ALBERTO BARRERA TYSZKA
08 de febrero de 2015
Hay
un relato, aún no escrito, que nace en la imagen del teniente golpista que se
rinde el 4 de febrero de 1992, y termina en la imagen del presidente que se
despide, antes de viajar por última vez a un quirófano en Cuba, el 8 de
diciembre del año 2012. Es un tránsito por el territorio de los símbolos. Es
una historia mediática. Otro logro petrolero. El asombroso proceso de
sacralización de Hugo Chávez Frías.
El
intento de golpe fue, sobre todo en Caracas, una mamarrachada. Las imágenes de
los tanques intentando entrar por las escaleras del Palacio de Miraflores eran
un chiste, ofrecían una versión muy amateur de los militares que se habían
levantado en armas. Chávez convirtió su fracaso en el fracaso del grupo y salió
en la televisión haciendo un llamado a deponer las armas. Él mismo reconoció
que, mientras permanecían detenidos los primeros días, sus propios compañeros
lo tildaron de cobarde. Todavía no había hecho efecto la magia de la
televisión.
Los
escasos segundos que Chávez apareció en pantalla se encontraron con una
audiencia desesperada, ansiosa, sedienta de algo distinto, queriendo cambiar.
Ahí se produjo un hechizo. Ahí, probablemente, Chávez comenzó a darse cuenta de
que las cámaras podían ser más eficaces que las armas. Que la batalla estaba en
otro lado. Que la historia podía también ser un show.
En
vez de llamarse el “día de la dignidad”, el 4 de febrero podría llamarse de
muchas otras maneras. El “día de la televisión”, por ejemplo. O el “día del
azar mediático”, incluso. Podría organizarse un concurso en TVES, donde cada 4
de febrero se le diera la oportunidad a jóvenes desconocidos que aspiran a ser
líderes revolucionarios, caudillos políticos, mesías nacionales. Cada
participante tendría el chance de hablar por 17 segundos frente a las cámaras,
y poner a prueba sus talentos y su carisma. Que no falte Winston Vallenilla en
el jurado, por favor.
Hubo
poca dignidad el 4 de febrero de 1992. En rigor, un sector de la sociedad, de
manera violenta, trató de imponerle a todo el país su propia versión de la
realidad y del futuro. No lo consultaron con nadie, ni se preocuparon por cómo
podría reaccionar la gran masa ciudadana del país. Ellos tenían su verdad y
trataron de aplicarla con las armas. No deja de ser revelador e indignante que
a muchos de los soldados que participaron los llevaron bajo engaño, sin
decirles que iban a dar un golpe. Hoy, 23 años después, reciben
condecoraciones. Las víctimas no cuentan la historia.
Un
ejercicio muy tentador es tomar muchas de las declaraciones de aquellos años, o
toda la retórica oficial que de manera posterior se empeña en glorificar ese
intento de golpe de Estado, y contraponerlas a la realidad que vivimos ahora
como país. Cuando Nicolás Maduro afirma esta semana que “el 4F está vigente en
su espíritu de rebelión contra la oligarquía” quizás de manera involuntaria
produce un cortocircuito en más de un compañero dentro y fuera de la FANB. Tal
vez, alguno de los astutos patriotas cooperantes que alimentan diariamente al
camarada Cabello pudiera sospechar que el presidente está haciendo un llamado
subliminal para que le den un golpe.
Porque
ciertamente se podría pensar que las razones que invocaron los golpistas hace
23 años están aún vigentes. Y no lo digo solo por la crisis económica, sino
también por el comportamiento de la nueva oligarquía. Ahora cualquiera podría
indignarse y levantarse y gritar en contra de las empresas de maletín, en
contra de las toneladas de comida podrida, en contra de los vuelos privados en
aviones de Pdvsa… en contra de una élite que se ha corrompido y que se empeña
en no ver la realidad, en darle la espalda al país.
Han
pasado años creando un paraíso simbólico. Ahora pretenden privatizarlo. Es un
cielo donde solo pueden entrar ellos. Los demás son conspiradores, apátridas,
saboteadores, asesinos… Ellos no. Ellos son santos. Metieron el 4F en un altar.
Lo encerraron en una iglesia. Pero de nada sirve: el “por ahora” de la historia
hoy los persigue.
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