiona la
integridad psíquica y moral de la persona y el derecho de todo detenido a un
trato respetuoso de su dignidad. Ninguna actividad del Estado, en suma, puede
fundarse sobre el desprecio a la dignidad humana, como lo hacen distintos
regímenes que la literatura contemporánea asustadiza llama “autoritarismos electivos”
o del siglo XXI.
Hiela
la sangre lo de San Miguel. De modo especial asusta lo ocurrido con el teniente
Ojeda Moreno. Un cable de 1978 publicado por El País trae a la
memoria que “el norteamericano Michael Townley, que trabajaba para la policía
política chilena (DINA) y presuntamente vinculado a la CIA, ha revelado al FBI
detalles sobre el atentado en Washington del 21 de septiembre de 1976 que le
segó la vida al exministro de Allende, el principal opositor al régimen militar
chileno de Augusto Pinochet, Orlando Letelier”. ¿Grupos de asalto venezolanos
en tierras australes?, cabe preguntar.
Que no
haya aparecido ante todos nosotros y en clímax teatral este príncipe de los
infiernos, hostis humani generis esculpido por la ideología y
obra de los manuales diseñados para las policías políticas, sólo prueba que la
hora de la normalización de la maldad, cuando resulta difícil discernir entre
el bien y el mal, ha llegado. No por azar, en Auschwitz, observando las lápidas
de las víctimas del Holocausto, Benedicto XVI interpela a sus oyentes: “Que del
lugar del horror surja y crezca una reflexión constructiva, y que recordar
ayude a resistir al mal”. Y si vale el silencio, que sea de grito interior en
todos: ¿Por qué toleramos esto?
Asdrúbal
Aguiar
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