Fernando Mires en el Blog POLIS 27-04-2012
Me había
propuesto escribir sobre las elecciones de Abril en Francia. Mas, ¿podía decir
algo nuevo después que miles ya han escrito sobre el mismo tema?
Ya todo el
mundo sabe que las elecciones francesas trajeron consigo tres grandes noticias.
La primera, la derrota de un mandatario que había logrado mantener a flote la
economía del país en medio de una feroz crisis mundial. La segunda, el
amenazante avance del “lepenismo”, variante post-moderna del fascismo del siglo
XX. La tercera, el hasta hace poco inesperado repunte de los socialistas.
De esas tres
noticias, el repunte socialista parece ser un acontecimiento que puede tener
cierta relevancia en otros países europeos. Los socialdemócratas alemanes,
quienes ya estaban resignados a ser derrotados por el pragmatismo inclaudicable
de la Merkel, los socialistas escandinavos, e incluso los socialistas españoles
por quienes nadie da un “duro”, han sentido revivir en sus venas ese oscuro
deseo del poder. El mismo poder sin el cual un político no merece ejercer su
profesión.
No todo está
entonces perdido para la “causa socialista”; esa es hoy una de las opiniones
predominantes.
El tema
también puede ser reformulado así: es posible que el proyecto (estatista,
obrero, industrial) del socialismo democrático se haya hundido junto con la
modernidad, pero los partidos socialistas sobreviven y, en algunos casos,
gobiernan en medio de una era post-industrial que tal vez no entienden. Incluso
la oportunidad de que tales partidos realicen una apertura hacia nuevos temas
-los de la ecología, los de género, los de las “indignaciones” frente a la extrema
racionalización de la vida, los de la digitalización de las relaciones humanas,
y muchos más- no hay que descartarla del todo.
No son pocos
los socialistas que hablan, por ejemplo, de una “cuarta vía”, una que cursará
ya no entre capitalismo y socialismo (léase: libre mercado o estatismo) como
fue el propósito de “la tercera” -la de Tony Blair, la de Anthony Giddens- sino
“más allá” de las tres: en esa superficie marcada por una realidad cuyos
actores y temas no son los mismos que signaron las terribles tragedias del
siglo XX.
Al haber
sido desalojados de diferentes gobiernos, los socialistas han tenido la
oportunidad de renovar discursos, personas, e incluso rígidas estructuras
internas. En ese sentido el lugar de la oposición les ha ofrecido una posibilidad
terapéutica que no habrían podido obtener de otro modo. Ese es justamente el
sentido de la rotación en el poder en torno a ese “vacío” (Lefort) que ninguna
fuerza humana puede –ni debe- llenar totalmente
Nadie tiene
derecho a ocupar el poder durante una eternidad. Mas aún, en una democracia el
poder es ejercido no sólo desde el gobierno sino también desde la oposición. En
Europa hay incluso partidos que para seguir manteniéndose en el gobierno
aplican los programas de la oposición. Lo dicho es también válido en algunos
países latinoamericanos. Para poner dos ejemplos: José Mujica en Uruguay
realiza un programa de derecha en nombre de la izquierda y Juan Manuel Santos
realiza un programa de izquierda en nombre de la derecha. Lula, a su vez,
realizó ambos al mismo tiempo.
También
tiene validez latinoamericana el hecho de que la oposición, bajo condiciones
democráticas, sea el lugar de la recomposición de partidos que en algún momento
ocuparon el poder político y desde ahí fueron desalojados portando el estigma
de la más alta y posible corrupción. El caso más espectacular ha sido sin duda
el del retorno político del PRI, en México.
Efectivamente,
cuando en México el monopartidismo estatal de tipo soviético y/o otomano que
ejerció durante tantas décadas el PRI, se vino abajo (2006), muchos pensamos
que el PRI sucumbiría junto con su mafioso “sistema”. Hoy, sin embargo,
asistimos al retorno del PRI reunificado en torno a su candidato, líder, y
probablemente futuro presidente: Enrique Peña Nieto. Mas, ese PRI ya no es el de antes. El de ahora no es
un partido despótico, y no lo es no porque sus dirigentes no quieran sino
porque no pueden. El PRI es uno entre otros, uno que compite en el marco de un
orden muy distinto al que ese mismo partido impuso en un no tan lejano pasado.
Los pueblos,
se dice, tienen mala memoria. O tal vez son condescendientes con aquellos que,
después de haber sido derrotados son capaces de levantarse y aceptar nuevas
condiciones del juego. Lo vimos recientemente en el Perú. Si no hubiera sido
por la rápida decisión de sus más lúcidos políticos, quienes decidieron cerrar
filas en torno a Ollanta Humala, hasta el “fujimorismo”, con toda su tenebrosa
historia a cuestas, y con la mayoría de sus antiguos dirigentes en puestos
decisivos, habría podido retornar en gloria y majestad. Probablemente eso
ocurrirá alguna vez, pero antes el fujimorismo deberá pagar algunas
penitencias, renovar sus cuadros políticos y transformarse, como sucedió con el
PRI, en un partido verdaderamente constitucional.
En una
democracia la posibilidad del retorno no está negada a nadie. La transformación
de un partido autocrático en uno democrático, tampoco. Incluso en Venezuela,
país donde ha emergido una combativa y organizada oposición al régimen
pro-totalitario que allí impera, la posibilidad de que el chavismo, cuando sea
desalojado del poder, regenere sus “podridas cúpulas” y retorne a la
competencia política, no está del todo negada.
En relación
con este último caso, mi tesis es la siguiente: “Solo una derrota electoral
puede salvar políticamente al chavismo”. ¿Salvarlo de qué? La respuesta es muy
simple: de sí mismo.
Sobre la
base de esa tesis, escribiré muy pronto un nuevo artículo.
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