Escrito por Francisco Gámez Arcaya
Miércoles, 25 de Abril de 2012
En
la década de 1970 comenzó a consolidarse la crisis política venezolana que
todavía padecemos. Desde esos tiempos se parte de la idea (hoy convertida en
tabú) de que el petróleo es y será del pueblo mientras Pdvsa sea propiedad del
Estado. De ahí que la bonanza petrolera, el populismo y la consolidación de
liderazgos mesiánicos en la presidencia han sido la pauta desde ese entonces.
En ese devenir, mientras cada jefe de turno repartía dinero ajeno a sus anchas,
fundaba empresas públicas inútiles o intentaba consolidarse como líder
continental, la figura de los partidos políticos se iba desacreditando por la
corrupción interna que también gozaba del festín embriagado de hidrocarburos.
Con el tiempo, surge naturalmente la necesidad de prescindir de los partidos,
que no eran más que un estorbo y una costosa alcabala en la relación del pueblo
con su líder dadivoso. En otras palabras, el caudillo, con su carisma y sus
destellos de genialidad sobrenatural iluminados con el brillo de los
petrodólares, sustituye al partido político decrépito, corrupto y carente de
ideas.
Bajo estas circunstancias y al paso del tiempo, el Mesías de turno siente la obligación de seguir repartiendo y el pueblo el derecho de seguir recibiendo. Lo cierto del caso es que el éxito político del modelo populista ha sido directamente proporcional al ingreso petrolero y a la capacidad de encantamiento del líder que mande. Por esos motivos, cuando ha caído el precio del petróleo y la pobreza se ha extremado, la causa de los males no ha sido la falta de seguridad jurídica, la producción ineficiente, la falta de estímulos a otros sectores de la economía, sino la corrupción y, en definitiva, la traición del líder.
Finalmente, en la década de los 90s, en un arrebato de despecho por las traiciones cometidas por los Mesías presidenciales, resurge un fantasma que había estado dormido por algunas décadas: el militarismo. Un mismo sistema mesiánico, paternalista, clientelar, pero con actores distintos y un ingrediente adicional y foráneo: el odio. Este vaivén populista de bonanzas y penurias, de endeudamientos irracionales que buscan continuar la fiesta, de tímidos ensayos y rotundos fracasos han marcado la pauta de estos tiempos.
Sin embargo, este modelo de la llamada IV República está concluyendo su ciclo vital. Ha llegado a los límites más inoperantes y de lejos se percibe su envejecimiento terminal. Vendrá entonces una nueva conducción política moderna, dirigida por liderazgos renovados que apuesten al talento y al trabajo de la gente como motor para el desarrollo. Líderes que ya han marcado la diferencia en instancias menores de poder. Una dirección política desvinculada de esta IV República que padecemos hoy y que permanece enquistada desde hace más de treinta y cinco años en Venezuela. Se avecina un porvenir donde el Estado, sin desatender con urgencia y eficiencia las situaciones de pobreza y necesidad, promueva la verdadera libertad de los ciudadanos, convertidos hoy en mendigos, para que a través de sus capacidades y en ejercicio de sus talentos crezcan, se desarrollen y se hagan independientes y soberanos de sus propios destinos.
@GamezArcaya
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