Por Lissette González, 02/04/2012
Dícese de aquel investigador o consultor que emite
conclusiones basándose únicamente en sus análisis estadísticos o sus modelos
teóricos, teniendo poco o ningún contacto con esa realidad que pretende
conocer. (La caricatura es de El Roto, tomada de El País
Cuando
era joven y daba mis primeros pasos en esta carrera empecé a trabajar, como
casi todo el mundo, de encuestadora. En el marco de proyectos diseñados por
investigadores más experimentados, visité zonas populares urbanas y rurales
recogiendo datos, observando, conversando con la gente y luego transmitía toda
esa información a quienes correspondía
analizar y redactar el informe.
Al iniciarse el Proyecto Pobreza
ya mi estatus había mejorado y entonces trabajé en el diseño del cuestionario,
en el muestreo, en el entrenamiento de los encuestadores y una que otra visita
de supervisión. Desde entonces, no he vuelto a trabajar en ningún proyecto que
implique mi trabajo directo en campo, lo cual tiene que ver con mi creciente
interés por el análisis estadístico y la construcción de modelos explicativos,
que sólo requieren del acceso a una buena base de datos.
En los últimos años, sin embargo,
me ha preocupado si toda esa sofisticación metodológica da cuenta de lo que
ocurre en la realidad. Esta inquietud no es
en absoluto original, múltiples manuales de metodología abordan este
problema: a medida que el proceso de investigación se estandariza, se objetiva,
se formaliza con el propósito de asegurar la confiabilidad de la información
recolectada, crece la distancia entre el investigador y las situaciones sobre
las que intenta dar cuenta. Por ello, además de probar neuróticamente mis
hallazgos usando distintas fuentes, distintos métodos estadísticos, como mi
trabajo trata de explicar la pobreza y la desigualdad, no suelo perder
oportunidad de visitar comunidades populares con cualquier excusa.
En diciembre de 2010 visité
refugios de damnificados en Antímano y Carapita con los voluntarios de la UCAB,
en marzo de 2011 visité comunidades rurales beneficiarias del Programa Hambre
Cero de la Gobernación de Miranda, hace un par de semanas visité Catuche en
Caracas donde se iniciará pronto un trabajo de nuestros estudiantes para
cumplir su servicio comunitario y hace 5 días visité nuevamente comunidades
rurales de Miranda donde un nutrido grupo de estudiantes realiza su trabajo de
campo.
Salir de la cotidianidad, de la
oficina implica la posibilidad de observar tantos detalles: como el incendio de
los bucares en flor rodeando la vía, como el estado de las carreteras rurales
que si llueve impide la salida de las cosechas, como la publicidad que adorna
las múltiples obras inconclusas. Pero, por supuesto, lo más valioso es la gente
que conoces en ese breve viaje. Como la señora Luisa que gentilmente nos
ofreció café en Tapipa y al final nos dijo “Nosotros también tenemos nuestro
Guarapiche”, mientras nos mostraba cómo salía agua lodosa de la tubería
recientemente instalada por el gobierno nacional. O los señores de
mantenimiento de la Gobernación de Miranda que encontramos en Salmerón con su
uniforme, que nos cuentan los múltiples enfrentamientos con la Alcaldía
(oficialista) para poder cumplir con su trabajo. O Luis Carlos, el promotor de la Gobernación
que me acompañó en el viaje, un muchacho de 25 años con tanto entusiasmo por su
trabajo, que conoce el nombre y las necesidades de los promotores de cada
parroquia, que tiene una hija de 2 años
a la que adora, que quiere seguir estudiando, que ahora que la niña está más
grande también quiere que estudie y eche pa’lante su mujer, con tanta
esperanza, tantos planes. Y en ese momento calladamente yo me pregunto cómo nos
la hemos ingeniado para construir una institucionalidad capaz de frenar tanto
empuje.
Como ven, en estas visitas no
recojo sistemáticamente nada que pueda ser de utilidad directa para cuando esté
en mi computadora escribiendo sobre movilidad social, sobre los factores que
inciden en mayores o menores oportunidades para distintos grupos de población.
Sin embargo, es importante no olvidar que la gente no se reduce a las variables
de nuestros estudios, que cuando hablamos de la pobreza o de los pobres no nos
estamos refiriendo a víctimas que están esperando nuestra gesta sociológica
heroica. De hecho, ellos se las arreglan sin tener la menor conciencia de
nuestro trabajo, sin esperarlo. Cada comunidad, por pobre que sea, cuenta con
grupos de gente que se organiza, que trabaja todos los días para mejorar esas
condiciones adversas de su entorno.
Volviendo al tema del oficio del
investigador social, muchas veces creemos que nuestro trabajo es valioso porque
usamos los métodos estadísticos que acaban de publicarse en el último journal,
porque tenemos muchos lectores o porque nos invitan a programas de radio y
televisión. Creo que nada de eso da cuenta de la validez de nuestras
investigaciones, de su capacidad de acercarse a la realidad que queremos
estudiar. Sin embargo, en el investigador este problema es relativamente
inocuo: si su trabajo no representa fielmente el problema que está estudiando,
futuros investigadores falsearán sus conclusiones y el conocimiento avanzará en
el sentido correcto. Más complicado es el rol del sociólogo que asesora, el que
toma decisiones de política. Ahí sí sus conclusiones, válidas o no, tienen
efecto directo sobre la vida de cientos, miles, millones de personas. Son, en
su mayoría, sociólogos de escritorio, como yo misma: tanto trabajo, tanta
responsabilidad no deja tiempo para dedicar mucho espacio a conocer en directo
esa realidad sobre la que decide. Ojalá a ellos también eso les preocupe, ojalá
no hayan olvidado que como en cualquier otra ciencia lo que corresponde es la
duda metódica, ojalá no vayan por ahí convencidos que son dueños de verdades
incontrovertibles.
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