Francisco Fernández-Carvajal 14 de marzo de
2020
@hablarcondios
— Para seguir de verdad
a Cristo es necesario llevar una vida mortificada y estar cerca de la Cruz.
Quien rehúye el sacrificio, se aleja de la santidad.
— Con la mortificación
nos elevamos hasta el Señor. Perder el miedo al sacrificio.
— Otros motivos de la
mortificación.
I. Si todos los
actos de la vida de Cristo son redentores, la salvación del género humano
culmina en la Cruz, hacia la que Cristo encamina toda su vida en la
tierra: Tengo que recibir un bautismo, y ¡cómo me siento urgido hasta
que se cumpla!1,
dirá a sus discípulos camino de Jerusalén. Les revela las ansias incontenibles
de dar su vida por nosotros, y nos da ejemplo de su amor a la Voluntad del
Padre muriendo en la Cruz. Y es en la Cruz donde el alma alcanza la plenitud de
la identificación con Cristo. Ese es el sentido más profundo que tienen los
actos de mortificación y penitencia.
Para ser discípulo del Señor es preciso seguir su
consejo: el que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame2.
No es posible seguir al Señor sin la Cruz. Las palabras de Jesús tienen
vigencia en todos los tiempos, ya que fueron dirigidas a todos los hombres
pues el que no toma su cruz y me sigue –nos dice a cada
uno– no puede ser mi discípulo3.
Tomar la cruz –la aceptación del dolor y de las contrariedades que Dios permite
para nuestra purificación, el cumplimiento costoso de los propios deberes, la
mortificación cristiana asumida voluntariamente– es condición indispensable
para seguir al Maestro.
«¿Qué sería un Evangelio, un cristianismo sin Cruz,
sin dolor, sin el sacrificio del dolor? –se preguntaba Pablo VI–. Sería un
Evangelio, un Cristianismo sin Redención, sin Salvación, de la cual –debemos
reconocerlo aquí con sinceridad despiadada– tenemos necesidad absoluta. El
Señor nos ha salvado con la Cruz; con su muerte nos ha vuelto a dar la
esperanza, el derecho a la Vida...»4.
Sería un cristianismo desvirtuado que no serviría para alcanzar el Cielo, pues
«el mundo no puede salvarse sino con la Cruz de Cristo»5.
Unida al Señor, la mortificación voluntaria y las
mortificaciones pasivas adquieren su más hondo sentido. No son algo dirigido
primariamente a la propia perfección, o una manera de sobrellevar con paciencia
las contrariedades de esta vida, sino participación en el misterio de la
Redención.
La mortificación puede parecer a algunos locura o
necedad, residuo de otras épocas que no engarzan bien con los adelantos y el
nivel cultural de nuestro tiempo. También puede ser signo de contradicción o
piedra de escándalo para aquellos que viven olvidados de Dios. Pero todo esto no
debe sorprender: ya San Pablo escribía que la Cruz era escándalo para
los judíos, locura para los gentiles6 y
en la medida en que los mismos cristianos pierden el sentido sobrenatural de
sus vidas se resisten a entender que a Cristo solo le podemos seguir a través
de una vida de sacrificio, cerca de la Cruz. «Si no eres mortificado nunca
serás alma de oración»7.
Y Santa Teresa señala: «Creer que (el Señor) admite a Su amistad a gente
regalada y sin trabajos es disparate»8.
Los mismos Apóstoles que siguen a Cristo cuando es
aclamado por multitudes, aunque le amaban profundamente e incluso estaban
dispuestos a dar su vida por Él, no le siguen hasta el Calvario, pues aún –por
no haber recibido al Espíritu Santo– eran débiles. Existe un largo camino entre
ir en pos de Cristo cuando este seguimiento no exige mucho, y el identificarse
plenamente con Él, a través de las tribulaciones, pequeñas y grandes, de una
vida mortificada.
El cristiano que va por la vida rehuyendo
sistemáticamente el sacrificio, que se rebela ante el dolor, se aleja también
de la santidad y de la felicidad, que está muy cerca de la Cruz, muy cerca de
Cristo Redentor.
II. El Señor pide a
cada cristiano que le siga de cerca, y para esto es necesario acompañarle hasta
el Calvario. Nunca deberíamos olvidar estas palabras: el que no toma su
cruz y me sigue no es digno de mí9.
Mucho antes de padecer en la Cruz, ya Jesús hablaba a sus seguidores de que
habrían de cargar con ella.
Hay en la mortificación una paradoja, un misterio, que
solo puede comprenderse cuando hay amor: detrás de la aparente muerte está la
Vida; y el que con egoísmo trata de conservar la vida para sí, la pierde: el
que quiera salvar su vida la perderá: y el que la pierda por mí la hallará10.
Para dar frutos, amando a Dios, ayudando de una manera efectiva a los demás, es
necesario el sacrificio. No hay cosecha sin sementera: si el grano de
trigo no muere al caer en la tierra, queda infecundo; pero si muere, produce
mucho fruto11.
Para ser sobrenaturalmente eficaces debe uno morir a sí mismo mediante la
continua mortificación, olvidándose por completo de su comodidad y de su
egoísmo. «—¿No quieres ser grano de trigo, morir por la mortificación, y dar
espigas bien granadas? —¡Que Jesús bendiga tu trigal!»12.
Debemos perder el miedo al sacrificio, a la voluntaria
mortificación, pues la Cruz la quiere para nosotros un Padre que nos ama y sabe
bien lo que más nos conviene. Él quiere siempre lo mejor para nosotros: Venid
a mí los que estáis fatigados y cargados, nos dice, que yo os
aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es suave,
y mi carga, ligera13.
Junto a Cristo, las tribulaciones y penas no oprimen, no pesan, y por el
contrario disponen al alma para la oración, para ver a Dios en los sucesos de
la vida.
Con la mortificación nos elevamos hasta el Señor; sin
ella quedamos a ras de tierra. Con el sacrificio voluntario, con el dolor
ofrecido y llevado con paciencia y amor nos unimos firmemente al Señor. «Como
si dijera: todos los que ardáis atormentados, afligidos y cargados con la carga
de vuestros cuidados y apetitos, salid de ellos, viniendo a mí, y yo os
recrearé, y hallaréis para vuestras almas el descanso que os quitan vuestros
apetitos»14.
III. Para
decidirnos a vivir con generosidad la mortificación, interesa comprender bien
las razones que le dan sentido. A algunos les puede costar ser más mortificados
porque no han entendido o descubierto ese sentido. Son varios los motivos que
impulsan al cristiano hacia la mortificación. El primero es el que hemos considerado
anteriormente: desear identificarse con el Señor y seguirle en su afán de
redimir en la Cruz, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio al Padre. Nuestra
mortificación tiene así los mismos fines de la Pasión de Cristo y de la Santa
Misa, y se traduce en una unión cada vez más plena a la Voluntad del Padre.
Pero la mortificación es también medio para
progresar en las virtudes. El sacerdote, en el diálogo que precede al
Prefacio de la Misa, alza sus manos al cielo mientras dice: —Levantemos
el corazón, y se oye al pueblo fiel: —¡Lo tenemos levantado hacia
el Señor! Nuestro corazón debe estar permanentemente dirigido hacia
Dios. El corazón del cristiano debe estar lleno de amor, con la esperanza
siempre puesta en su Señor. Para eso es preciso que no esté atrapado y
prisionero de las cosas de la tierra, que vaya quedando más purificado. Y esto
no es posible sin la penitencia, sin la continua mortificación, que es «medio
para ir adelante»15.
Sin ella, el alma queda sujeta por las mil cosas en que
tienden a desparramarse los sentidos: apegamientos, impurezas, aburguesamiento,
deseos de inmoderada comodidad... La mortificación nos libera de muchos lazos y
nos capacita para amar.
La mortificación es medio indispensable para
hacer apostolado, extendiendo el Reino de Cristo: «La acción nada vale sin
la oración: la oración se avalora con el sacrificio»16.
Muy equivocados andaríamos si quisiéramos atraer a otros hacia Dios sin apoyar
esa acción con una oración intensa, y si esa oración no fuese reforzada con
la mortificación gustosamente ofrecida. Por eso se ha dicho, de mil modos
diferentes, que la vida interior, manifestada especialmente en la oración y la
mortificación, es el alma de todo apostolado17.
No olvidemos, por último, que la mortificación sirve
también como reparación por nuestras faltas pasadas, hayan sido
pequeñas o grandes. De ahí que en muchas ocasiones le pidamos al Señor que nos
ayude a enmendar la vida pasada: «emendationem vitae, spatium verae
paenitentiae... tribuat nobis omnipotens et misericors Dominus»: Que el
Señor omnipotente y misericordioso nos conceda la enmienda de nuestra vida y un
tiempo de verdadera penitencia18.
De este modo, por la mortificación, hasta las mismas faltas pasadas se
convierten en fuente de nueva vida. «Entierra con la penitencia, en el hoyo
profundo que abra tu humildad, tus negligencias, ofensas y pecados. —Así
entierra el labrador, al pie del árbol que los produjo, frutos podridos,
ramillas secas y hojas caducas. —Y lo que era estéril, mejor, lo que era
perjudicial, contribuye eficazmente a una nueva fecundidad.
»Aprende a sacar, de las caídas, impulso: de la
muerte, vida»19.
Le pedimos al Señor que sepamos aprovechar nuestra
vida, a partir de ahora, del mejor de los modos: «Cuando recuerdes tu vida
pasada, pasada sin pena ni gloria, considera cuánto tiempo has perdido y cómo
lo puedes recuperar: con penitencia y con mayor entrega»20.
Y, cuando algo nos cueste, vendrá a nuestra mente alguno de estos pensamientos
que nos mueva a la mortificación generosa: «¿Motivos para la penitencia?:
Desagravio, reparación, petición, hacimiento de gracias: medio para ir
adelante...: por ti, por mí, por los demás, por tu familia, por tu país, por la
Iglesia... Y mil motivos más»21.
1 Cfr. Lc 12,
50. —
2 Mt 16,
24. —
3 Lc 14,
27. —
4 Pablo
VI, Alocución, 24-III-1967. —
5 San
León Magno, Sermón 51. —
6 1
Cor 1, 23. —
7 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 172. —
8 Santa
Teresa, Camino de perfección, 18, 2.
—
9 Mt 10,
38. —
10 Mt 16,
24 ss. —
11 Jn 12,
24-25. —
12 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 199. —
13 Mt 11,
28-30. —
14 San
Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, 1, 7, 4. —
15 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 232. —
16 Ibídem,
n. 81. —
17 Cfr. J.
B. Chautard, El alma de todo apostolado, Ed. Palabra, 5ª
ed., Madrid 1978 —
18 Misal
Romano, fórmula de intención de la Misa. —
19 San
Josemaría Escrivá, loc. cit., n. 211. —
20 ídem, Surco n.
996. —
21 ídem, Camino,
n. 232.
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