Por Fernando Mires en el Blog POLIS
Todavía,
cuando aún no se apagan los ecos de protesta frente al atroz asesinato cometido
en Santiago de Chile en la persona del joven homosexual Daniel Zamudio.
Todavía, cuando la mayoría de los intelectuales latinoamericanos señalan que lo
ocurrido en Chile no fue un accidente sino expresión de una cultura que ha
hecho del machismo una ideología dominante. Todavía, cuando hasta los más
iletrados comienzan a entender, después de la muerte de Zamudio, que la
homofobia es una de las formas que asume “el odio al prójimo” -ese mismo odio
que otras veces convierte en objetos a los enfermos (físicos y psíquicos), a
los “negros”, “judíos”, “extranjeros” y, no por último, a las mujeres-. Y
todavía, después de todo eso, leo, sin poder creer, las palabras del Ministro
del Exterior venezolano Nicolás Maduro, quien en un discurso pronunciado en las
afueras de la Embajada de Cuba en Caracas, transmitido por la televisión
estatal, utilizó la palabra “mariconson” al lado de la palabra fascista para
insultar al candidato electoral de la oposición.
Que en los
bajos fondos, en las cárceles o en los cuarteles, los homosexuales sean objeto
de escarnio, es lacra imputable al inventario de una cultura que ha hecho de
“la destrucción del otro” uno de sus signos más notorios. Pero cuando un
Ministro del Exterior -es decir, un personero en contacto con el mundo, alguien
que se codea con políticos cosmopolitas, quien ha conocido en sus viajes a
países y culturas- vitupera al prójimo con el calificativo de “mariconson”,
llevaría en cualquier país medianamente democrático –no sólo en Europa- a
exigir la inmediata renuncia del indigno funcionario.
Usar,
además, la palabra “mariconson” justo al lado de la palabra fascista, delata la
perversidad ideológica de un hombre, quizás de un régimen, quienes, al negar el
derecho a la diferencia en todas sus formas, se convierten, por eso mismo, en
enemigos radicales de la libertad.
No. No, la
de Maduro no fue “una picada de mosquito”. La de Maduro fue una afrenta, no
sólo al candidato opositor, sino a la misma condición humana; una afrenta que
traspasa partidos e ideologías, incluyendo a quizás cuantos chavistas que
necesitan de sus diferencias para habitar en ese mundo privado al cual ningún
personaje público debería tener jamás acceso.
Hitler envió
a los homosexuales a morir en los campos de concentración. Trujillo los usaba
como alimento de caimanes. Fidel Castro, cuando era mandatario y no gurú, se
refería en una sola tirada a “gusanos y homosexuales”. A esa odiosa especie
pertenece el ministro Nicolás Maduro.
Hay veces en
las que el sentido último de la política – sentido que se expresa en sus
momentos más existenciales como el que hoy vive Venezuela- es la lucha en
contra de la maldad. Eso significa, si se me permite una leve utopía, que si la
maldad fuera alguna vez políticamente derrotada, nunca alguien como Nicolás
Maduro podría ser ministro de nada. En el mejor de los casos ocuparía el cargo
de simple y torvo matón de lupanar.
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