Por Vladimiro Mujica, 16/05/2013
El Gobierno por una parte acusa a los
empresarios de la escasez pero después los llama al diálogo y les pide ayuda.
Giuseppe Tomasi di Lampedusa inmortalizó en
El Gatopardo la frase de uno de los personajes de su obra “Si queremos que todo
siga como está, necesitamos que todo cambie”. Poco tardó en introducirse el
término gatopardismo para referirse a las transformaciones políticas o sociales
cuyo propósito deliberado es conservar intacta la estructura de poder al tiempo
que se introducen cambios que se declaran fundamentales pero terminan por ser
superficiales.
La conducta más reciente del gobierno de
Nicolás Maduro se ha ido convirtiendo en poco tiempo en un ejemplo protuberante
de gatopardismo. Enfrentados a una crisis de dimensiones sin precedentes en
prácticamente todos los ámbitos de la vida nacional, el gobierno ofrece un
espacio de “diálogo” que está condicionado a que se apacigüe la crítica
respecto al hecho político fundamental de que existen reservas muy bien
fundadas acerca de la transparencia de las elecciones presidenciales.
La estrategia del gobierno se ha ido haciendo
cada vez más ostensible.
Tomemos por ejemplo el tema del
desabastecimiento: por un lado se trata de señalar a los sectores industriales
nacionales como responsables de una crisis que ha provocado el propio gobierno
con su estrategia de asfixiar a la empresa privada y el manejo absurdo y
terriblemente enrevesado del crucial tema de las divisas; por otro lado se les
invita a dialogar para solicitar su cooperación en una farsa propagandística
que pretende esconder la responsabilidad que tienen catorce años de políticas
equivocadas y desvariadas. Lo mismo se aplica al sector petrolero: el uso de
Pdvsa como caja de la revolución ha conducido a un proceso de desinversión
masivo y, en la práctica, a la entrega de buena parte de la industria y de
nuestros recursos a manos extranjeras. Pero el gobierno ataca a los
“imperialistas” que manejan el gran negocio petrolero al tiempo que les pide
ayuda para poder atender los compromisos comerciales de la aporreada industria
estatal venezolana.
Un asunto de vital importancia para preservar
las opciones del juego democrático en Venezuela, aun bajo las severas
condiciones que impone el lidiar con un gobierno y un movimiento político que
no creen en la democracia sino solamente como un camino para imponer un
supuesta visión revolucionaria que es cada vez más impopular, es entender que
debe mantenerse un delicado balance entre la conflictividad social y el manejo
de las opciones políticas. Esto tiene consecuencias en todos los ámbitos.
Tomemos por ejemplo el conflicto gremial universitario. Es evidente que el
gobierno mantiene una campaña de acoso contra las universidades, una de cuyas
expresiones más perversas es mantener salarios de hambre para los profesores. Esto
conduce a las organizaciones gremiales a plantearse una visión sectorial del
conflicto que, en mi opinión, conduce a un callejón sin salida. En otras
palabras, el conflicto de las universidades no tiene solución mientras no se lo
vincule con la dinámica política nacional. Una huelga indefinida, que no esté
coordinada con otros sectores, por ejemplo los sindicatos y los estudiantes por
mencionar a dos de los más importantes, puede conducir a mucho más agotamiento
y frustración de las universidades, esenciales para el país y maltratadas por
el gobierno por no someterse al “proceso revolucionario”.
Por otro lado, este grado de coordinación de
la conflictividad social no es posible sino alrededor del liderazgo de la
oposición democrática. De ahí la admonición de Capriles sobre la inconveniencia
de un paro universitario aislado.
En la práctica, se puede alcanzar un estado
virtuoso de rebelión democrática no violenta combinando con sabiduría política
los espacios de desobediencia civil con los de la conflictividad social. El
objetivo último tiene que ser llevar al gobierno a abandonar su conducta
gatopardiana y a aceptar que no pueden manejar al país a su antojo y que el
diálogo no puede ser interpretado como una farsa para acallar la protesta sino
como un mecanismo genuinamente democrático de reunificar y reconciliar al país.
El gobierno y la oligarquía chavista
entienden a cabalidad que en el horizonte se puede estar armando la “tormenta
perfecta” de la inestabilidad social provocada por los terribles desaciertos
acumulados después de 14 años.
Esa comprensión incluye entender que el
desasosiego no se limita a las filas de los sectores opositores sino que
incluye a mucha gente de los propios apoyos del chavismo que observan cómo el
ciclo de promesas incumplidas está llegando a término. La inestabilidad y el
caos no le convienen a nadie, uno, porque significa más sufrimiento para todos
con consecuencias imprevisibles, y dos, porque abre la puerta para que opciones
militaristas y aún más autoritarias de las que hemos padecido se refuercen. El
fin del gatopardismo chavista puede estarse acercando, impuesto por la dura y
terca realidad, como diría Lenin, pero también por la convicción de mucha gente
sensata de que si no se emprende un diálogo sincero la única puerta abierta que
va quedando para acallar las protestas de la gente es la represión.
Vladimiro Mujica es miembro de la ONG Compromiso Ciudadano
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