Opus Dei 24 de febrero de 2024
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Comentario
al Evangelio del domingo de la 2.° semana de Cuaresma (Ciclo B). “Maestro, qué
bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra
para Elías”. La petición de Pedro expresa el deseo de todo corazón humano de
permanecer para siempre contemplando con gozo el rostro glorioso de Dios. A eso
hemos sido llamados, a la bienaventuranza eterna. Pero para llegar a ella, el
camino pasa por la Cruz.
Evangelio
(Mc 9,2-10)
Seis
días después, Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los
condujo, a ellos solos aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus
vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero
en la tierra puede dejarlos así de blancos. Y se les aparecieron Elías y
Moisés, y conversaban con Jesús. Pedro, tomando la palabra, le dice a Jesús:
—
Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías.
Pues
no sabía lo que decía, porque estaban llenos de temor. Entonces se formó una
nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube:
— Éste
es mi Hijo, el amado: escuchadle.
Y
luego, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie: sólo a Jesús con ellos.
Mientras
bajaban del monte les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto, hasta
que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos. Ellos retuvieron estas
palabras, discutiendo entre sí qué era lo de resucitar de entre los muertos.
Comentario
El
evangelio de Marcos sitúa esta escena en un momento delicado para los
apóstoles. Justo antes Jesús les había dicho con toda crudeza, que “si alguno
quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me
siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su
vida por mí y por el Evangelio la salvará” (Mc 8,34-35). Es comprensible el
desconcierto y temor de sus discípulos ante una advertencia tan grave.
Por
eso, ahora quiere alimentar su esperanza, manifestando su gloria ante Pedro,
Santiago y Juan. Sube a un monte alto, acompañado en primer lugar por tres
discípulos, de modo análogo a como Moisés subió al monte Sinaí acompañado por
Aarón, Nadab y Abihú, seguidos por los ancianos del pueblo (Ex 24,9). Estos
mismos tres apóstoles serían aquellos a los que llamaría en Getsemaní para que
lo acompañasen más de cerca, mientras los demás quedaban algo más retirados del
lugar donde Jesús rezaba en agonía (Mc 14,33). Contrastan las escenas de
esplendor gozoso y sufrimiento angustiado en las que Pedro, Santiago y Juan lo
acompañan, pero, a la vez, ambas están inseparablemente relacionadas. No hay
gloria sin cruz.
Elías
y Moisés, que habían contemplado la gloria de Dios y recibido su revelación en
el monte llamado Horeb o Sinaí (cf. 1 R 19,8 y Ex 24,15-16), estaban junto a
Jesús en este monte alto cuando “se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se
volvieron deslumbrantes y muy blancos; tanto, que ningún batanero en la tierra
puede dejarlos así de blancos” (vv. 2-3). Ahora contemplan la gloria y hablan
con aquel que es la revelación de Dios en persona.
Pedro
no puede acallar su alegría y exclama: “Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos
tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” (v. 5). Su
petición expresa el deseo de todo corazón humano de permanecer para siempre
contemplando con gozo la gloria de Dios. A eso hemos sido llamados, a la
bienaventuranza. Con esos mismos sentimientos clamaba San Josemaría haciendo
oración mientras predicaba: “¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así,
contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca,
nunca, en esa contemplación! ¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para
quedar herido de amor a Ti!”.
Desde
la nube de luz que los envuelve se oyen unas palabras llenas de significado:
“Éste es mi Hijo, el amado: escuchadle” (v.7). La expresión “mi Hijo, el Amado”,
es un eco de aquella en la que Dios se dirige a Abrahán para pedirle que le
sacrifique a su hijo Isaac: toma a “tu hijo, el amado” (Gn 22,2). De este modo
se establece un paralelo entre la dramática escena del Génesis en la que
Abrahán está dispuesto a sacrificar a Isaac, que lo acompaña sin resistencia, y
el drama que se consumó en el Calvario donde Dios Padre ofreció a su Hijo en
sacrificio asumido voluntariamente para la redención del género humano. Por su
parte, el añadido “escuchadle” tiene resonancias claras de las palabras que el
Señor dirige a Moisés en el Deuteronomio: “el Señor, tu Dios, suscitará de ti,
entre tus hermanos, un profeta como yo; a él habéis de escuchar” (Dt 18,15).
Aquel que es el Hijo al que su padre Dios entrega a la muerte, Jesús, es a la
vez aquel profeta como Moisés al que hay que escuchar.
“De
este episodio de la Transfiguración quisiera tomar dos elementos significativos
–decía el Papa Francisco–, que sintetizo en dos palabras: subida y descenso.
Nosotros necesitamos ir a un lugar apartado, subir a la montaña en un espacio
de silencio, para encontrarnos a nosotros mismos y percibir mejor la voz del
Señor. Esto hacemos en la oración. Pero no podemos permanecer allí. El
encuentro con Dios en la oración nos impulsa nuevamente a ‘bajar de la montaña’
y volver a la parte baja, a la llanura, donde encontramos a tantos hermanos
afligidos por fatigas, enfermedades, injusticias, ignorancias, pobreza material
y espiritual. A estos hermanos nuestros que atraviesan dificultades, estamos
llamados a llevar los frutos de la experiencia que hemos tenido con Dios,
compartiendo la gracia recibida”.
Tomado
de: https://opusdei.org/es/gospel/
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