Francisco Fernández-Carvajal 06 de septiembre
de 2019
@hablarcondios
— El sábado, un día dedicado a la Virgen. Honrarla
especialmente y meditar sus virtudes.
— La obediencia de la fe.
— Vida de fe de Santa María.
I. Hoy, sábado, es
un día apropiado para que meditemos la vida de fe de la Virgen y le pidamos su
ayuda para crecer más y más en esta virtud teologal. Desde los primeros siglos,
los cristianos han dedicado este día de la semana a honrar de modo muy particular
a Nuestra Señora. Algunos teólogos, antiguos y recientes, señalan razones de
conveniencia para honrar en este día a nuestra Madre del Cielo. Entre otras,
porque el sábado fue para Dios el día de descanso, y la Virgen fue aquella en
la que –como escribe San Pedro Damián– «por el misterio de la Encarnación, Dios
descansó como en un lecho sacratísimo»1;
el sábado es también preparación y camino del domingo, símbolo y signo de la
fiesta del Cielo, y la Virgen Santísima es la preparación y el camino hacia
Cristo, puerta de la felicidad eterna2.
Santo Tomás señala que dedicamos el sábado a nuestra Madre porque «conservó en
ese día la fe en el misterio de Cristo mientras Él estaba muerto»3.
Y además está el argumento de amor: los cristianos necesitamos un día
particular para honrar a Santa María.
Desde muy antiguo, en iglesias, capillas, ermitas y
oratorios se reza o se canta la Salve, u otras preces marianas, en la tarde del
sábado. Y muchos cristianos procuran esmerarse este día en honrar a la Reina del
Cielo: escogen una jaculatoria para repetírsela muchas veces en el día, hacen
una visita a alguna persona enferma o sola o necesitada, ofrecen una
mortificación que marca ese día mariano, acuden a rezar a alguna ermita o
iglesia dedicada a la Virgen, ponen más atención en las oraciones que le
dirigen: Santo Rosario, Ángelus o Regina Coeli, la Salve...
Existen muchas devociones marianas, y el cristiano no
tiene por qué vivirlas todas, pero «no posee la plenitud de la fe quien no vive
alguna de ellas, quien no manifiesta de algún modo su amor a María.
»Los que consideran superadas las devociones a la
Virgen Santísima, dan señales de que han perdido el hondo sentido cristiano que
encierran, de que han olvidado la fuente de donde nacen: la fe en la voluntad salvadora
de Dios Padre, el amor a Dios Hijo que se hizo realmente hombre y nació de una
mujer, la confianza en Dios Espíritu Santo que nos santifica con su gracia»4.
«Si buscas a María, encontrarás “necesariamente” a
Jesús, y aprenderás –siempre con mayor profundidad– lo que hay en el Corazón de
Dios»5. Consideremos cómo vivimos el sábado habitualmente, y si
tenemos específicos detalles de cariño hacia la Virgen.
II. Busquemos hoy a
Nuestra Señora meditando su fe grande, mayor que la de cualquier otra criatura.
Antes de que el Ángel anunciara a la Virgen que había sido elegida para ser la
Madre de Dios, Ella meditaba la Sagrada Escritura y profundizaba en su
conocimiento como nunca lo hizo otra inteligencia humana. Su entendimiento, que
nunca había estado afectado por los daños del pecado, y además esclarecido por
la fe y los dones del Espíritu Santo, meditaría con hondura las profecías
referentes al Mesías. Esta luz divina, y su amor sin límites a Dios y a los
hombres, le hacían anhelar y clamar por la venida del Salvador con mayor
vehemencia que los Patriarcas y todos los justos que la habían precedido. Y el
Señor se complacía en esa oración llena de fe y de esperanza. Ella, con esa
oración, daba más gloria a Dios que el universo entero con todas las demás
criaturas.
Cuando llegó la plenitud de los tiempos, bajo la
mirada amorosa de la Santísima Trinidad, ante la expectación de los ángeles del
Cielo, la Virgen recibe la embajada del Ángel: Dios te salve, llena de
gracia, el Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres6.
Narra San Lucas que la Virgen se turbó al escuchar el mensaje
del Ángel, y se puso a considerar qué significaría tal salutación7.
En su alma nada se resiste, nada se opone, todo está abierto a la acción
directa de Dios. En Ella no hay limitación alguna al querer divino. Dios había
preparado su corazón llenándola de gracia, y su libre cooperación a estos dones
la convierte en buena tierra para recibir la semilla divina.
Inmediatamente prestó su asentimiento pleno, abandonada en el Señor: fiat
mihi secundum verbum tuum, hágase en mí según tu palabra.
«En la Anunciación María se ha abandonado en
Dios completamente, manifestando “la obediencia de la fe” a aquel que
le hablaba a través de su mensajero y prestando “el homenaje del entendimiento
y de la voluntad” (Const. Dei Verbum, 5). Ha respondido, por
tanto, con todo su “yo” humano, femenino, y en esta respuesta de fe
estaban contenidas una cooperación perfecta con “la gracia de Dios que previene
y socorre” y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que
“perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones” (Ibídem, 5;
cfr. Const. Lumen gentium, 56)»8.
En la Anunciación tiene lugar el momento culminante de la fe de María: tiene
realidad lo que tantas veces había meditado en la intimidad de su corazón;
«pero es además el punto de partida, de donde inicia todo su “camino hacia
Dios”, todo su camino de fe»9.
Esta es la primera consecuencia de la fe de Santa
María en su vida: una plena obediencia a los planes de Dios, que Ella ve con
especial hondura. Mirando a nuestra Madre del Cielo vemos nosotros si la fe nos
mueve a llevar a cabo la voluntad de Dios, sin poner límites; a querer lo
que Él quiere, cuando quiera y del modo que
quiera. Examinemos cómo aceptamos las contrariedades normales de la jornada,
cómo amamos la enfermedad, el dolor, los planes que hemos de cambiar por
circunstancias imprevistas, el fracaso, todo aquello que es contrario a los
propios planes o modos de actuar... Pensemos si realmente los resultados
positivos y también estas realidades penosas o difíciles de llevar nos
santifican, o si, por el contrario, nos alejan del Señor.
III. La
vida de Nuestra Señora no fue fácil. No le fueron ahorradas pruebas y dificultades,
pero su fe saldrá siempre victoriosa y fortalecida, convirtiéndose en modelo
para todos nosotros. «Como Madre, enseña; y, también como Madre, sus lecciones
no son ruidosas. Es preciso tener en el alma una base de finura, un toque de
delicadeza, para comprender lo que nos manifiesta, más que con promesas, con
obras.
»Maestra de fe. ¡Bienaventurada tú, que has
creído! (Lc 1, 45), así la saluda Isabel, su prima, cuando
Nuestra Señora sube a la montaña para visitarla. Había sido maravilloso aquel
acto de fe de Santa María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra (Lc 1, 38). En el Nacimiento de su Hijo
contempla las grandezas de Dios en la tierra: hay un coro de ángeles, y tanto
los pastores como los poderosos de la tierra vienen a adorar al Niño. Pero
después la Sagrada Familia ha de huir a Egipto, para escapar de los intentos
criminales de Herodes. Luego, el silencio: treinta largos años de vida
sencilla, ordinaria, como la de un hogar más de un pequeño pueblo de Galilea»10.
En los años de Nazaret brilla en silencio la
fe de la Virgen. El Hijo que Dios le ha dado es un niño que crece y se
desarrolla como el resto de los seres humanos, que aprende a hablar, a caminar
y a trabajar como los demás. Pero sabe que aquel niño es el Hijo de Dios, el
Mesías esperado durante siglos. Cuando lo contempla inerme en sus brazos, sabe
que es el Omnipotente. Sus relaciones con Él están llenas de amor, porque es su
hijo, y de respeto, porque es su Dios. Cuando salen de su boca las primeras
palabras entrecortadas, lo mira como a la Sabiduría infinita; cuando lo ve
entretenido en sus juegos de niño, o fatigado –después de una jornada de
trabajo junto a José, cuando ya es un adolescente–, reconoce en Él al Creador
del cielo y de la tierra.
La Virgen actualizaba su fe en los pequeños sucesos de
los días normales; se encendía en el trato íntimo con Jesús, y fue creciendo de
día en día con esa oración continua que era la relación permanente con su Hijo,
enfocando con visión sobrenatural los pequeños y grandes acontecimientos de su
vida, santificando «lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como
intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención
hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco
o de amistad»11.
La fe de Santa María alcanzó su punto culminante iuxta
crucem Iesu. Sin palabras, con su sola presencia en el Calvario por
designio divino12,
manifiesta que la luz de la fe alumbra con esplendor incomparable en su
corazón.
Toda la vida de María fue una obediencia a la
fe. Contemplándola se comprende que «creer quiere decir “abandonarse” en la
verdad misma de la palabra de Dios viviente, sabiendo y reconociendo
humildemente “¡cuán insondables son sus designios e inescrutables sus
caminos!” (Rom 11, 33). María, que por la eterna voluntad
del Altísimo se ha encontrado, puede decirse, en el centro mismo de aquellos
“inescrutables caminos” y de los “insondables designios” de Dios, se conforma a
ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo
lo que está dispuesto en el designio divino»13.
«Nos falta fe. El día en que vivamos esta virtud
–confiando en Dios y en su Madre–, seremos valientes y leales. Dios, que es el
Dios de siempre, obrará milagros por nuestras manos.
»—¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre
mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!»14,
que sepa enfocar y dirigir todos los acontecimientos con una fe serena e
inconmovible.
1 San
Pedro Damián, Opúsculo 33, De bono sufragiorum, PL 145,
566. —
2 Cfr. G.
Roschini, La Madre de Dios, Madrid 1958, vol. II, p. 596.
—
3 Santo
Tomás, Sobre los mandamientos, en Escritos de
Catequesis, p. 239. —
4 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 142. —
5 ídem, Forja,
n. 661. —
6 Lc 1,
28. —
7 Lc 1,
29. —
8 Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 13. —
9 Ibídem,
14. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 284. —
11 ídem, Es
Cristo que pasa, 148. —
12 Cfr. Conc. Vat.
II, Const. Lumen gentium, 58. —
13 Juan
Pablo II, o. c., 14. —
14 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 235.
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