Juan Rego 09 de enero de 2021
Algunas
consideraciones de san Josemaría que nos puede ayudar a unirnos más a Dios y a
la Iglesia en las distintas acciones litúrgicas.
Es abril de 1936 y en España hay mucha tensión social.
Sin embargo, en la Academia DYA se procura mantener el clima habitual de
estudio y de convivencia. En medio de aquellas extrañas jornadas, un residente
cuenta por carta a sus padres que el día anterior habían ensayado canto
litúrgico, ayudados por un profesor, en un ambiente que recordaba muy alegre[1]. En ese
contexto particular, más allá de los buenos momentos que pasaban entre ellos,
¿por qué razón treinta universitarios, un domingo por la noche, estaban
teniendo una clase de canto?
La respuesta la podemos encontrar un par de meses
atrás, cuando san Josemaría incluyó en el plan de formación de la Academia
precisamente algunas clases de canto gregoriano. Aunque sabemos que, como
párroco en Perdiguera, san Josemaría solía celebrar Misa cantada, aquella
inclusión curricular no respondía a una inclinación personal. Tampoco se debía
a un interés erudito, consecuencia del conocimiento y desarrollo del Movimiento
litúrgico en España. Esa decisión fue, más bien, fruto de su experiencia
pastoral, movida solamente por el deseo de ayudar a aquellos jóvenes a que se
convirtieran en almas de oración.
Es interesante observar un detalle de las tres
publicaciones que en aquellos años treinta tenía san Josemaría entre manos,
todas ellas dirigidas justamente a facilitar el diálogo con Dios: cada una de
ellas respondía a una de las tres grandes formas de expresión de la oración
cristiana. La primera se centraría en la meditación personal, otra fomentaría
la piedad popular y la última animaría al lector a sumergirse en la oración
litúrgica. El fruto de la primera iniciativa fue Consideraciones
espirituales, base de su conocida obra Camino; el fruto de
la segunda, fue el breve librito Santo Rosario; y para la tercera
iniciativa, proyectó una obra que se titularía Devociones litúrgicas.
Aunque la publicación de esta última obra estuvo anunciada para 1939, por
diversas razones nunca llegó a ver la luz. Sin embargo, todavía se conserva el
prólogo que había preparado don Félix Bilbao, obispo de Tortosa, y que lleva
por título «¡Orad y orad bien!». En ese texto inédito se anima a los lectores a
adentrarse, de la mano del autor del libro, en la liturgia de la Iglesia, para
llegar a una «oración eficaz, jugosa, sólida, que les una íntimamente con Dios»[2].
Dar voz a la oración de la Iglesia
Para san Josemaría la liturgia no era un conjunto de
preceptos dirigidos solamente a dar solemnidad a ciertas ceremonias. Sufría
cuando el modo de celebrar los sacramentos y demás acciones litúrgicas no
estaba verdaderamente al servicio del encuentro de las personas con Dios y con
los demás miembros de la Iglesia. Una vez, tras asistir a una celebración
litúrgica, escribió: «Mucho clero: el arzobispo, el cabildo de canónigos, los beneficiados,
cantores, sirvientes y monagos… Magníficos ornamentos: sedas, oro, plata,
piedras preciosas, encajes y terciopelos… Música, voces, arte… Y… ¡sin pueblo!
Cultos espléndidos, sin pueblo»[3].
Este interés por el pueblo en la
liturgia es profundamente teológico. En las acciones litúrgicas, la Trinidad
interactúa con la Iglesia entera y no solo con una de sus partes. No es
casualidad que la mayor parte de las reflexiones que san Josemaría dedicó
en Camino a la liturgia se encuentren en el capítulo
titulado La Iglesia. Para el fundador del Opus Dei, la liturgia era
un lugar privilegiado donde experimentar la dimensión eclesial de la oración
cristiana; allí es palpable el hecho de que nos dirigimos todos juntos a Dios.
La oración litúrgica, siendo siempre personal, se abre a horizontes que van más
allá de las circunstancias individuales. Si en la meditación personal somos
nosotros el sujeto que habla, en la liturgia el sujeto es la Iglesia entera. Si
en el diálogo a solas con Dios somos nosotros quienes hablamos como miembros de
la Iglesia, en la oración litúrgica es la Iglesia quien habla a través de
nosotros.
De este modo, aprender a decir el nosotros de
las oraciones litúrgicas es una gran escuela para complementar las distintas
dimensiones de nuestra relación con Dios. Allí uno se descubre un hijo más en
esta gran familia que es la Iglesia. No sorprende, entonces, la clara
exhortación de san Josemaría: «Tu oración debe ser litúrgica. –Ojalá te
aficiones a recitar los salmos, y las oraciones del misal, en lugar de
oraciones privadas o particulares»[4].
Aprender a rezar litúrgicamente requiere la humildad
de recibir de otros las palabras que diremos. Requiere también el recogimiento
del corazón para identificar y valorar las relaciones que nos unen a todos los
cristianos. En este sentido, nos puede servir considerar que estamos rezando
unidos a quienes están junto a nosotros en ese momento y también con los
ausentes; con los cristianos del propio país, de los países vecinos, del mundo
entero… También rezamos con los que nos han precedido y están purificándose o
gozan ya de la gloria del cielo. De hecho, la oración litúrgica no es una
fórmula anónima, sino que está llena «de rostros y de nombres»[5]; nos unimos a
todas las personas concretas que forman parte de nuestra vida y que, como
nosotros, viven «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo»,
partícipes en la vida de la Trinidad.
Dar cuerpo a la oración de la Iglesia
Sabemos que, para san Josemaría, la santificación del
trabajo no consistía principalmente en intercalar oraciones durante el
trabajo, sino sobre todo en convertir en oración la misma acción que se realiza
mediante una atención en hacerlo por la gloria de Dios, empeñándose en la
perfección humana, sabiéndose mirado amorosamente por nuestro Padre del cielo.
De modo análogo, la oración litúrgica no consiste principalmente en decir
oraciones durante las acciones litúrgicas, sino en realizar
esas acciones rituales digne, attente ac devote,
con la dignidad, atención y devoción que merecen, estando presente en lo que se
hace. No son solamente ocasiones para realizar actos individuales de fe,
esperanza y caridad, sino acciones a través de las cuales la
Iglesia entera expresa su fe, su esperanza y su caridad.
San Josemaría daba mucha importancia a este saber
estar en los distintos actos de culto, a esta urbanidad de la
piedad. La dignidad que requiere la oración litúrgica tiene mucho que ver
con la gestión del propio cuerpo ya que, en cierto modo, allí se manifiesta en
un primer momento lo que queremos hacer. La celebración de la santa Misa,
acercarse a la Confesión, las bendiciones con el Santísimo, etc., comportan
diversos movimientos de la persona, pues son oración en acción. La oración
litúrgica, por tanto, supone también rezar con el cuerpo. Más aún, supone
aprender a dar cuerpo, aquí y ahora, a la oración de la Iglesia. Y,
lógicamente, aunque muchas veces sea el sacerdote quien tiene la misión de dar
voz y manos a Cristo Cabeza, es la asamblea la que da voz y visibilidad a todo
el Cuerpo Místico de Cristo. Saber que a través de nosotros se ve y se escucha
la oración de los santos y de las almas del purgatorio es un buen estímulo para
cuidar esa urbanidad de la piedad.
Además de dignidad, la oración litúrgica pide ser
realizada con atención. En ese sentido, se podría decir que, ademásde
concentrarnos en las palabras que decimos, es importante experimentar de la
manera más profunda posible el momento que estamos viviendo: tener claro con
quién estamos, por qué y para qué. Esta toma de conciencia exige una formación
previa, que siempre se podrá mejorar. En palabras de san Josemaría: «Despacio.
–Mira qué dices, quién lo dice y a quién. –Porque ese hablar de prisa, sin
lugar para la consideración, es ruido, golpeteo de latas. Y te diré con Santa
Teresa, que no lo llamo oración, aunque mucho menees los labios»[6].
Encuentro con cada Persona de la Trinidad
A pesar de las inevitables distracciones, debidas a
nuestra fragilidad, en la oración litúrgica participamos en el misterioso pero
real encuentro de toda la Iglesia con las tres personas de la Trinidad. Por
eso, es enriquecedor aprender a distinguir cuándo nos dirigimos al Padre, al
Hijo o al Espíritu Santo. Generalmente la liturgia nos suele situar de cara a
Dios Padre, con sus rasgos propios, aunque frecuentemente sea invocado con un
sencillo «Dios» o «Señor». Él es la fuente y origen de todas las bendiciones
que la Trinidad derrama sobre este mundo y a él vuelven, a través de su Hijo,
todas las alabanzas que las criaturas son capaces de expresar.
Porque lo que decimos al Padre lo decimos a
través de Jesús, quien no está tanto delante de nosotros,
sino con nosotros. El Verbo se ha encarnado para llevarnos al
Padre y, por eso, descubrir su presencia a nuestro lado, como hermano que
conoce y no se avergüenza de nuestra flaqueza, nos llena de consuelo y de
audacia. Es más, la oración litúrgica, en cuanto oración pública de la Iglesia,
nace de la oración de Jesús. No solo es continuación de su oración cuando
estuvo sobre esta tierra, sino que es expresión, hoy y ahora, de su intercesión
por nosotros en el cielo (cfr. Heb 7,25). Algunas veces encontramos también oraciones
que se dirigen directamente a Jesús, llevando nuestra mirada hacia el Hijo en
cuanto salvador. Por estos motivos, la oración litúrgica es una gran vía para
sintonizar con el corazón sacerdotal de Jesucristo.
Y la oración que se dirige al Padre por el Hijo se
realiza en el Espíritu Santo. Tener conciencia de la presencia de la tercera
Persona de la Trinidad en la oración litúrgica es un gran regalo de Dios. El
gran Desconocido, como lo llamaba san Josemaría, pasa externamente inadvertido,
como la luz o como el aire que respiramos. Sin embargo, sabemos que sin luz no
veríamos nada y sin aire nos ahogaríamos. El Espíritu Santo opera de una manera
similar en el dialogo litúrgico. Aunque no nos solemos dirigir a él, sabemos
que habita en nosotros y que, con gemidos inenarrables, nos mueve a dirigirnos
al Padre con las palabras que nos enseñó Jesús. Su acción, por tanto, se
manifiesta indirectamente. Más que en las palabras que decimos, o a quién se
las decimos, el Espíritu se manifiesta en el cómo las decimos: está
presente en los gemidos que se hacen canto y en los silencios que dejan
trabajar a Dios en el interior de nuestro ser.
De la misma manera que la presencia del viento se
percibe por los objetos que pone en movimiento, así podemos entrever la
presencia del Espíritu Santo cuando experimentamos los efectos de su acción.
Por ejemplo, un primer efecto de su actuar es cuando somos conscientes de estar
rezando como hijas e hijos de Dios en la Iglesia. También lo experimentamos
cuando se encarga de que la Palabra de Dios resuene en nuestro interior no como
palabra humana sino como Palabra del Padre dirigida a cada uno. Sobre todo, el
Espíritu Santo se manifiesta en la ternura y generosidad con las que el Padre y
el Hijo se vuelcan sobre cada uno cuando en la celebración litúrgica nos
perdonan, nos iluminan, nos fortalecen o nos hacen un regalo particular.
Por último, la acción del Espíritu Santo es tan íntima
y necesaria que es quien hace posible que la acción litúrgica sea
verdadera contemplación de la Trinidad, nos permite ver a la
Iglesia entera y a Jesús mismo, cuando los sentidos nos dicen otra cosa. Es el
Espíritu Santo quien nos descubre que el alma de la oración litúrgica no es el
cumplimiento formal de una serie de palabras o movimientos exteriores, sino el
amor con el que sinceramente deseamos servir y dejarnos servir. El Espíritu
Santo nos hace participar de su misterio personal cuando aprendemos a disfrutar
de un Dios que se abaja para servirnos, de modo que después podamos servir a
los demás.
He vivido el Evangelio
No es extraño que uno de los términos más usados en la
Escritura y en la Tradición para referirse a las acciones litúrgicas es el
de servicio. Descubrir esta dimensión de servicio en la oración litúrgica
tiene muchas consecuencias para la vida interior. No solo porque quien sirve
por amor no se pone a sí mismo en el centro, sino también porque ver la
liturgia como servicio es clave para poder transformarla en vida. Aunque
parezca paradójico, en numerosas oraciones encontramos en los textos litúrgicos
la exhortación a imitar en la vida ordinaria lo que hemos
celebrado. Esta invitación no significa que debamos extender el lenguaje
litúrgico a nuestras relaciones familiares y profesionales. Significa, en
cambio, convertir en un programa de vida aquello que el rito
nos ha permitido contemplar y vivir[7]. Por eso san
Josemaría, en más de una ocasión, al contemplar la acción de Dios en su jornada
exclamaba: «Verdaderamente, he vivido el Evangelio del día»[8].
Para vivir la liturgia del día y así
trasformar nuestra jornada en servicio, en una Misa de veinticuatro
horas, es necesario contemplar nuestras circunstancias personales a la luz
de lo que hemos celebrado. En esta tarea, la meditación personal es
insustituible. San Josemaría solía tomar notas de aquellas palabras o
expresiones que le golpeaban durante la celebración de la Misa o en el rezo de
la Liturgia de las Horas, hasta el punto de que un día escribió: «Ya no anotaré
ningún salmo, porque habría que anotarlos todos, ya que en todos no hay más que
maravillas, que el alma ve cuando Dios es servido»[9]. Es verdad que
la oración litúrgica es fuente de oración personal, pero es igualmente cierto
que sin la meditación es muy difícil asimilar personalmente la
riqueza de la oración litúrgica.
En el silencio del tú a tú con Dios es donde, de
ordinario, las fórmulas de la oración litúrgica adquieren una fuerza íntima y
personal. En este sentido, el ejemplo de María es iluminante: ella nos enseña
que, para poner por obra el fiat –hágase– de la liturgia,
para transformarlo en servicio, es necesario dedicar tiempo a conservar
personalmente «todas estas cosas en el corazón» (Lc 2,19).
[1] Cfr. «Un estudiante en la Residencia DYA. Cartas
de Emiliano Amann a su familia (1935-1936)», en Studia et Documenta,
vol. 2, 2008, p. 343.
[2] Archivo General de la Prelatura, 77-5-3.
[3] Apuntes íntimos, n. 1590, 26-X-1938. Citado
en Camino. Edición crítico-histórica, Rialp, Madrid, 2004, p. 677.
[4] San Josemaría, Camino, n. 86.
[5] Francisco, ex. ap. Evangelii gaudium,
n. 274.
[6] San Josemaría, Camino, n. 85.
[7] Cfr. san Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 88.
[8] Cuaderno IV, n. 416, 26-XI-1931. Citado en Camino.
Edición crítico-histórica, p. 298.
[9] Cuaderno V, n. 681, 3-IV-1932. Citado en Camino.
Edición crítico-histórica, p. 297.
Tomado de: https://opusdei.org/es-ve/document/conocerle-y-conocerte-xii-almas-de-oracion-liturgi/
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