Francisco Fernández-Carvajal 29 de febrero de
2020
@hablarcondios
— El Señor permite que
seamos tentados para que crezcamos en las virtudes.
— Las tentaciones de
Jesús. El demonio nos prueba de modo parecido.
— El Señor está siempre
a nuestro lado. Armas para vencer.
I. «La Cuaresma
conmemora los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto, como preparación de
esos años de predicación, que culminan en la Cruz y en la gloria de la Pascua.
Cuarenta días de oración y de penitencia. Al terminar, tuvo lugar la escena que
la liturgia de hoy ofrece a nuestra consideración, recogiéndola en el Evangelio
de la Misa: las tentaciones de Cristo (Cfr. Mt 4, 1-11).
»Una escena llena de misterio, que el hombre pretende
en vano entender –Dios que se somete a la tentación, que deja hacer al
Maligno–, pero que puede ser meditada, pidiendo al Señor que nos haga saber la
enseñanza que contiene»1.
Es la primera vez que interviene el diablo en la vida
de Jesús y lo hace abiertamente. Pone a prueba a Nuestro Señor; quizá quiere
averiguar si ha llegado ya la hora del Mesías. Jesús se lo permitió para darnos
ejemplo de humildad y para enseñarnos a vencer las tentaciones que vamos a
sufrir a lo largo de nuestra vida: «como el Señor todo lo hacía para nuestra
enseñanza –dice San Juan Crisóstomo–, quiso también ser conducido al desierto y
trabar allí combate con el demonio, a fin de que los bautizados, si después del
bautismo sufren mayores tentaciones, no se turben por eso, como si no fuera de
esperar»2. Si no contáramos con las tentaciones que hemos de padecer
abriríamos la puerta a un gran enemigo: el desaliento y la tristeza.
Quería Jesús enseñarnos con su ejemplo que nadie debe
creerse exento de padecer cualquier prueba. «Las tentaciones de Nuestro Señor
son también las tentaciones de sus servidores de un modo individual. Pero su
escala, naturalmente, es diferente: el demonio no va a ofreceros a vosotros ni
a mí –dice Knox– todos los reinos del mundo. Conoce el mercado y, como buen
vendedor, ofrece exactamente lo que calcula que el comprador tomará. Supongo que
pensará, con bastante razón, que la mayor parte de nosotros podemos ser
comprados por cinco mil libras al año, y una gran parte de nosotros por mucho
menos. Tampoco nos ofrece sus condiciones de modo tan abierto, sino que sus
ofertas vienen envueltas en toda especie de formas plausibles. Pero si ve la
oportunidad no tarda mucho en señalarnos a vosotros y a mí cómo podemos
conseguir aquello que queremos si aceptamos ser infieles a nosotros mismos y,
en muchas ocasiones, si aceptamos ser infieles a nuestra fe católica»3.
El Señor, como se nos recuerda en el Prefacio de la
Misa de hoy, nos enseña con su actuación cómo hemos de vencer las tentaciones y
además quiere que saquemos provecho de las pruebas por las que vamos a pasar.
Él «permite la tentación y se sirve de ella providencialmente para purificarte,
para hacerte santo, para desligarte mejor de las cosas de la tierra, para
llevarte a donde Él quiere y por donde Él quiere, para hacerte feliz en una
vida que no sea cómoda, y para darte madurez, comprensión y eficacia en tu
trabajo apostólico con las almas, y... sobre todo para hacerte humilde, muy
humilde»4. Bienaventurado el varón que soporta la tentación –dice
el Apóstol Santiago– porque, probado, recibirá la corona de la vida que
el Señor prometió a los que le aman5.
II. El demonio
tienta aprovechando las necesidades y debilidades de la naturaleza humana.
El Señor, después de haber pasado cuarenta días y
cuarenta noches ayunando, debe encontrarse muy débil, y siente hambre como
cualquier hombre en sus mismas circunstancias. Este es el momento en que se
acerca el tentador con la proposición de que convierta las piedras que allí
había en el pan que tanto necesita y desea.
Y Jesús «no solo rechaza el alimento que su cuerpo
pedía, sino que aleja de sí una incitación mayor: la de usar del poder divino
para remediar, si podemos hablar así, un problema personal (...).
»Generosidad del Señor que se ha humillado, que ha
aceptado en pleno la condición humana, que no se sirve de su poder de Dios para
huir de las dificultades o del esfuerzo. Que nos enseña a ser recios, a amar el
trabajo, a apreciar la nobleza humana y divina de saborear las consecuencias
del entregamiento»6.
Nos enseña también este pasaje del Evangelio a estar
particularmente atentos, con nosotros mismos y con aquellos a quienes tenemos
una mayor obligación de ayudar, en esos momentos de debilidad, de cansancio,
cuando se está pasando una mala temporada, porque el demonio quizá intensifique
entonces la tentación para que nuestras vidas tomen otros derroteros ajenos a
la voluntad de Dios.
En la segunda tentación, el diablo lo llevó a
la Ciudad Santa y lo puso sobre el pináculo del Templo. Y le dijo: Si eres Hijo
de Dios, arrójate abajo. Pues escrito está: Dará órdenes acerca de ti a sus
ángeles de que te lleven en sus manos, no sea que tropiece tu pie contra alguna
piedra. Y le respondió Jesús: Escrito está también: No tentarás al Señor tu
Dios.
Era en apariencia una tentación capciosa: si te
niegas, demostrarás que no confías en Dios plenamente; si aceptas, le obligas a
enviar, en provecho personal, a sus ángeles para que te salven. El demonio no
sabe que Jesús no tendría necesidad de ángel alguno.
Una proposición parecida, y con un texto casi
idéntico, oirá el Señor ya al final de su vida terrena: Si es el rey de
Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él7.
Cristo se niega a hacer milagros inútiles, por vanidad
y vanagloria. Nosotros hemos de estar atentos para rechazar, en nuestro orden
de cosas, tentaciones parecidas: el deseo de quedar bien, que puede surgir
hasta en lo más santo; también debemos estar alerta ante falsas argumentaciones
que pretendan basarse en la Sagrada Escritura, y no pedir (mucho menos exigir)
pruebas o señales extraordinarias para creer, pues el Señor nos da gracias y
testimonios suficientes que nos indican el camino de la fe en medio de nuestra
vida ordinaria.
En la última de las tentaciones, el demonio ofrece a
Jesús toda la gloria y el poder terreno que un hombre puede ambicionar. Le
mostró todos los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: —Todas estas cosas te
daré si postrándote delante de mí, me adoras. El Señor rechazó
definitivamente al tentador.
El demonio promete siempre más de lo que puede dar. La
felicidad está muy lejos de sus manos. Toda tentación es siempre un miserable
engaño. Y para probarnos, el demonio cuenta con nuestras ambiciones. La peor de
ellas es la de desear, a toda costa, la propia excelencia; el buscarnos a
nosotros mismos sistemáticamente en las cosas que hacemos o proyectamos.
Nuestro propio yo puede ser, en muchas ocasiones, el peor de los ídolos.
Tampoco podemos postrarnos ante las cosas materiales
haciendo de ellas falsos dioses que nos esclavizarían. Los bienes materiales
dejan de ser bienes si nos separan de Dios y de nuestros hermanos los hombres.
Tendremos que vigilar, en lucha constante, porque
permanece en nosotros la tendencia a desear la gloria humana, a pesar de
haberle dicho muchas veces al Señor que no queremos otra gloria que la suya.
También a nosotros se dirige Jesús: Adorarás al Señor Dios tuyo; y a Él
solo servirás. Y eso es lo que deseamos y pedimos: servir a Dios en la
vocación a la que nos ha llamado.
III. El
Señor está siempre a nuestro lado, en cada tentación, y nos dice: Confiad:
Yo he vencido al mundo8. Y nosotros nos apoyamos en Él, porque, si no lo hiciéramos,
poco conseguiríamos solos: Todo lo puedo en Aquel que me conforta9. El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?10.
Podemos prevenir la tentación con la mortificación
constante en el trabajo, al vivir la caridad, en la guarda de los sentidos
internos y externos. Y junto a la mortificación, la oración: Velad y
orad para no caer en la tentación11. También debemos prevenirla huyendo de las ocasiones de pecar
por pequeñas que sean, pues el que ama el peligro perecerá en él12, y teniendo el tiempo bien ocupado, principalmente cumpliendo
bien nuestros deberes profesionales, familiares y sociales.
Para combatir la tentación «habremos de repetir muchas
veces y con confianza la petición del padrenuestro: no nos dejes caer
en la tentación, concédenos la fuerza de permanecer fuertes en ella. Ya que
el mismo Señor pone en nuestros labios tal plegaria, bien estará que la
repitamos continuamente.
»Combatimos la tentación manifestándosela abiertamente
al director espiritual, pues el manifestarla es ya casi vencerla. El que revela
sus propias tentaciones al director espiritual puede estar seguro de que Dios
otorga a este la gracia necesaria para dirigirle bien»13.
Contamos siempre con la gracia de Dios para vencer
cualquier tentación. «Pero no olvides, amigo mío, que necesitas de armas para
vencer en esta batalla espiritual. Y que tus armas han de ser estas: oración
continua; sinceridad y franqueza con tu director espiritual; la Santísima
Eucaristía y el Sacramento de la Penitencia; un generoso espíritu de cristiana
mortificación que te llevará a huir de las ocasiones y evitar el ocio; la
humildad del corazón, y una tierna y filial devoción a la Santísima
Virgen: Consolatrix afflictorum et Refugium peccatorum, consuelo de
los afligidos y refugio de los pecadores. Vuélvete siempre a Ella confiadamente
y dile: Mater mea, fiducia mea; ¡Madre mía, confianza mía!»14.
1 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 61. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 13, 1. —
3 R.
A. Knox, Sermones pastorales, p. 79. —
4 S.
Canals, Ascética Meditada, 14ª ed., Madrid 1980, p. 127.
—
5 Sant 1,
12. —
6 San
Josemaría Escrivá, loc. cit. —
7 Mt 27,
42. —
8 Jn 16,
33. —
9 Flp 4,
13. —
10 Sal 26,
1. —
11 Mt 26,
41. —
12 Eccl 3,
27. —
13 B.
Baur, En la intimidad con Dios, Herder. Barcelona 1975, 10ª
ed., p. 121. —
14 S.
Canals, o. c., p. 128.
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