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martes, 29 de abril de 2014

EL MILAGRO DE LA VIDA



Fernando Mires 29 de abril de 2014

A propósito de la santificación de dos papas en virtud de  sus supuestos milagros,  no pocos se hacen la siguiente pregunta:  ¿A quién quiere impresionar la Iglesia con esas supersticiones desprovistas de razón y fe, dignas de hechiceros o brujos? 

A los que guardamos un respeto inmenso a todas las religiones, la malévola pregunta nos deja sin respuesta. ¿Cómo defender a la Iglesia de sus inquisidores agnósticos y ateos? Incluso para los que creemos en milagros el tema no deja de ser complicado. Pues hay razones de peso, difíciles de contrarrestar: ¿Para hacer milagros hay que ser católico? ¿Es que los seres piadosos de otras religiones no son capaces de hacer milagros? Y ya que los milagreros católicos se dedican a curar enfermos ¿para hacer milagros hay que ser curandero? Afortunadamente no todos los días alguien es canonizado. De otra manera médicos y farmacéuticos estarían sin trabajo. O en huelga.

Sin embargo, pienso que los milagros existen. Más todavía, afirmo  sin temor a provocar que los milagros son hechos racionales, tan racionales como una fórmula física, como un logaritmo o como un tratado de lógica instrumental. Quizás debo explicarme: 

Entiendo por milagro lo mismo que entendía San Agustín: Un acontecimiento que "siendo arduo e insólito parece rebalsar las esperanzas posibles y la capacidad del que lo contempla" (De Utilitate Credendi). 

La definición es buenísima. Por una parte se trata de un acontecimiento insólito; por otra, de uno que supera las esperanzas y nuestra capacidad de entender. Y no por último, uno que requiere de la presencia de un sujeto: el o los que los contemplan. Porque sin espectadores, así como en el cine, no hay milagros. 

La definición de Agustín era, además, estrictamente etimológica. La palabra milagro viene de la palabra latina miracolum de donde proviene el verbo mirari que significa algo así como mirar con admiración. Entre los romanos del tiempo agustino (siglo 3 DC), la palabra miracolum formaba parte del léxico cotidiano hasta el punto que, cada vez que alguien quería decir, esto es difícil de comprender, decía: "esto es un miracolum"


La definición del santo de Hipona (en su vida no era tan santo) proviene también de lo más profundo de la tradición cristiana, es decir, del pueblo judío. Porque la verdad es que el llamado Antiguo Testamento no se queda corto en narraciones milagrosas. Algunos de esos milagros fueron fabulosos: El de las aguas cuando se convirtieron en sangre (Éxodo 7: 20-24) El de las Aguas del Mar Rojo (Éxodo 14: 21-31) El del maná que cayó del cielo (Éxodo 15:14-35) El del agua que brotó de la roca (Números 20: 7-11) El de Daniel y los leones (Daniel 6: 16-23) El de Jonás y la ballena (Jonás 2:1-10) El de la estatua de sal (Génesis 19: 26) El de la zarza ardiente (Éxodo 3), y tantos llevados a la pantalla por la Metro Goldwin Meyer y la Century Fox en producciones gigantescas como las de Dino di Laurentis, entre otros

No obstante, hay una diferencia formal entre los milagros judíos y los cristianos. 

Los milagros de la religión judía son, en su gran mayoría, realizados directamente por Dios quien interviene cada cierto tiempo a favor de su pueblo torciendo la nariz de la historia, la de la naturaleza, e incluso la de la geografía. Los milagros cristianos en cambio son, en su mayoría, personales, es decir, realizados por personas de acuerdo a una supuesta dote sobrenatural concedida por la divinidad. ¿Es una contradicción teológica? No necesariamente. 

Si analizamos el discurso del cristianismo originario, los milagros de Jesús también fueron realizados directamente por Dios ya que para los cristianos Cristo es Dios, Dios hecho hombre. No un representante de Dios, entiéndase bien, no sólo un enviado de Dios, sino Dios, Dios en persona. No mitad Dios y mitad hombre. Ningún híbrido. Dios hecho a sí mismo a escala humana.
Jesús, desde esa perspectiva, no sólo es hijo de Dios, es también el Padre en el Hijo, ambos unidos por el Espíritu Santo (quien me ha visto a mí ha visto al Padre, Jn.14,9) El 1 en el 3 y el 3 en el 1, expresado matemáticamente.

La trinidad es la marca de fábrica del cristianismo. El punto que lo diferencia de su religión madre y de todas las demás, y esa diferencia dice: Dios apareció una vez en este mundo en la persona de Jesús. Luego, Jesús no sólo hacía milagros. El mismo era un milagro. Esa es la razón por la cual afirmo que no hay contradicción teológica, y si la hay es mínima, entre los milagros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Los dos tipos de milagros son realizados por Dios y por nadie más. En el primer caso por el Dios invisible de Abraham, Isaac y Moisés. En el segundo, por el Dios hecho persona en el judío Jesús.

El problema parecería surgir entonces no de los milagros de Jesús sino de los que realizaron sus continuadores desde Pablo de Tarso hasta llegar a Juan Pablo ll. Sin embargo, si leemos el mensaje de Jesús según quien mejor lo entendió, Pablo, el problema es leve. Jesús, efectivamente, vino a decirnos que si lo interiorizamos (poesía paulina del pan y del vino) podemos vivir todos en comunión con El. Es decir, podemos ser en Dios, estar con Dios, ser divinos. Luego, si alcanzamos ese punto máximo, el de ser en Jesús, la discusión teológica entre judíos y cristianos acerca de si Jesús era o no el Mesías, pierde parte de su relevancia. 

El Mesías, visto desde la perspectiva paulina, no es un personaje que vino o que vendrá. La tesis de Pablo es que la propia condición humana después del milagro de la vida y muerte de Jesús será mesiánica, y por lo mismo, potencialmente milagrosa. Razón por la cual Benedicto XVl nunca se cansó de repetir: "Jesús es el nuevo Adán".

El ser humano desde la perspectiva de una teología antropológica es un animal milagroso. Eso no significa por supuesto que después de Jesús cada uno va a caminar por el mundo sanando enfermitos. Quiero afirmar simplemente que cada uno está dotado de una posibilidad: la de interferir en el orden de las cosas, e incluso cambiar el curso de la historia. Y, en sentido estricto, aunque no hagamos uso de esa posibilidad (potencia, según Aristóteles) ella es de por sí un milagro. Ahí reside, a mi juicio, el núcleo de la teología paulina.

Desde la perspectiva paulina, la nueva religión -la del Hijo, la del Cristo-Dios- continúa la tradición judía en un punto central: Dios no está sólo SOBRE nosotros -como reza el legado islámico- sino también ENTRE nosotros. Ese ENTRE que involucra plenamente al "otro" (sujeto básico de la filosofía de Buber y Levinas) no sólo habita en los cielos. Dios anda dando vuelta entre nosotros como Jesús cuando peregrinaba a través de los campos y de las calles de su tiempo. Esa es la razón por la cual los profetas judíos discutían con Dios frente a frente e incluso, como hizo Job, a veces lo interpelaban con enojo.

Dios, ni para judíos ni cristianos es "el dictador del más allá". Es, por el contrario, un interlocutor dialógico situado en el más cercano "más acá". El más cercano posible.

No obstante, Jesús y Paulo agregaron una tercera dimensión, latente pero no explícita en el Antiguo Testamento (aunque sí en la visión socrática de la vida). Dice así: Dios no sólo está cerca de nosotros, también está EN nosotros. De tal modo que cada uno puede ser Dios -¡nada menos!- si se pone en comunicación con el pensamiento que lleva al Espíritu. Ese fue el mensaje de Cristo: Dios está SOBRE, ENTRE, pero además, EN nosotros.

Por si alguien no se ha dado cuenta, estoy nuevamente hablando del misterio trinitario. 

El Padre está SOBRE nosotros, el Hijo ENTRE nosotros y el Espíritu Santo, EN nosotros. Un físico cuántico diría lo mismo de otro modo: Dios es sobre-material, inter-material e intra-material a la vez. No otra es la verdad del milagro de la vida humana, vida que, de acuerdo a la intuición de Teilhard de Chardin, continuará ascendiendo (evolucionando) hasta llegar a encontrarse con el origen de todos los orígenes. En ese momento, según de Chardin, nos reflejaremos en los propios ojos de Dios. Y bien, ese Dios en, o dentro de nosotros, es el "factor" que nos convierte a todos, según la lección paulina, en seres potencialmente milagrosos.

Somos portadores del espíritu de Dios. Pero ese espíritu no nos vigila ni desde dentro ni desde fuera. Ese espíritu, el de Dios, viene al mundo cuando lo llamamos (lo recordamos, dice Agustín) desde nuestra insondable soledad. Porque Dios es la presencia de la vida eterna en medio de la finitud. Es lo OTRO en el uno, es el Ser que da vida y sentido al ser que cuando es siendo, somos. Dios, repito, no existe si no lo llamamos. La existencia de Dios no sólo es, por lo tanto, objetiva; es también radicalmente subjetiva.

Dios acude como persona al llamado del pensamiento expresado en una oración gramatical. Dios solo existe (aparece) en la comunicación, en su palabra, en su verbo y en su lógica; en el Logos de Juan, en el otro y en el uno. Dios es, en consecuencia, una opción gramática del ser. Puedes llamarlo o no. Como quieras. Es tu problema, no es el mío. Dios te ha dado la libertad de vivir en El o de vivir sin El, e incluso -como ha ocurrido con tantos demonios de la historia- vivir en contra de El.

No otro fue el sentido revelador de los milagros de Jesús. Pues si Jesús fue un milagro de Dios, sus llamados milagros forman parte de un solo milagro, de ese milagro llamado Jesús. Quiero decir: el milagro de Jesús fue uno solo. Fue el milagro de la vida. De la vida de Jesús y de la vida en general. Jesús era, y así lo confirmó el mismo, el enviado de la vida eterna cuyo reino no está en este mundo. De La Vida: nombre femenino de Dios. Es por eso que todos los milagros del Nazareno, todos sin excepción, portan consigo el signo inconfundible de la vida. 

Curación de espíritus inmundos; cinco curaciones de paralíticos; cuatro curaciones de ciegos; dos curaciones de lepra; más curaciones; milagros sobre la naturaleza; milagros sobre la resurrección; milagros que llevan a transformar el agua en vino, los que multiplican los panes, los que llenan de peces las redes de los pescadores, los que resucitan muertos. En fin, por donde caminaba Jesús nacía La Vida (Dios) y "moría la muerte".

Incluso su muerte fue el camino que llevó a su resurrección dándonos a entender  que no solo la mortalidad, también la natalidad circunda la vida pues en cada ser que nace resucita (renace) el espíritu del ser total al cual pertenecemos todos. Luego, los muertos nacerán de nuevo en la totalidad infinita de la existencia del Ser. O como lo entendió de modo tan directo Pablo en su carta a los Gálatas: "El amor es más fuerte que la muerte".

Los milagros son revelaciones del ser total sobre esa superficie donde habitan los seres parciales, entre ellos, nosotros. Es por eso que, hayan tenido lugar o no los milagros de Jesús, todos ellos poseen un mismo sentido, y es al fin lo único que importa. Conclusión que se desprende, por cierto, de una lectura poética y no literal de los Evangelios pues quien quiera entender la Biblia en sentido literal nunca va a entender la Biblia.

Los milagros de la Biblia no revelan la historia de los milagros, pero sí revelan -es algo muy distinto- el sentido histórico de los milagros. Ese sentido nos dice entre otras cosas: Primero, la realidad no termina en nuestras percepciones de la realidad; quizás ahí recién comienza, pues la realidad -enseñanza de Lacan- es sobre-real, es sobre-sensorial y, por si fuera poco, es infinita. Segundo, el milagro altera el orden de las cosas y marca con su aparición una línea que separa a la vida antes y después del milagro. Desde ese punto de vista, la vida de Cristo pensada como un único milagro fue un hito histórico tan profundo que logró marcar a fuego la historia universal en un antes y en un después de El. Efectivamente, Cristo quebró a la historia partiéndola en dos, naciendo así una cronología que rige y seguirá rigiendo el tiempo del mundo.

La propiedad histórica de los milagros, dividir la historia en un antes y en un después, trasciende en su significado a todos los discursos teológicos habidos y por haber. Y con esa afirmación creo que ha llegado el momento de formular una tesis. Dice así: La noción de milagro no se agota en el pensar teológico y por eso mismo ha de trascender hacia los umbrales del pensar filosófico.

En honor a la verdad, no la formulación, pero sí el sentido de la tesis pertenece a la filosofía de Hannah Arendt tal cual como ella la desarrolló en su libro "La vida y ell espíritu". Ahí leemos como Arendt tuvo no sólo la virtud, además el coraje, de haber rescatado para la filosofía moderna el concepto de milagro, antes de ella monopolio absoluto de las religiones. Riesgosa aventura que solo pudo culminar gracias a que ella bebió del agua de tres fuentes. La primera, su fuente religiosa originaria, la judía. La segunda, su conocimiento exhaustivo de la teología cristiana, sobre todo de la agustina. La tercera, la ontología de Heidegger.

El concepto del milagro arendtiano es judío, pues para ella todo milagro es un acontecimiento que irrumpe con fuerza sobre la realidad, interrumpiendo el curso de la historia. Es a la vez cristiano, porque el milagro es realizado por personas en comunión recíproca. Y es heideggeriano, porque siguiendo al Heidegger platónico cuando analizaba la poética de Hölderlin, el milagro proviene desde lo más oculto de la tierra e irrumpe de pronto como una flor que nace a la luz del mundo.

El milagro, en síntesis, es para Arendt un gran acontecimiento, según como lo interpreta en su libro "Pasado y Presente". Pero no se trata de cualquier acontecimiento, sino de uno que aparece ante nuestros ojos sin mediación ni causa aparente, sorprendiéndonos y obligándonos a pensarlo e incluso a vivirlo en toda su intensidad. El milagro, entonces, es para Arendt un hecho que no solo ocurre en la historia. Además, "hace historia". Luego, el milagro no es un suceso irracional. Todo lo contrario. Gracias a esos acontecimientos que llamamos milagros, la historia adquiere sentido y razón. O de otro modo: no la razón de la historia determina al acontecimiento sino la razón del acontecimiento (milagro) determina a la historia. O lo que es igual, solo el acontecimiento permite narrar la historia que existía antes del acontecimiento (milagro).  

El acontecimiento inesperado -ocurre también en nuestras historias personales- construye su propio pasado o su propia historia. Más aún, da sentido al pasado, lo ordena, lo secuencia e incluso lo "causaliza". Un pasado sin acontecimientos que lo ordene es como ese Angelus Novus que nos legó Paul Klee, el mismo Ángel de la Historia que impresionó tanto a Walter Benjamin antes de su suicidio, cuando vio al ángel empujado hacia adelante por un pasado brumoso, arrastrando las ruinas que deja consigo la historia no narrada, en ese trayecto que nadie sabe hacia donde nos conducirá.

Arendt comparte la visión de Klee y Benjamin en el sentido de que el único tiempo que conocemos es el pasado, uno que nos presiona hacia un futuro infinito que nadie conoce. Pero a la vez se distancia de ambos genios cuando intuye como gracias a esos acontecimientos, concebidos por ella como milagros, podemos entender, es decir narrar el pasado, de un modo medianamente coherente.

En fin, la noción del milagro arendtiano es parte de una teoría de la historia expresada por la propia filósofa, y del modo más sintético posible, en un breve párrafo del ensayo "Entender y política". Dice así: "Siempre que sucede un acontecimiento lo suficientemente grande como para iluminar su propio pasado, surge la historia. Solamente así se muestra el laberinto de lo ya acontecido como una historia ("story") que pueda ser narrada porque tiene un comienzo y un final (....)"El acontecimiento ilumina su propio pasado, uno del cual no se puede deducir nada" (sin el acontecimiento FM)

Ahora, ¿en dónde reside el milagro del acontecimiento arendtiano? Antes que nada, en su espontaneidad, pues es insólito e inédito, no esperado por nadie y, en el sentido de Agustín, "rebalsa las esperanzas posibles y las capacidades de quienes lo contemplan". Enseguida, en su poder iluminador: el milagro es como un faro que iluminando el pasado hace posible caminar hacia el futuro sin perdernos. Y no por último, un acontecimiento es milagroso cuando permite comenzar a vivir de nuevo el mundo que nos ha sido dado.

El milagro, para Arendt, es antes que nada, natal: el milagro es, en el sentido literal del término, un nacimiento: un nuevo comienzo

No extraña así que para ella los tres más grandes milagros de la historia han sido: el nacimiento de la polis griega, el nacimiento de la Constitución de los EE UU, y - tenía que ser mujer para decirlo- el nacimiento de cada niño que viene al mundo. Como ese niño Jesús -agrego yo- quien como todos los niños vino a vivir por primera vez, dando origen a una nueva historia gracias al milagro de una vida que es el milagro de la vida toda.

Desde la perspectiva arendtiana entonces, nunca Juan Pablo ll habría podido ser santificado. No en todo caso gracias a los milagros que se le adjudican. Afirmación que obliga a bajar un poco el nivel del discurso a fin de afirmar: Ni en sentido arendtiano, pero tampoco en sentido judío y mucho menos en sentido cristiano, las curaciones mágicas que supuestamente realizó el ex Papa acreditan la condición de milagros.

Los de Juan Pablo ll no fueron grandes acontecimientos históricos, ni asombraron a multitudes de espectadores, ni permiten narrar el pasado de un modo diferente. En el mejor de los casos los suyos fueron milagros "italianos". ¿Qué es lo que quiero decir?

La respuesta es dura, pero cierta. Así como hay países que se han especializado en la agricultura, otros en la industria, otros en la digitalización, Italia se ha especializado en la confección de milagros. No se tome lo dicho como una ofensa. Todo lo contrario, viene del hecho de que el pueblo italiano, no sé por que razón, tiene ansias de santidad, lo que de por sí es una gran virtud. El problema es que el pueblo italiano nombra primero a los santos y después les endilga los milagros requeridos por los expedientes de la burocracia vaticana.

Fue así como Juan Pablo ll, por carisma, por simpatía, por bondad, e incluso por longevidad, se ganó el corazón de los italianos. Sin ser populista fue nombrado santo por aclamación popular, teniendo lugar, como diría Ernesto Laclau, un típico caso de articulación populista, aunque en este caso no política, pero sí religiosa. 

Los milagros de Juan Pablo ll no son más que inventos de la imaginación popular destinados a santificar a quien, para el pueblo, aún sin milagros, ya había sido santificado. Si a ese clamor de santidad agregamos la necesidad de santificación que tiene una Iglesia que más ha hecho noticia por sus pecados que por su santidad, sumando, además, la montada industria medial que hará de la santificación un notición televisivo, la industria turística, los vendedores de estampas, y hasta las pizzerías, la santificación de Juan Pablo ll ya estaba cantada.

No estoy inventando nada. Hay testimonios. Recordemos por ejemplo el comienzo del clásico filme de Fellini, 8 1/2,mostrando con detalles la fabricación de un milagro en Roma. O el hermoso libro de Sandor Marai, El Milagro de San Genaro. Si no lo ha leído todavía, hágalo por favor. Es una joya literaria.

La gran ironía de la historia reside en que precisamente Juan Pablo ll ha sido el único Papa que ha realizado un milagro de verdad. No me refiero, claro está, a sus supuestas curaciones. El suyo fue un acontecimiento de enormes dimensiones históricas en el sentido de los dos testamentos bíblicos e incluso en el sentido arendtiano del término. Ocurrió el 9 de junio de 1979 en la Plaza de la Victoria, en Varsovia.

Más de un millón de seres agrupados para oír la voz del Papa en un país donde el ateísmo era doctrina oficial de Estado. Ese día la dictadura comunista que había reinado más de 50 años, comenzó a venirse abajo. Porque allí, escuchando a Karol Woljtyla no sólo había católicos; había además, ateos, judíos, incluso comunistas, todos portando consigo el estandarte de la Madona de Varsovia. Fue un día de gloria. Un milagro.

Aún resuenan las palabras proféticas de Woljtyla: "Yo grito, yo, hijo de la tierra polaca, y al mismo tiempo yo, Juan Pablo ll, Papa, yo grito desde lo más profundo de este milenio, grito en la vigilia de Pentecostés, ¡Desciende tu Espíritu, desciende tu Espíritu y renueve la faz de la tierra! De esta tierra. Amén

¿Por qué la Iglesia no reconoce ese momento apoteósico como a un milagro? Fue un acontecimiento imprevisto, dividió la historia de la nación en dos partes, permitió que los obreros y después toda la nación democrática cerrara filas en tono a Solidarnosc, y dio inicio al fin del comunismo, el que tendría lugar gracias a la aparición de otro milagro de la historia, representado en la conversión democrática de Michael Gorbachov, venido al poder desde las propias entrañas del estalinismo, en la ex URSS.

¿Y no fue también Nelson Mandela un milagro de la historia? Partidario de la lucha armada, convertido por el mismo a través de sus diálogos internos y externos, logró después de 20 años de prisión -suficientes para acumular un odio inmenso- convertir con su ejemplo a un político como Willem de Klerk -formado en los moldes del más despiadado racismo- hacia el camino de la democracia y de la paz. ¿No fue acaso un milagro? 

Pero Mandela nunca será santificado. Es más fácil que la Iglesia Católica santifique a un budista que a un cristiano metodista como Mandela. Pero no importa. Mandela mostró al mundo que los milagros son posibles, que pueden ocurrir justo cuando nadie los espera, y que la esperanza es lo último que debemos perder. Pues el Espíritu desciende cuando desde la más profunda desesperación lo llamamos, sea desde una cárcel, como Madiba, o frente a las multitudes de Varsovia, como Karol Woljtyla.

Los milagros existen. Pero existen no sólo porque son milagros. Los milagros existen porque la vida misma es un milagro y la vida es Dios y Dios es la vida. Lo señaló el mismo Jesús: La vida, es decir Dios, es el milagro. "Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta"  (....)"Mirad los lirios del campo, como crecen: No trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aún Salomón en toda su gloria se vistió así como uno de ellos" (Mateo 6: 25-34)

Podría escribir páginas y páginas para referirme a los milagros de cada día, a los que se presentan en el vuelo enigmático de las aves, en cada gota de agua, en quien de pronto te mira y sonríe, en el “panivino” de cada noche, en un adagio o en un andante cantabile, en el sol hiriente de Van Gogh, en la consagración de la primavera, o simplemente en el bueno tan lejos del malo.

Pero he de confesar que pocas veces he encontrado la idea del milagro de la vida tan bien expresada como cuando casi por casualidad leía un cuento de James Salter, en mi opinión uno de los escritores modernos que mejor conoce el arte de la bella prosa. El cuento se llama Bangkok. El párrafo que subrayé dice lo siguiente:

"Yo te voy a decir algo extraño, dijo Hollis" (quien recibía la visita de Carol, una mujer a la que él siempre había amado) "Es algo que yo he oído. Se dice que todo en el universo, los planetas, las galaxias, todo -el universo total- surgió originariamente de algo que no era más grande que un grano de arroz. De pronto estalló y llegó a ser lo que nosotros vemos, el sol, las estrellas, la tierra, el mar, todo, todo lo que hay, incluyendo lo que yo he llegado a sentir por ti".

No voy a comentar el párrafo. Solamente voy a decir que en ese momento entendí mejor que antes por qué la vida es un milagro. Porque el milagro es el hecho, o quizás solo un momento, que pone en comunicación a lo más diminuto del ser con la infinitud del universo. Quiero decir, el milagro es una relación, y en el ejemplo del cuento, entre algo menos grande que un grano de arroz, el “bing-bang” que supuestamente dio origen a todo, y “lo que yo he llegado a sentir por ti”. No sé si me explico.

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