Moisés Naím y Francisco Toro 02 de marzo de
2020
@MoisesNaim y @QuicoToro
El
desastre de Maduro poco tiene que ver con la ideología
En
los últimos tres años, las escenas trágicas de pobreza y caos han dominado la
cobertura de la crisis política en Venezuela, una nación que fue uno de los
países más ricos y democráticos de Sudamérica. Venezuela se ha convertido tanto
en un sinónimo de fracaso como, curiosamente, en una especie de papa caliente
ideológica, un artefacto retórico que se introduce en las discusiones políticas
en todo el mundo.
En
países tan diversos como Brasil y México, Italia y los Estados Unidos, los
políticos invocan a Venezuela como un cuento con moraleja sobre los peligros
del socialismo. Los candidatos de izquierda —desde Jeremy Corbyn, en el Reino
Unido, hasta Pablo Iglesias, en España— se ven acusados de simpatizar con el
socialismo chavista y sufren serios daños políticos por su asociación con los
gobernantes venezolanos. La imputación, repetida sin cesar, es que el fracaso
de Venezuela es el fracaso de una ideología. Según esta tesis, el socialismo
tiene la culpa, y si los votantes toman la decisión equivocada en las urnas, el
caos y la crisis podrían extenderse a sus países también.
Como toda publicidad engañosa, esta es efectiva porque
contiene un elemento de verdad. Las políticas socialistas del expresidente Hugo
Chávez devastaron el país. Las expropiaciones caóticas y a gran escala, los
desastrosos controles de precios y de cambio, las regulaciones sofocantes y la
hostilidad desenfrenada hacia el sector privado ayudaron a producir la
catástrofe económica en Venezuela. Pocas guerras han destruido tanto la riqueza
de una nación como las políticas de Chávez y de su sucesor, Nicolás Maduro.
Pero también, como toda publicidad engañosa, esta
oscurece más de lo que revela. La causa más profunda de la implosión de
Venezuela no es la adhesión doctrinaria de Maduro al socialismo sino, más bien,
el deslizamiento del país hacia la cleptocracia. Centrarse en que Venezuela es
un fracaso del socialismo es nublar el quid de la cuestión: el colapso del
estado venezolano y la apropiación de sus recursos por una confederación de criminales
despiadados que actúan dentro y fuera del país.
Esta dinámica se ignora en muchas de las discusiones
sobre Venezuela, las cuales siguen tratando el enfrentamiento de Maduro con sus
oponentes como una variante de la ya conocida confrontación política entre la
izquierda y la derecha. Tales apreciaciones tienden a describir el país como si
fuera otra democracia fraccionada, donde hay batallas feroces y en ocasiones
violentas entre partidos rivales. Pero pensar en Venezuela como una democracia
perturbada o solo como un ejemplo del fracaso del socialismo impide captar
plenamente las causas y consecuencias del trance que vive el país.
En realidad, la democracia de Venezuela colapsó hace
años. Las encuestas muestran consistentemente que cuatro
de cada cinco venezolanos quieren que Maduro deje su cargo de
inmediato, pero ningún mecanismo democrático puede satisfacer su demanda. Con
las elecciones groseramente amañadas, varios observadores han propuesto
soluciones más drásticas, pero las demás opciones —los golpes militares, las
conspiraciones palaciegas y las intervenciones extranjeras— parecen solo
posibilidades remotas. Algunos expertos extranjeros aconsejan negociar y se
ofrecen como intermediarios. Pero los intentos de facilitar conversaciones
eluden el problema principal: el hecho de que la oposición en Venezuela no es
una facción reconocida por el gobierno como en una democracia parlamentaria
normal. Los miembros de la oposición son más bien como rehenes —y, en el caso
de los muchos presos políticos, son literalmente rehenes— de una camarilla
criminal que explota despiadadamente la riqueza mineral del país para su propio
beneficio.
UNA GUARIDA DE LADRONES
Maduro sigue vendiendo la retórica del socialismo,
pero su gobierno autoritario ha construido no un paraíso obrero sino una
guarida de ladrones. La clásica dictadura latinoamericana del siglo XX —la que
los politólogos denominan un “régimen autoritario burocrático”— era sumamente
institucional: una máquina estatal opresiva pero eficiente, apuntalada por una
amplia burocracia, mantenía el poder y suprimía la disidencia. La Venezuela
contemporánea no es para nada así.
El gobierno de Maduro es una confederación de grupos
criminales domésticos e internacionales cuyo presidente tiene el rol de capo de
la mafia. Lo que mantiene unido al régimen no es ni la ideología ni la búsqueda
de un orden rígido: es la lucha por el botín que emana de una vertiginosa
variedad de fuentes ilegales.
Hoy en día, Venezuela es un nodo central para los
traficantes de todo tipo de contrabando: desde productos básicos de consumo
cuyos precios están controlados hasta cocaína destinada a los Estados Unidos y
Europa, así como diamantes, oro, coltán, armas y trabajadores sexuales. La
proliferación de bodegones —comercios semilegales que se burlan de los
controles de precios vendiendo bienes de consumo contrabandeados— ha
reestructurado cada vez más el mercado interno para lo que queda de la clase
media. Estos intermediarios luego canalizan los ingresos directamente a amigos,
familiares y cómplices de la élite gobernante.
Pero los compinches del gobierno y de los militares no
son los únicos que controlan las grandes empresas criminales. Las denominadas
megabandas que operan desde las cárceles se han convertido en la única autoridad
civil efectiva en vastos territorios, al igual que los insurgentes de los
movimientos guerrilleros de la vecina Colombia. Ambos extorsionan a miles de
pequeños comerciantes, agricultores y ganaderos. Algunos controlan las minas
ilegales, de modo que alivian a las autoridades locales del violento asunto de
poner orden en los asentamientos mineros, y proporcionan al gobierno su última
fuente confiable de divisas tras las sanciones al sector petrolero.
Al regresar a sus oficinas con aire acondicionado en
Caracas, los peces gordos del régimen se posan en la cima de su botín. Jorge
Giordani, el ministro de planificación de Chávez y ahora opositor al régimen,
calculó que estos funcionarios malversaron 300.000 millones de dólares durante
el auge petrolero entre 2003 y 2014. La cifra exacta podría discutirse, pero no
la escala macroeconómica de la cleptocracia chavista.
Caracas se ha convertido en una de las capitales del
mundo del lavado de dinero. Tras haber robado sumas incalculables, los
funcionarios venezolanos y sus compinches han forjado amistades poderosas en
todo el mundo. The Washington Post reveló recientemente que
un empresario vinculado al régimen contrató los servicios legales del abogado y
político Rudy Giuliani, mientras que Erik Prince, el dueño de la empresa militar Blackwater,
vuela con frecuencia a Caracas
para conseguir negocios.
Cuando los investigadores judiciales de los Estados
Unidos y Europa miran a Venezuela, lo que ven es una inmensa red de crimen
organizado torpemente encubierta tras la fachada de un gobierno socialista.
LIBIA EN EL CARIBE
Para los diplomáticos y políticos en el exterior, el
país luce como un estado fallido. Gran parte de su vasto territorio sigue sin
gobierno y está totalmente alienado de las disputas políticas de la capital.
Desde el comienzo de 2019, cuando Juan Guaidó, el presidente de la Asamblea
Nacional, se convirtió para muchos —dentro y fuera de Venezuela— en el presidente interino y líder legítimo del país según
la Constitución, Venezuela se ha visto envuelta en una crisis de autoridad que
sigue sin resolverse. El país corre el riesgo de convertirse en la Libia del
Caribe: una nación con dos gobiernos que compiten por el poder, cada uno con el
apoyo de una coalición distinta de naciones extranjeras.
Más de 50 países reconocen la reivindicación de la
presidencia hecha por Guaidó y la mayoría de las grandes democracias lo apoyan.
Pero dentro de Venezuela, quienes tienen las armas siguen leales a Maduro,
quien ha hecho todo lo posible por mantener el monopolio de la violencia, aun
cuando ha perdido el reconocimiento internacional. A principios de este año,
Maduro instaló como presidente de la Asamblea Nacional a un antiguo aliado de
Guaidó. Con su cargo en disputa, Guaidó apeló a la ayuda externa: este enero
recorrió el mundo, reuniéndose con líderes latinoamericanos y con el Secretario
de Estado de los Estados Unidos, Mike Pompeo, así como con Emmanuel Macron,
Angela Merkel, Boris Johnson y Justin Trudeau. Guaidó también ocupó un
codiciado lugar en la lista de oradores del pleno del Foro Económico Mundial en
Davos.
Como los libios, los venezolanos van descubriendo que
tener dos presidentes puede ser peor que no tener ninguno. En bancarrota por la
corrupción, la mala gestión y las sanciones que han paralizado el sector
petrolero —su principal fuente de divisas— el estado venezolano ahora vive de
los ingresos comparativamente exiguos de la minería ilegal y de las
exportaciones ilícitas de petróleo facilitadas por empresas rusas. El éxodo masivo de venezolanos, desde 2017,
es otra señal inequívoca del fracaso de este estado. Aproximadamente el diez por
ciento de la población ha abandonado el país en los últimos años. Los
venezolanos están huyendo no solo de la indigencia sino también del colapso del
orden público y de la falta de los servicios más básicos: la electricidad, el
agua corriente, las telecomunicaciones, las carreteras, una moneda que
funcione, la salud y la educación. A fin de cuentas, estos refugiados no huyen
del “socialismo” —se escapan de un gobierno infernal y fracasado.
NO LLEGAN LOS REFUERZOS
El colapso de Venezuela amenaza la estabilidad de toda
la región. Colombia es el país más vulnerable, pero el fracaso del estado
venezolano repercute en todo el hemisferio, desde Brasil, cuyo distrito más
septentrional soporta el peso de los refugiados venezolanos hambrientos y
enfermos, hasta Aruba, un centro del narcotráfico y de la trata de personas.
Los líderes de Venezuela también han tratado de
exportar la inestabilidad. Desde los años de Chávez y con la dirección de Cuba, el régimen venezolano ha prestado un
apoyo entusiasta a los grupos de extrema izquierda en toda América Latina.
Maduro habla con frecuencia sobre su deseo de socavar a sus opositores en toda
la región. En la medida que una América Latina estable y democrática es una
prioridad para la seguridad nacional de los Estados Unidos, la implosión de
Venezuela es una amenaza no solo para los países vecinos sino también para la
superpotencia norteamericana.
Mientras Maduro siga desestabilizando la región, los
observadores y comentaristas políticos no descartarán la perspectiva de una
intervención militar para deponerlo. Durante más de un año, la administración
del presidente estadounidense Donald Trump ha ostentosamente proclamado que
“todas las opciones siguen sobre la mesa”. Esta formulación —una alusión
taimada a una intervención militar— parece dirigida más a los exiliados
venezolanos registrados para votar en la Florida que a los planificadores
militares del Pentágono. Desesperados por una solución rápida y mágica a un
problema que ha trastornado sus vidas, los exiliados se han unido a la causa de
Trump. Al fin y al cabo, no es sorprendente que los venezolanos clamen por
deshacerse de Maduro y sus secuaces.
Pero los gobiernos extranjeros no están muy dispuestos
a invadir Venezuela y arriesgar vidas y recursos para forzar un cambio de
régimen. Tanto los países latinoamericanos como la Unión Europea rechazan de
manera categórica la sugerencia de una intervención armada. Y los Estados
Unidos no tiene ninguna intención de llevar a cabo una operación militar de
gran envergadura en Venezuela. Una invasión podría terminar desastrosamente,
dada la presencia de grupos armados por todo el país. El gobierno de Maduro
coopera estrechamente con Rusia en cuestiones de defensa, lo que hace de
Venezuela un complicado teatro militar. Además de Rusia, China, Cuba
y Turquía se opondrían a cualquier intervención dirigida por los Estados
Unidos. Así que aunque muchos venezolanos en el exilio creen que solo una
fuerza externa podría tumbar a Maduro, ningún gobierno extranjero parece querer
exponerse a una desventura tropical.
LAS TEORÍAS DEL CAMBIO
En los últimos tres años, varias “teorías del cambio”
han presentado posibles salidas a la calamidad actual de Venezuela. Pero hasta
ahora tales teorías han fracasado por ver, equivocadamente, la crisis de
Venezuela en términos ideológicos.
En el 2017, las esperanzas se centraban en las urnas.
Los activistas venezolanos solicitaron un referéndum revocatorio para acortar
el período de Maduro en el cargo. Esa medida está consagrada en la constitución
del país, y parecía la última y mejor esperanza para asegurar una transición
ordenada. Pero ese mismo año, el Tribunal Supremo —una entidad controlada por
Maduro— la impidió. Después, en el 2018, Maduro ganó una elección presidencial
que casi todo el mundo consideró fraudulenta, visto que este inhabilitó a las
principales figuras de la oposición para que no pudieran postularse y que las
bandas de Maduro se dedicaron a intimidar a los votantes. Además, no se
permitió la presencia de ningún observador electoral extranjero en el
escrutinio de las urnas y los medios de comunicación estuvieron fuertemente
controlados. En retrospectiva, la esperanza de que las urnas pudieran vencer a
una cleptocracia violenta ahora parece perdidamente ingenua.
Desilusionados con los resultados electorales, algunos
venezolanos llegaron a desear un golpe militar. Dada la catástrofe económica y
las protestas callejeras diarias, estos suponían que los militares venezolanos
optarían por expulsar a Maduro antes de perder totalmente el control de la
situación. Pero a finales de 2017, a pesar de un ciclo de protestas callejeras
que dejó a miles de personas encarceladas y docenas de muertos, los militares
se mantuvieron leales al gobierno.
Cuando la situación económica de Venezuela implosionó
en 2018, muchos observadores dentro y fuera del país pensaron que los
venezolanos empobrecidos, empujados al borde del abismo por la escasez de
alimentos, podrían sublevarse. Los opositores al régimen esperaban que esos
mismos soldados que el año anterior habían reprimido a los manifestantes de
clase media estuviesen menos dispuestos a atacar a la gente hambrienta de los barrios
pobres, pues, se suponía que el gobierno de Maduro era el abanderado de una
revolución socialista. Una vez más, el lente ideológico resultó engañoso: los
militares arremetieron contra los manifestantes de las clases populares tan
despiadadamente como lo habían hecho contra los manifestantes de la clase media
en 2014 y 2017.
El surgimiento de Guaidó como figura clave en 2019
inspiró más visiones de cambio radical. Los países democráticos —desde Chile
hasta Croacia— dejaron de reconocer el régimen de Maduro, y los ingresos
petroleros se derrumbaron. Pero Maduro respondió aumentando los recursos de sus
fuerzas de seguridad con las ganancias, blanqueadas internacionalmente, del oro
extraído por bandas armadas que usan como mano de obra a venezolanos desesperados
y hambrientos.
A lo largo de ese período, voces conciliadoras
intentaron lograr una solución negociada. Se esperaba que un actor neutral de
la comunidad internacional (tal vez Noruega o Uruguay) pudiera negociar un
acuerdo de reparto de poder que allanara el camino hacia un cambio de régimen
controlado. Pero Maduro tiene un fuerte control sobre su empresa criminal; así
que no sintió ninguna presión que lo obligara a hacer concesiones
significativas durante las diversas conversaciones que han tenido lugar en los
últimos años. Al contrario, ha utilizado las negociaciones para dividir a sus
contrincantes, tanto en Venezuela como en el exterior.
LA TRANSICIÓN DESEABLE
La mejor opción para los venezolanos sería un acuerdo
con respaldo internacional entre Maduro y sus oponentes. Pero esa negociación
solo puede tener éxito cuando Maduro esté convencido de que es su último
recurso. Hasta que no se den esas condiciones, usará las conversaciones solo
para despistar y agotar a sus oponentes.
Solo cuando el régimen se haya quedado sin dinero,
cuando no tenga ni amigos ni opciones, accederá a un inevitable acuerdo
negociado. Pero sacar a un régimen abominable del poder sin derramar sangre
implica compromisos difíciles. En España en 1978, en Chile en 1988 y en
Sudáfrica en 1991, las figuras aborrecidas de los antiguos regímenes
autocráticos mantuvieron su influencia y su poder por muchos años tras la
llegada de la democracia.
Los venezolanos hoy en día no están preparados para
aceptar este tipo de solución. El gobierno no está dispuesto a considerarla,
porque no siente que su poder esté realmente amenazado, ni lo está la
oposición, porque los crímenes del régimen aún están a flor de piel. La gente
rechazaría un acuerdo que, por ejemplo, garantice escaños en la legislatura a
figuras del régimen, lo cual los protegería de ser enjuiciados, o permita que
los nuevos potentados se queden con parte del botín robado.
Lamentablemente, la historia de las transiciones
exitosas a la democracia, a finales del siglo XX, socava su viabilidad el día
de hoy. El arresto y eventual enjuiciamiento del exdictador chileno Augusto
Pinochet en 1998 (una década después de haber cedido el poder) creó un precedente
que obliga a la comunidad internacional a tratar los graves abusos de los
derechos humanos como sujetos a la jurisdicción universal. Maduro y sus
secuaces no solo han robado enormes sumas, sino que han encarcelado, torturado
y asesinado a cientos de opositores. Si toman en cuenta el precedente del caso
Pinochet, tienen muy pocas razones para confiar en cualquier amnistía que se
les ofrezca. El arresto de un antiguo dictador de derecha reduce drásticamente
las opciones de los supuestos revolucionarios socialistas de Venezuela, lo cual
subraya, una vez más, lo tangencial que es la ideología para entender esta
crisis.
Incluso si se pudiera persuadir a Maduro y sus
secuaces de que acepten una salida negociada, los problemas de Venezuela ni de
lejos estarían resueltos. El fin del régimen de Maduro, cuando llegue, revelará
el cascarón vacío de un estado. Los administradores públicos competentes
huyeron hace años. La infraestructura física (mucha en estado crítico) podría
reconstruirse rápidamente, pero la reconstrucción de la infraestructura
institucional va a llevar mucho más tiempo. La caída del régimen será solo el
indispensable comienzo de la tumultuosa década del resurgimiento de Venezuela.
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