Francisco Fernández-Carvajal 22 de febrero de 2024
@hablarcondios
— El
pecado es personal. Sinceridad para reconocer nuestros errores y flaquezas.
Necesidad de la penitencia.
— El
pecado personal tiene efectos en los demás. Reparar por los pecados del mundo.
Penitencia y Comunión de los Santos.
—
Penitencia en la vida ordinaria, en el servicio a las personas que nos rodean.
I. La
eficacia de la auténtica penitencia, que es la conversión del corazón a Dios,
puede perderse si se cae en la tentación, frecuente antes y ahora, de soslayar
que el pecado es personal. En la Primera lectura de la Misa, el profeta
Ezequiel pone en guardia a los judíos de su época para que no olviden la gran
lección del destierro, pues lo veían como algo inevitable y fraguado de antiguo
por los pecados de otros. El Profeta declara que el castigo es consecuencia de
los pecados actuales de cada individuo. El Espíritu Santo nos habla, a través
de sus palabras, de la responsabilidad individual y, por tanto, de la
penitencia y de la salvación personal. Así dice el Señor: El que peca,
ese morirá; el hijo no cargará con la culpa del padre, el padre no cargará con
la culpa del hijo; sobre el justo recaerá su justicia, sobre el malvado recaerá
su maldad1.
Dios quiere que el pecador se convierta y viva2, pero este ha de cooperar con su arrepentimiento y sus obras de penitencia. «El pecado –dice Juan Pablo II–, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad»3. Descargar al hombre de esta responsabilidad «supondría eliminar la dignidad y la libertad de las personas, que se revelan –aunque sea de modo tan negativo y tan desastroso– también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el mérito de la virtud o la responsabilidad de la culpa»4.
Por
eso, es una gracia del Señor no dejar de arrepentirnos de nuestros pecados
pasados ni enmascarar los presentes, aunque sean solo imperfecciones, faltas de
amor... Que podamos decir nosotros también: porque yo conozco mi
iniquidad, y mi pecado está siempre delante de mí5.
Es cierto que confesamos un día nuestras culpas y el Señor nos dijo: Anda,
vete y no peques más6.
Pero los pecados dejan una huella en el alma. «Perdonada la culpa, permanecen
las reliquias del pecado, disposiciones causadas por los actos precedentes;
quedan, sin embargo, debilitadas y disminuidas de manera que no dominan al
hombre, y están más en forma de disposición que de hábito»7.
Además existen pecados y faltas no advertidas por falta de espíritu de examen,
por falta de delicadeza de conciencia... Son como malas raíces que han quedado
en el alma y que es necesario arrancar mediante la penitencia para impedir que
generen frutos amargos.
Son
muchos los motivos para hacer penitencia en este tiempo de Cuaresma, y debemos
concretarla en cosas pequeñas: mortificación en las comidas –como la
abstinencia que manda la Iglesia–, vivir la puntualidad, guardar la
imaginación... Y también, con el consejo del director espiritual, del confesor,
otras mortificaciones de más relieve, que nos ayuden a purificar nuestra alma y
a desagraviar por los pecados propios y ajenos.
II. El
pecado deja una huella en el alma que es preciso borrar con dolor, con mucho
amor. Por otra parte, aunque el pecado es siempre una ofensa personal a Dios,
no deja de tener sus efectos en los demás. Para bien o para mal estamos
constantemente influyendo en quienes nos rodean, en la Iglesia, en el mundo. No
solo por el buen o el mal ejemplo que damos o por los resultados directos de
nuestras acciones. «Es esta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel
religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la
comunión de los santos, merced a la cual se ha podido decir que “toda alma
que se eleva, eleva al mundo”. A esta ley de la elevación corresponde,
por desgracia, la ley del descenso, de suerte que puede hablarse de
una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el
pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras
palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más
estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo
pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño, en todo
el conjunto eclesial y en toda la familia humana»8.
Nos
pide el Señor que seamos motivo de alegría y luz para toda la Iglesia. Será una
gran ayuda en medio de nuestro trabajo y de nuestros quehaceres pensar en los
demás, sabernos ayuda –también en la penitencia– para todo el Cuerpo Místico de
Cristo, y en especial para aquellas personas que, en el caminar de la vida, el
Señor ha puesto junto a nosotros y con las que mantenemos una especial unión: «Si
sientes la Comunión de los Santos –si la vives–, serás gustosamente hombre
penitente. —Y entenderás que la penitencia es “gaudium, etsi
laboriosum”-alegría, aunque trabajosa-: y te sentirás “aliado” de todas las
almas penitentes que han sido, son y serán»9.
«Tendrás más facilidad para cumplir tu deber al pensar en la ayuda que te
prestan tus hermanos y en la que dejas de prestarles, si no eres fiel»10.
La
penitencia que nos pide el Señor, como cristianos en medio del mundo, ha de ser
discreta, alegre...; que quiere pasar inadvertida, pero no deja de traducirse
en abundantes hechos concretos. Por lo demás, tampoco importa mucho
si alguna vez se advierte. «Si han sido testigos de tus debilidades y miserias,
¿qué importa que lo sean de tu penitencia?»11.
Si otras personas han sido testigos de nuestro mal genio o falta de amor, o de
nuestra pereza, o de otros pecados, no nos debe importar que sepan y
vean que estamos reparando esas debilidades.
III. La
vida del cristiano puede estar llena de esta penitencia que Dios ve:
ofrecimiento de la enfermedad o del cansancio, rendimiento del propio juicio,
trabajo acabado y bien hecho por amor a Dios, orden en las cosas personales.
Una
penitencia especialmente grata al Señor es aquella que recoge muchas muestras
de caridad y que tiende a facilitar hacia otros el camino hacia Dios,
haciéndoselo más amable.
En el
Evangelio de la Misa de hoy nos dice el Señor: si cuando vas a poner tu
ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas
contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y ve primero a reconciliarte con
tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda12.
Nuestro ofrecimiento al Señor debe ir acompañado de la caridad. Entre las
mejores muestras de penitencia están las que hacen referencia al amor a los
demás: el saber pedir perdón cuando hemos ofendido a los demás; el sacrificio
que supone la formación de alguien que tenemos a nuestro cargo; la paciencia;
el saber perdonar con prontitud y generosidad... A este respecto dice San León
Magno: «Aunque en todo tiempo haga falta aplicarse a santificar el cuerpo,
ahora sobre todo, durante los ayunos de la Cuaresma, debéis perfeccionaros por
la práctica de una piedad más activa. Dad limosna, que es muy eficaz para
corregirnos de nuestras faltas; pero perdonad también las ofensas, abandonad
las quejas contra aquellos que os han hecho algún mal»13.
«Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos claramente, sin
rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y dejemos todo en las
manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio –Iesus autem tacebat (Mt 26,
63), Jesús callaba–, si se trata de ataques personales, por brutales e
indecorosos que sean»14.
Acerquémonos
al altar de nuestro Dios sin el menor peso de enemistad o de rencor. Por el
contrario, procuremos llevar muchas muestras de comprensión, de cortesía, de
generosidad, de misericordia.
Así
seguiremos a Cristo por el Vía Crucis que Él nos marcó y que le llevó a ser
clavado en la Cruz: «—Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (Lc 23,
34).
»Es el
Amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz, todos sus gestos y
todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte (...).
»Y
nosotros, rota el alma de dolor, decimos sinceramente a Jesús: soy tuyo, y me
entrego a Ti, y me clavo en la Cruz gustosamente, siendo en las encrucijadas
del mundo un alma entregada a Ti, a tu gloria, a la Redención, a la
corredención de la humanidad entera»15.
Nuestra
Madre Santa María nos enseñará a encontrar muchas ocasiones para ser generosos
en la entrega a quienes están a nuestro lado en el quehacer de todos los días.
1 Ez 18,
21. —
2 Cfr. Ez 18,
23. —
3 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia,
2-XII-1984, 16. —
4 Ibídem.
—
5 Sal 50,
5. —
6 Cfr. Jn 8,
11. —
7 Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 86, a. 5 c. —
8 Juan
Pablo II, loc. cit. —
9 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 548. —
10 Ibídem,
n. 549. —
11 Ibídem,
n. 197. —
12 Mt 5,
23-24. —
13 San
León Magno, Sermón 45 sobre la Cuaresma. —
14 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 72. —
15 ídem, Vía
Crucis, XI.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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