Por Carlos D. Mesa Gisbert 13 de abril de 2014
El autor fue presidente de la República de Bolivia.
@carlosdmesag
La idea más peligrosa en la
construcción de un espacio de poder es aquella que propone que la política es
el arte de los resultados. Idea que se ha consagrado a través de la historia a
partir de un juicio en torno a los ganadores y los perdedores. Es vieja y
verdadera aquella premisa que indica que la historia la escriben los
vencedores. Vencen quienes logran el triunfo en la guerra, quienes imponen sus
ideas, sea porque han obtenido la mayoría en el voto, sea porque han capturado
el poder por la violencia. No, no se trata sólo de resultados, se trata también
de principios.
En todo caso, es del poder de lo que
se trata. Es de la pulsión esencial de los humanos, el dominio, el control, la
capacidad de mandar a los demás que no es otra cosa que la definición de los
espacios de control en la comunidad. Un grupo organizado, parece, no puede
funcionar sin alguien que conduzca, que tome la iniciativa, que guíe, que sea
capaz de definir el camino y atravesarlo al mando de los suyos.
Se asume que una sociedad deja de ser
primitiva en el momento en que estructura sus jerarquías y sus estamentos, en
el instante en que decide, sea por voluntad, sea por la “natural” superioridad
de unos sobre otros, armar el andamiaje de un orden cuya pervivencia depende de
reglas y de responsabilidades diferenciadas.
Es el viejo debate entre quienes están
convencidos de que no hay posibilidad de vida en común sin orden y reglas
aceptadas por todos y quienes, aferrados a la gran utopía del igualitarismo,
reivindican que la construcción de castas y niveles de decisión traducidas en
la imposición o la elección de un jefe, acaba siempre en la discrecionalidad y
la concentración perversa de todos los poderes en una sola persona o en un
núcleo muy pequeño de personas.
El gran invento del republicanismo
fue, aceptando la necesidad de la configuración de un poder imprescindible para
el gobierno, garantizar el buen gobierno a partir de una premisa muy sencilla,
la moderación de ese poder. La definición de unas reglas, su desarrollo en
blanco y negro a través de una carta constitutiva, no hacia otra cosa que decir
que la razón de ser de una Constitución no es su carácter
reglamentario o administrativo, no es –a pesar de su innegable importancia–
referir los derechos y deberes de los ciudadanos. Lo esencial, lo
verdaderamente relevante de todo es limitar el poder. La Constitución existe
para limitar el poder. La experiencia de la historia y la evidencia ya citada
de la naturaleza de los seres humanos, ha probado hasta la saciedad que la
tendencia es siempre, sin excepciones, concentrar el poder. La coartada fue
durante milenios la idea de que la soberanía anclada en una persona tenía que
ver con un mandato divino o con la encarnación de la divinidad misma. El
matrimonio entre poder espiritual y poder mundano permitió a los reyes (o Incas
o Tlatoanis), amparados en su vínculo con Dios, ejercer el poder de modo
absoluto y discrecional.
Cuando finalmente se impuso la idea de
que esa concentración era inevitablemente corruptora del alma del gobernante y
sus áulicos, se dio el salto histórico más importante en la política universal.
Se separó con claridad tres roles esenciales del gobierno: la administración,
la legislación y la justicia. Quien administra no redacta las leyes que hacen
posible la gestión y no juzga ni emite sentencia sobre quienes vulneran la ley.
De ese modo, la limitación del poder
es el alfa y el omega de un sistema democrático republicano.
Por eso, cuando se hace una reflexión
sobre el estado de derecho, es imprescindible entender que la esencia
democrática de un gobierno tiene tres etapas. La primera es la legitimidad de
origen, el voto transparente y libre de los ciudadanos que elige al servidor
público. La segunda es la legitimidad de ejercicio, un mandatario que respeta
las reglas del juego, cuya garantía está en la observancia de una regla muy
simple pero definitiva, el meticuloso respeto a la independencia de poderes. En
esa regla se resume la diferencia entre el ejercicio democrático y el ejercicio
autoritario. La tercera es la legitimidad de objetivos, tiene que ver con un
poder que se basa en el pluralismo y la alternancia en el mando. Otra premisa
de oro. Igual que la concentración del poder corrompe al poderoso, la
permanencia indefinida en el poder lo corrompe igualmente.
No se puede pasar por alto que el
camino de la democracia no se puede parcelar, es imprescindible comprender que
las tres etapas que definen a un gobierno como democrático están íntimamente
ligadas entre sí y no son partes que puedan separarse. El espíritu democrático
del gobernante se prueba en la totalidad del camino, no sólo en su inicio, o en
su tránsito, o en su desenlace, sino en los tres juntos y sucesivos. Por todas
esas razones es que no es muy difícil percibir el verdadero espíritu de aquel
servidor público que se arroga una legitimidad que niega en la práctica
cotidiana. Algo más, la posibilidad de reproducir el poder a través del voto,
en estos casos, está basada en el ejercicio de la discrecionalidad al romper la
legitimidad de ejercicio. ¿Cómo? Muy simple; campaña desde el gobierno,
prebendalismo para hacer crecer al partido oficial, ninguna posibilidad para el
ejercicio del pluralismo político, uso de la aplanadora legislativa, y control
directo sobre el poder judicial con la aplicación de ese poder para acosar a la
oposición bajo el disfraz de la búsqueda de justicia y transparencia...
Si no es una verdad incuestionable que
nuestra máxima ley sirve para limitar el poder, toda su normativa se hunde
irremediablemente en un naufragio dramático. Sin su capacidad para limitar el
poder, nuestra democracia quedara así anclada en el lodo de la corrupción del
alma y del cuerpo colectivo.
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