Fernando Mires 16 de abril de 2014
Cuando hablamos de partidos políticos
hay dos posibilidades. O nos referimos a las organizaciones nominales, por muy
insignificantes que sean, o a las “partes” en las cuales se encuentra dividido
el espectro político. No siempre, ni siquiera en las democracias avanzadas, lo
uno coincide con lo otro.
En los EE UU por ejemplo, hay
demócratas más conservadores que los republicanos; y viceversa. En Alemania hay
socialcristianos más sociales que los socialistas; y así sucesivamente. Hay
países en que las partes son más que los partidos y otros en los cuales los
partidos son más que las partes. En el caso de Venezuela las partes son
evidentemente menos que los partidos inscritos. ¿Cuántos partidos-partes hay en
Venezuela? Ese es el tema que tratará de dilucidar este texto.
En Venezuela hay aparentemente solo
dos partidos-partes: El chavismo y el antichavismo. Partiendo de esa premisa
casi todos los comentaristas nos hablan de una sociedad altamente polarizada.
Pero, como suele suceder, las apariencias engañan. La verdad es otra: en
Venezuela no hay ninguna organización o persona que durante un periodo no
electoral esté en condiciones de representar a esas dos supuestas partes. La razón
es obvia pero no visible: en ese país hay dos frentes, pero hay más de
dos partes políticas.
Alguna vez habrá que llegar a la
conclusión de que la política de Venezuela no sólo está dividida, lo que es
normal, sino, además, fragmentada, lo que es aún más normal
Los dos partidos “chavistas”
Las partes chavistas aparecen bajo la
luz pública más unidas que las no chavistas, lo que no debe extrañar: Están
ligadas por un destino común, a saber, el gobierno que comparten. No obstante,
las diferencias entre esas partes son cada vez más visibles pues tienen
que ver con la propia composición orgánica del chavismo.
El chavismo, hay que comenzar
diciendo, nunca fue un todo unitario. Por el contrario, siempre ha sido una
hidra de por lo menos dos cabezas representadas en dos partidos-partes a las
que llamaremos de modo provisorio la parte militarista tradicional y la
parte ideológica- castrista. Sobra decir que cada una de esas partes supone
ser depositaria de “el verdadero chavismo”.
Ambos partidos-partes son, por cierto,
militaristas. Pero se trata de dos militarismos diferentes: el primero
corresponde con ese militarismo latinoamericano formado en el siglo XX
(cuartelero, golpista). El segundo es el militarismo de tipo castrista de
acuerdo al cual el Ejército se encuentra controlado por una clase
(nomenklatura) burocrática e ideológica representada por un partido-Estado, tal
como sucede en Cuba y Corea del Norte. O dicho así: una parte supone
que el Estado debe estar sometido al Ejército y la otra, que el Ejército debe
estar sometido al Estado, siempre y cuando, por supuesto, ese sea el Estado
chavista. Y bien, por decisión de Chávez tomada “casualmente” en la Habana
poco antes de irse de este mundo, la parte-castrista se hizo del poder
representativo a través de Maduro.
Desde el punto de vista constitucional
a quien correspondía ejercer transitoriamente las funciones de mandatario era
al presidente de la Asamblea Nacional, el militarista-tradicional (y
ex-golpista) Diosdado Cabello. Pero, como suele suceder, los chavistas se
pasaron la constitución por el “paltó” (Chávez dixit). La decisión de Chávez
era para ellos sagrada y por lo mismo situada por sobre la Constitución y las
Leyes.
Ahora bien, Chávez, en tanto militar
tradicional y en tanto militar castrista, fungía como eje de integración entre
esos dos partidos de su movimiento. Y esa integración, como ocurre en política,
solo podía realizarse de modo simbólico, es decir, Chávez, si quería mantener
unido a esos dos partidos, debería hacerlo a través de una representación de
tipo populista. Y bien, ese tipo de integración se fue con Chávez y no regresó
con Maduro. Con Maduro no se acabó el chavismo pero sí el populismo
chavista.
Maduro es un genuino representante de
la fracción castrista del movimiento chavista pero no lo es de todo el
movimiento. Por supuesto, intenta serlo. Por ejemplo, imita el lenguaje de
Chávez hasta el absurdo, o usa camisas con botones y jinetas que simulan las
charreteras del militar que nunca fue. Pero lo que a ningún buen observador escapa,
es que la parte nacional-militarista no se contenta bajo Maduro con el rol
subalterno que ocupó durante Chávez e intenta obtener cada vez una mayor cuota
de representación. En gran medida ya la ha obtenido a través de la llamada
Junta Cívica Militar.
La Junta Cívica Militar es una
instancia colegiada –anti-constitucional, por supuesto- destinada a coordinar a
los dos partidos chavistas en el poder. O dicho de modo taxativo: En
Venezuela existe una “dualidad de poderes”, pero al interior del Estado.
A un lado el poder castrista, cuya
cabeza visible es Maduro. Al otro, el poder militar tradicional, cuya cabeza
visible es por el momento Diosdado Cabello. Este último, además, ha terminado
por militarizar a la propia Asamblea Nacional, donde abusando de una mayoría
nominal pero no real, hace y deshace como si él fuera un general y sus
diputados un batallón de guerra. Pero ese es solo un signo. El hecho objetivo
es que el poder militar-tradicional ha copado a una parte no pequeña del
aparato estatal.
Bajo la luz de estos enunciados es
posible entender entonces por qué Maduro se refiere siempre al peligro de un
golpe de Estado. Si hay un golpe, éste nunca podrá provenir de la oposición
porque la oposición es civil. Si hay un golpe, éste solo puede provenir del
partido militar tradicional del chavismo. Esa es la razón por la cual Henrique
Capriles ha reiterado: “Lo peor que puede suceder en Venezuela es un golpe de
Estado”.
¿Cómo ha intentado Maduro conjurar la
amenaza de un golpe interno? Hasta el momento del diálogo del 10 de Abril su
estrategia fue la de ponerse el mismo a la cabeza de lo que algunos venezolanos
llaman “golpe con cuentagotas”, eso es, respondiendo a las protestas
estudiantiles con una feroz represión (ya van 41 muertos), enviando a prisión a
líderes adversos, insultando sin descanso, destituyendo alcaldes elegidos por
mayoría popular y -subordinándose al capitán Cabello- acatando la destitución
ilegal de la diputada más votada del país, María Corina Machado.
En el marco de esa errática y –de
acuerdo a sus propios intereses- errónea estrategia de Maduro, los grandes
ganadores han sido los seguidores del partido militar. Por de pronto militares
y para-militares se han adueñado de las calles. Hay estados como el de Táchira
que parecen zonas ocupadas por un ejército invasor. De una u otra manera, el
capitán Cabello se ha apoderado de espacios considerables del gobierno. Todo
ello ha contribuido a la descapitalización política del partido (castrista) de
Maduro. El apoyo internacional, a su vez, ya no luce tan sólido como antes.
Incluso los aliados de UNASUR han impulsado a Maduro a buscar salidas políticas
y no militares.
La disposición de Maduro para aceptar
un debate público con una parte de la oposición obedece -en parte y sin duda- a
la presión incansable de las demostraciones estudiantiles. Pero también –hay
que decirlo- obedece a la presión internacional y probablemente a la de
personeros del propio PSUV. Solamente así nos podemos explicar por qué cada vez
que Maduro y los suyos han enviado señales a la oposición, ha aparecido de
inmediato Cabello con acciones y palabras destinadas a destruir cualquiera
posibilidad de diálogo.
Desde el punto de vista de su partido
interno, Cabello actúa con suma eficacia. La re-politización del conflicto
amenazaría la posibilidad de que la dualidad de poder al interior del Estado se
resuelva a favor del partido militar-tradicional. O dicho de otra manera:
Cabello solamente puede fortalecer sus posiciones internas en el marco de la
más extrema polarización. Como adujo Ismael García: “Diosdado Cabello es nocivo
para la paz en Venezuela porque representa lo peor y más violento del gobierno
de Maduro”.
Y bien; este es el contexto en el cual
deberemos entender la aparentemente insólita ¡y pública! recomendación del ex-
presidente brasileño Lula, a Maduro: la de que trabaje para formar una
coalición de gobierno con el sector más “moderado” de la oposición. Y como Lula
no es un recién llegado a la política, sino uno de los más experimentados
políticos de la región y además, buen conocedor de la política venezolana,
debemos leer lo que él dijo con atención.
Primero, Lula dijo “trabajar”. Con
ello ha señalado que un gobierno de coalición entre Maduro y la oposición no lo
ve como alternativa inmediata, sino como salida “centrista” a mediano o largo
plazo, esto es, como el resultado objetivo de dos fuerzas que han terminado por
agotar sus medios de lucha sin que ninguna pueda declararse vencedora sobre la
otra.
Segundo, “trabajar” significa para
Lula –al fin, un buen maquiavélico- dividir a la oposición en dos fracciones
irreconciliables.
Tercero, y este es el punto más
decisivo, “trabajar” significa para el zorro paulista distanciar al gobierno de
sus fracciones más extremas, violentas y militaristas, las que en ningún caso
aceptarían una coalición con ningún representante de la oposición. En otras
palabras, significaría separar a la figura del capitán Cabello de cualquier
lugar decisivo de gobierno, algo que por lo demás ya intentó, pero sin éxito,
Hugo Chávez. A estas alturas, Lula debe ser para Cabello un enemigo muy
peligroso.
Así nos explicamos por qué durante el
debate público del 10-4, cuando Capriles hablaba, Cabello se dedicó, como si
fuera estudiante travieso, a enviar twitters a los suyos bajo el epíteto “el
asesino Capriles”. Evidentemente, Cabello intenta dinamitar, no a Capriles,
sino a la posibilidad de la apertura de Maduro hacia un sector de la oposición.
Fácil es entender entonces por qué la oposición en su conjunto, comprendiendo
el juego que se trae consigo el capitán, ha decidido señalar a Cabello como el
principal enemigo de la democracia venezolana. Razones sobran. Un verdadero
entendimiento político deberá pasar por la marginación política de Cabello.
Eso probablemente lo sabe Cabello. Y
se las va a jugar para que la propuesta de Lula no ocurra jamás. Sus cartas no
son tan malas: tiene aliados directos dentro del chavismo castrista e
indirectos -minoritarios por cierto, pero los tiene- en la propia oposición.
Afirmación que lleva inevitablemente a analizar el campo de la oposición donde,
al igual que en el chavista nos encontramos con dos partidos-partes.
Los dos “partidos” de la oposición
Como en el caso del campo chavista,
los dos partidos-partes de la oposición serán designados con denominaciones
provisorias. A uno lo llamaré, en alusión a la consigna central que dio origen
a las movilizaciones de 2014, como “el partido de la salida”. Al otro, de
acuerdo al tronco que lo une (MUD) como “el partido de la unidad”.
El “partido de la salida” existía en
estado latente al interior de la oposición. Pero desde Febrero de 2014, a
partir del llamado convocado por el trío López /Machado/ Ledezma, comenzó a
existir de modo manifiesto, como rama desprendida del conjunto de la oposición.
Al no ser explicada en su real sentido
(la verdad es que todavía nadie la ha explicado) dicha “salida” fue entendida
por el gobierno como un llamado directo a la insurrección y, para los sectores
“cabellistas”, como oportunidad para sustituir la demarcatoria política por una
militar. Además, ese llamado fue realizado sin consultar a la que había sido la
conducción de la oposición. Por si fuera poco fue hecho en un momento en que el
conjunto de la oposición estaba reponiéndose de una contienda electoral
alcaldicia en la cual habiendo alcanzado una alta votación, no había logrado su
objetivo estratégico, a saber, una mayoría absoluta de tipo plebiscitaria.
El mismo Capriles se vio sorprendido
por el repentino llamado a la “salida” al que al comienzo calificó como una maniobra
hecha a sus espaldas. Si así fue, resulta evidente que los “salidistas” no solo
intentaban un cambio de orientación, sino también un relevo en el liderazgo de
la oposición pasando, por supuesto, por una ruptura con la MUD a la que muchos
de ellos consideran un organismo burocrático puramente electoral.
Afortunadamente los estudiantes, más
cerca de la realidad que el trío convocatorio originario, entendieron a “la
salida” como un “salir” a las calles a protestar por diferentes motivos, los
que en Venezuela sobran.
Con el tiempo el sentido de la
consigna originaria se fue diluyendo hasta el punto de que hoy casi nadie, ni
siquiera “el salidismo”, habla de “la salida”. Las tareas que plantean las
protestas en la calle han pasado a ser más reales y concretas: entre otras,
disolución de los grupos de choque para-militares, liberación de los presos
políticos, independencia de los poderes públicos.
La movilización callejera, a pesar de
la virulencia con que ha sido combatida desde el gobierno, ha ido tomando un
sentido que -para emplear una terminología clásica- es más reformista que
revolucionario. O para decirlo en los términos de Luis Vicente León, para la
gran mayoría de los opositores no se trata de un cambio de gobierno sino de un
cambio en el gobierno. Eso quiere decir, limar las uñas más agresivas de los
dos militarismos que conforman el régimen.
Como es posible observar, el
movimiento de protesta venezolano se encuentra bifurcado en las dos líneas que
han marcado a todos los grandes movimientos políticos desde que en Francia los
jacobinos se impusieron a los girondinos, en Rusia los bolcheviques a los
mencheviques y en Europa occidental los socialdemócratas a los comunistas. El
antagonismo entre moderados y radicales, si no es una ley, pareciera ser una
constante de la historia. A veces se imponen unos; a veces se imponen otros.
Como suele suceder, el radicalismo de
“la salida” sigue una línea más épica que política. Sus dos líderes, Leopoldo
López y Corina Machado han asumido la lucha con una pasión que linda con el
heroísmo. En honor a ambos hay que consignar que ninguno ha hecho jamás una
apología de la violencia. Por el contrario, los dos han acentuado el carácter
pacífico y constitucional del levantamiento al que han convocado.
De la misma manera, ni López ni
Machado se han pronunciado en contra de las elecciones. No podrían hacerlo
puesto que, aún si hablamos de la “salida” -sea un referendo revocatorio, una
asamblea constituyente, o un adelantamiento de comicios- esta tendría que ser
electoral. Esa es la razón por la cual, si hemos de creer en las últimas
encuestas, aunque la mayoría de las personas consultadas ven en el “reformista”
Henrique Capriles el líder indiscutido, también la mayoría considera la prisión
de Leopoldo López y la destitución de Corina Machado como injusticias de
enormes dimensiones.
A la represión desatada por Cabello/
Maduro le han salido casi todos los tiros por la culata. De ahí que Maduro, en
contra de Cabello, ha optado por pensar la recomendación de Lula y de sus amigos
continentales. En ese sentido el debate-diálogo no es una táctica de Maduro, en
ningún caso una concesión ni mucho menos un obsequio. Maduro –hay que
decirlo de una vez- ha sido obligado a dialogar. Obligado incluso –sutil
paradoja de la historia- por aquellos sectores de la oposición que más se
oponen al dialogo.
En peligrosa consonancia con el
partido del capitán Cabello, algunos “salidistas” han levantado una política
anti-diálogo. Su argumento principal es que se trata de un circo destinado a
lavar la cara del gobierno. Pero, aunque fuera así, un lavado de cara
significaría un cambio civilizatorio en la política de gobierno, un cambio que
solo puede favorecer al conjunto de la oposición.
Henrique Capriles y Henri Falcón,
siempre cautelosos, han señalado no ver contradicción entre protesta y diálogo.
Tal vez les faltó decir que un verdadero diálogo solo puede resultar de las
protestas. Un diálogo sin protestas sería caer en el colaboracionismo.
Protestas sin diálogo llevan en cambio a un callejón sin salida. La
dialéctica protesta-diálogo es la que mejor se adecua a las circunstancias
políticas por las cuales atraviesa Venezuela. Renunciar al diálogo (o
debate) significaría renunciar a buscar salidas (sí; escribo salidas) políticas
a las protestas.
Capriles y la gente de la MUD, es
decir, los miembros del partido unitario, saben con toda seguridad que no
dialogan con interlocutores muy democráticos. A pesar de que no obedece a la
línea militarista “clásica” de Cabello, el partido de Maduro es castrista, es
decir, antidemocrático por definición. Tanto Maduro como la gente que lo rodea
imaginan que no están ahí para realizar un buen gobierno, sino para cumplir una
misión sagrada asignada por la historia. Están convencidos, además, de que toda
la oposición está formada por agentes del imperio. Pero aún así, ha habido
ocasiones en la historia en las cuales el instinto de supervivencia ha
predominado por sobre cualquiera ideología. Acerca de ese punto vale la pena
intentar una breve digresión.
Ha habido dictaduras mucho más sólidas
que la del gobierno de Maduro quien se ha visto en la necesidad, no por él
buscada, de abrirse y contemporizar con sus enemigos. Vale la pena recordar que
aún la dictadura franquista de sus últimos tiempos experimentó grietas que
llevarían a la transición.
Adolfo Suárez no nació al día
siguiente de la muerte de Franco. Mientras Franco agonizaba, Suárez llevaba a
cabo conversaciones (diálogos) con sectores de la oposición. Incluso,
fracciones del Opus Dei, partidarias del ingreso de España a la Europa moderna,
habían logrado ya neutralizar a la eminencia gris de Franco, el terrible
Carrero Blanco, antes de que éste fuera ejecutado por la ETA.
Del mismo modo, una de las dictaduras
más terribles que ha asolado Latinoamérica, me refiero a la de Pinochet en
Chile, se vio obligada a bajar sus niveles de represión cuando aparecieron
síntomas de desgaste. A la hora del plebiscito la gran mayoría de la clase
política exiliada había regresado al país. Una parte de la prensa abría sus páginas
a la oposición. Todavía se recuerda al “dedo” televisivo, acusatorio y valiente
de Ricardo Lagos. Tenían lugar demostraciones públicas y reuniones cerradas de
partidos. El laureado filme NO, lo evidenció muy bien.
En ninguno de ambos casos, ni en el
franquista ni en el pinochetista, la apertura fue un regalo de las dictaduras.
Todo lo contrario, las dictaduras fueron obligadas a abrirse, de modo que ya no
son pocos quienes opinan que en ambos casos, la transición –aunque parezca
paradoja – comenzó antes de la transición.
Un caso contrario es el de Cuba, donde
las aperturas económicas no han sido acompañadas con aperturas políticas
significantes. Pero también hay que decir que mientras la política del “mazo
dando” llevó en Cuba al aniquilamiento de la oposición, la oposición de
Venezuela, con más tradición, capacidad de lucha y sentido unitario, ha sabido
resistir, hasta el punto de obligar al régimen a que la reconozca, no solo en
elecciones, sino al nivel del debate público. ¿Imagina alguien un debate
público en el cual Yoani Sánchez pudiera decir “cuatro verdades” a Raúl Castro?
¿No sería esa una gran conquista de la oposición cubana?
La MUD, con todas sus deficiencias
-entre otras no haber sabido reconocer a tiempo el momento de las protestas
callejeras- es una obra de arte en materia de política unitaria. Además, está
mejor posicionada socialmente que el partido “salidista”, el cual entusiasma
mucho a los suyos pero suma poco entre los no suyos. No por casualidad el
propio Leopoldo López, poco antes de ser encarcelado, intentó asumir una
postura socialdemócrata; y esa es la de la MUD.
Capriles, a diferencia de los líderes
del “salidismo”, tiene mejores posibilidades que Machado o López para acceder a
sectores no privilegiados y clientes del “chavismo social”. Además, por su
carácter esencialmente dialógico, es tal vez el único político que tiene
posibilidades de penetrar el campo hasta ahora inexpugnable de los “ni-ni”.
Puede incluso que alguna vez aparezca una salida. Pero esta aparecerá como producto
de la suma y no de la resta de fuerzas; de la unidad y nunca de la división.
El partido número 5
Si estamos utilizando el concepto de
partido para nombrar a las partes políticas que dividen a la realidad
venezolana, hemos de referirnos al movimiento estudiantil. Porque son los
estudiantes quienes están cargando el peso de las protestas sobre sus espaldas.
Sin los estudiantes no habría habido protestas. Sin los estudiantes no habría
habido debate ni diálogo. Sin los estudiantes no habrá democracia.
A diferencia de los partidos
tradicionales, el partido-estudiantil no aspira a hacerse del gobierno ni lucha
por obtener posiciones de poder en el Estado. Por cierto, algunos de los
jóvenes que hoy actúan serán mañana políticos de profesión, pero lo serán como
representantes de otros partidos y no de los estudiantes.
La lucha de los estudiantes está
desprovista de estrategias pre-concebidas y por lo mismo no está sometida a
cálculos precisos. Por eso mismo no puede ser una lucha muy ordenada. Los
estudiantes no son militantes ni militares que obedecen a un comando único. Eso
no significa que la estudiantil es una lucha no racional. Significa solamente
que esa racionalidad no es la misma que la de las organizaciones políticas,
tradicionales o no.
Los partidos y sus ideologías están
presentes entre los estudiantes y atraviesan a todo el movimiento, pues ningún
estudiante vive en una isla. Pero a la vez, el conjunto del movimiento sigue
líneas autónomas que no coinciden con las de los otros “partidos”. La razón es
la siguiente: las luchas estudiantiles representan el principio de la rebelión,
y toda rebelión es antes que nada negación de un determinado orden establecido.
No obstante, la lucha estudiantil no
es absolutamente desinteresada. Los estudiantes luchan antes que nada
por su universidad. Y como la universidad es un centro del saber y no un
centro del poder, los estudiantes luchan por el derecho a saber, es decir, por
el derecho a conocer, a pensar, a discutir, en breve: por el derecho a ser.
No quieren los estudiantes ser
pensados por ninguna ideología, ni sometidos a ningún otro poder que no sea el
que ellos mismos se dan. En ese sentido la lucha de los estudiantes es
predominantemente ética y por lo mismo coincidente con todas las que surgen en
defensa de la autonomía ciudadana. En breve, las estudiantiles son luchas a
favor de la sociedad civil. A través de los estudiantes, la sociedad
civil se defiende a sí misma.
Las rebeliones venezolanas son un
eslabón más en la ya larga cadena conformada por la defensa estudiantil de la
democracia. Ya sea contra Gómez, contra Pérez Jiménez, contra Chávez o contra
Cabello/Maduro, han sido los estudiantes, si no los actores principales, los
actores iniciales. Son ellos los que aún en los momentos de mayor derrota volverán
a comenzar. Las luchas de los estudiantes no tienen final, siempre regresan.
La de los estudiantes venezolanos no
es una lucha aislada ni dentro ni fuera del país. Mucho menos en este siglo XXl
en el cual los estudiantes elevan sus protestas en diversos lugares del mundo,
siempre allí donde la Universidad, y con ello, la sociedad civil, se encuentra
amenazada.
En el Irán de 2009 fueron los
estudiantes quienes se levantaron en contra de una teocracia que quería
convertir a las universidades en templos de la ignorancia. En Túnez, en Egipto
y en Siria de 2011, fueron los estudiantes quienes se levantaron en contra de
las dictaduras de la región. También en el Chile de 2011 los estudiantes se
levantaron en contra de proyectos destinados a convertir a las universidades en
apéndices de las empresas.
En la Venezuela de 2014, continuando las jornadas del 2007, los estudiantes se levantan en contra del proyecto castro-chavista destinado a someter a la sociedad civil al dictado de los cuarteles. En todos estos países han sido los estudiantes quienes han representado el principio de la libertad. La misma libertad por la cual no pocos ya han perdido el don mas valioso que nos ha sido dado: la vida.
En la Venezuela de 2014, continuando las jornadas del 2007, los estudiantes se levantan en contra del proyecto castro-chavista destinado a someter a la sociedad civil al dictado de los cuarteles. En todos estos países han sido los estudiantes quienes han representado el principio de la libertad. La misma libertad por la cual no pocos ya han perdido el don mas valioso que nos ha sido dado: la vida.
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