Francisco Fernández-Carvajal 11 de marzo de
2020
@hablarcondios
— El desprendimiento de
las cosas nos da la necesaria libertad para seguir a Cristo. Los bienes son
solo medios.
— Desasimiento y
generosidad. Algunos ejemplos.
— Desprendimiento de lo
superfluo y de lo necesario, de la salud, de los dones que Dios nos ha dado, de
lo que tenemos y usamos...
I. En este tiempo
de Cuaresma, la Iglesia nos hace muchas llamadas para que nos soltemos de las
cosas de esta tierra, y llenar así de Dios nuestro corazón. En la Primera
lectura de la Misa de hoy nos dice el profeta Jeremías: Bendito quien
confía en el Señor, y pone en Él su confianza: Será un árbol plantado junto al
agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo
sentirá, su hoja estará verde; en el año de sequía no se inquieta, no deja de
dar fruto1. El Señor cuida del alma que tiene puesto en Él su corazón.
Quien pone su confianza en las cosas de la
tierra, apartando su corazón del Señor, está condenado a la
esterilidad y a la ineficacia para aquello que realmente importa: será
como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien; habitará en la aridez del
desierto, tierra salobre e inhóspita2.
El Señor desea que nos ocupemos de las cosas de la
tierra, y las amemos correctamente: Poseed y dominad la tierra3. Pero una persona que ame «desordenadamente» las cosas de la
tierra no deja lugar en su alma para el amor a Dios. Son incompatibles el
«apegamiento» a los bienes y querer al Señor: no podéis servir a Dios y
a las riquezas4. Las cosas pueden convertirse en una atadura que impida
alcanzar a Dios. Y si no llegamos hasta Él, ¿para qué sirve nuestra vida? «Para
llegar a Dios, Cristo es el camino; pero Cristo está en la Cruz, y para subir a
la Cruz hay que tener el corazón libre, desasido de las cosas de la tierra»5. Él nos dio ejemplo: pasó por los bienes de esta tierra con
perfecto señorío y con la más plena libertad. Siendo rico, por nosotros
se hizo pobre6. Para seguirle, nos dejó a todos una condición indispensable: cualquiera
de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo7. Esta condición es también imprescindible para quienes le
quieran seguir en medio del mundo. Este no renunciar a los bienes llenó de
tristeza al joven rico, que tenía muchas posesiones8 y estaba muy apegado a ellas. ¡Cuánto perdió aquel
día este hombre joven que tenía «cuatro cosas», que pronto se le escaparían de
las manos!
Los bienes materiales son buenos, porque son de Dios.
Son medios que Dios ha puesto a disposición del hombre desde su creación, para
su desarrollo en la sociedad con los demás. Somos administradores de esos
bienes durante un tiempo, por un plazo corto. Todo nos debe servir para amar a
Dios –Creador y Padre– y a los demás. Si nos apegamos a las cosas que tenemos y
no hacemos actos de desprendimiento efectivo, si los bienes no sirven para
hacer el bien, si nos separan del Señor, entonces no son bienes, se convierten
en males. Se excluye del reino de los cielos quien pone las riquezas como
centro de su vida; idolatría llama San Pablo a la avaricia9. Un ídolo ocupa entonces el lugar que solo Dios debe ocupar.
Se excluye de una verdadera vida interior, de un trato
de amor con el Señor, aquel que no rompe las amarras, aunque sean finas, que
atan de modo desordenado a las cosas, a las personas, a uno mismo. «Porque poco
se me da –dice San Juan de la Cruz– que un ave esté asida a un hilo delgado en
vez de a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida estará a él como al
grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más
fácil de quebrar; pero, por fácil que es, si no lo rompe, no volará»10.
El desprendimiento aumenta nuestra capacidad de amar a
Dios, a las personas y a todas las cosas nobles de este mundo.
II. El Evangelio de
la Misa nos presenta a uno que hacía mal uso de los bienes. Había un
hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y cada día celebraba
espléndidos banquetes. En cambio, un pobre llamado Lázaro yacía sentado a su
puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del
rico11.
Este hombre rico tiene un marcado sentido de la vida,
una manera de vivir: «Se banqueteaba». Vive para sí, como si Dios no existiera,
como si no lo necesitara. Vive a sus anchas, en la abundancia. No dice la
parábola que esté contra Dios ni contra el pobre: únicamente está ciego para
ver a Dios y a uno que le necesita. Vive constantemente para sí mismo. Quiere
encontrar la felicidad en el egoísmo, no en la generosidad. Y el egoísmo ciega,
y degrada a la persona.
¿Su pecado? No tuvo en cuenta a Lázaro, no lo vio. No
utilizó los bienes según el querer de Dios. «Porque la pobreza no condujo a
Lázaro al Cielo, sino la humildad, y las riquezas no impidieron al rico entrar
en el gran descanso, sino su egoísmo e infidelidad»12, dice con gran profundidad San Gregorio Magno.
El egoísmo y el aburguesamiento impiden ver las
necesidades ajenas. Entonces, se trata a las personas como cosas (es grave ver
a las personas como cosas, que se toman o se dejan según interese), como cosas
sin valor. Todos tenemos mucho que dar: afecto, comprensión, cordialidad y
aliento, trabajo bien hecho y acabado, limosna a gente necesitada o a obras
buenas, la sonrisa cotidiana, un buen consejo, ayudar a nuestros amigos para
que se acerquen a los sacramentos...
Con el ejercicio que hagamos de la riqueza –mucha o
poca– que Dios ha depositado en nosotros nos ganamos la vida eterna. Este es
tiempo de merecer. Siendo generosos, tratando a los demás como a hijos de Dios,
somos felices aquí en la tierra y más tarde en la otra vida. La caridad, en sus
muchas formas, es siempre realización del reino de Dios, y el único bagaje que
sobrenadará en este mundo que pasa.
Este desasimiento ha de ser efectivo, con
resultados bien determinados que no se consiguen sin sacrificio, y
también natural y discreto, como corresponde a los
cristianos que viven en medio del mundo y que han de usar los bienes como instrumentos
de trabajo o en tareas apostólicas. Se trata de un desprendimiento positivo,
porque resultan ridículamente pequeñas, e insuficientes, todas las cosas de la
tierra en comparación del bien inmenso e infinito que pretendemos alcanzar; es
también interno, que afecta a los deseos; actual,
porque requiere examinar con frecuencia en qué tenemos puesto el corazón y
tomar determinaciones concretas que aseguren la libertad interior; alegre,
porque tenemos los ojos puestos en Cristo, bien incomparable, y porque no es
una mera privación, sino riqueza espiritual, dominio de las cosas y plenitud.
III. El
desprendimiento nace del amor a Cristo y, a la vez, hace
posible que crezca y viva este amor. Dios no habita en un alma llena
de baratijas. Por eso es necesaria una firme labor de vigilancia y de limpieza
interior. Este tiempo de Cuaresma es muy oportuno para examinar nuestra actitud
ante las cosas y ante nosotros mismos: ¿tengo cosas innecesarias o superfluas?,
¿llevo una cuenta o control de los gastos que hago para saber en qué invierto
el dinero?, ¿evito todo lo que significa lujo o mero capricho, aunque no lo sea
para otro?, ¿practico habitualmente la limosna a personas necesitadas o a obras
apostólicas con generosidad, sin cicaterías?, ¿contribuyo al sostenimiento de
estas obras y al culto de la Iglesia con una aportación proporcionada a mis
ingresos y gastos?, ¿estoy apegado a las cosas o instrumentos que he de
utilizar en mi trabajo?, ¿me quejo cuando no dispongo de lo necesario?, ¿llevo
una vida sobria, propia de una persona que quiere ser santa?, ¿hago gastos
inútiles por precipitación o por no prevenir?
El desprendimiento necesario para seguir de cerca al
Señor incluye, además de los bienes materiales, el desprendimiento de
nosotros mismos: de la salud, de lo que piensan los demás de nosotros, de
las ambiciones nobles, de los triunfos y éxitos profesionales.
«Me refiero también (...) a esas ilusiones limpias,
con las que buscamos exclusivamente dar toda la gloria a Dios y alabarle,
ajustando nuestra voluntad a esta norma clara y precisa: Señor, quiero esto o
aquello solo si a Ti te agrada, porque si no, a mí, ¿para qué me interesa?
Asestamos así un golpe mortal al egoísmo y a la vanidad, que serpean en todas
las conciencias; de paso que alcanzamos la verdadera paz en nuestras almas, con
un desasimiento que acaba en la posesión de Dios, cada vez más íntima y más
intensa»13. ¿Estamos desprendidos así de los frutos de nuestra labor?
Los cristianos deben poseer las cosas como si
nada poseyesen14. Dice San Gregorio Magno que «posee, pero como si nada
poseyera, el que reúne todo lo necesario para su uso, pero prevé cautamente que
presto lo ha de dejar. Usa de este mundo como si no usara, el que dispone de lo
necesario para vivir, pero no dejando que domine a su corazón, para que todo
ello sirva, y nunca desvíe, la buena marcha del alma, que tiende a cosas más
altas»15.
Desprendimiento de la salud corporal. «Consideraba lo
mucho que importa no mirar nuestra flaca disposición cuando entendemos se sirve
al Señor (...). ¿Para qué es la vida y la salud, sino para perderla por tan
gran Rey y Señor? Creedme, hermanas, que jamás os irá mal en ir por aquí»16.
Nuestros corazones para Dios, porque para Él han sido
hechos, y solo en Él colmarán sus ansias de felicidad y de infinito. «Jesús no
se satisface “compartiendo”: lo quiere todo»17. Todos los demás amores limpios y nobles, que constituyen
nuestra vida aquí en la tierra, cada uno según la específica vocación recibida,
se ordenan y se alimentan en este gran Amor: Jesucristo Señor Nuestro.
«Señor, tú que amas la inocencia y la devuelves a
quien la ha perdido, atrae hacia ti nuestros corazones y abrásalos en el fuego
de tu Espíritu»18.
Nuestra Madre Santa María nos ayudará a limpiar y
ordenar los afectos de nuestro corazón para que solo su Hijo reine en él. Ahora
y por toda la eternidad. Corazón dulcísimo de María, guarda nuestro corazón y
prepárale un camino seguro.
1 Jer 17,
7-8. —
2 Jer 17,
6. —
3 Cfr. Gen 1,
28. —
4 Mt 6,
24. —
5 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, X. —
6 Cfr.
2 Cor 8, 9. —
7 Lc 14,
33. —
8 Mc 10,
22. —
9 Col 3,
5. —
10 San
Juan de la Cruz, Llama de amor viva, 11, 4. —
11 Lc 16
19-21. —
12 San
Gregorio Magno, Homilías sobre el Evangelio de San Lucas,
40, 2. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 114. —
14 1
Cor 7, 30. —
15 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 36. —
16 Santa
Teresa, Fundaciones, 28, 18. —
17 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 155. —
18 Oración
colecta de la Misa del día.
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