Francisco Fernández-Carvajal 04 de marzo de 2021
@hablarcondios
— Nuestros pecados y la Redención. El verdadero mal
del mundo.
— La Cuaresma, ocasión propicia que nos brinda la
Iglesia para aumentar la lucha contra el pecado. La malicia del pecado venial.
— La lucha contra el pecado venial deliberado.
Sinceridad. Examen. Contrición.
I. Dios nos
amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados1.
La liturgia de estos días nos acerca poco a poco al
misterio central de la Redención. Nos propone personajes del Antiguo Testamento
que son imágenes de Nuestro Señor. Hoy, la Primera lectura de la Misa nos habla
de José, que mediante la traición de sus hermanos llegó a ser,
providencialmente, el salvador de la familia y de toda aquella región2.
Es figura de Cristo Redentor.
José era el hijo predilecto de Jacob, y por encargo de
su padre va en busca de sus hermanos. Recorre un largo camino hasta
encontrarles: les lleva buenas noticias de su padre y también alimentos. Al
principio sus hermanos –que le envidian y le odian por ser el predilecto–
pensaron en matarle; más tarde le venden como esclavo, y así es conducido a
Egipto. Dios se sirve de esta circunstancia para, años más tarde, darle un alto
puesto en aquel país. En tiempos de gran hambre será el salvador de sus
hermanos, a quienes no tiene en cuenta su crimen, y la tierra de Egipto donde
se asentaron las tribus israelitas por benevolencia de José, se convirtió en
cuna del pueblo elegido. Todos los que acuden en demanda de ayuda al faraón son
enviados a José: id a José, les decía siempre.
También el Señor vino para traer la luz al mundo,
enviado por el Padre: vino a su casa y los suyos no le recibieron3;... les
mandó a su hijo, diciéndose: Tendrán respeto a mi hijo. Pero los labradores, al
ver al hijo, se dijeron: Este es el heredero. Venid, lo matamos y nos quedamos
con la herencia. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron4.
Así hicieron con el Señor: lo sacaron fuera de la ciudad y lo crucificaron.
Los pecados de los hombres han sido la causa de la
muerte de Jesucristo. Todo pecado está relacionado íntima y misteriosamente con
la Pasión de Jesús. Solo reconoceremos la maldad del pecado si, con la ayuda de
la gracia, sabemos relacionarlo con el misterio de la Redención. Solo así
podremos purificar de verdad el alma y crecer en contrición de nuestras faltas
y pecados. La conversión que insistentemente nos pide el Señor, y de modo
particular en este tiempo de Cuaresma, mientras nos acercamos a la Semana
Santa, debe partir de un rechazo firme de todo pecado y de toda circunstancia
que nos ponga en peligro de ofender a Dios. La renovación moral de la que tan
necesitado está el mundo, parte de esta convicción profunda: «(...) en la
tierra solo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el
pecado»5. Por el contrario, «la pérdida del sentido del pecado es una
forma o un fruto de la negación de Dios (...). Si el pecado es
la ruptura de la relación filial con Dios para vivir la propia existencia fuera
de la obediencia a Él, entonces no es solamente negar a Dios, pecar es también
vivir como si Él no existiera, es borrarlo de la propia existencia diaria»6.
Nosotros no queremos borrar al Señor de nuestra vida, sino que cada vez esté
más presente en ella.
«Podemos afirmar muy bien –dice el Santo Cura de Ars–
que la Pasión que los judíos hicieron sufrir a Cristo era casi nada, comparada
con la que le hacen soportar los cristianos con los ultrajes del pecado mortal
(...). ¡Cuál va a ser nuestro horror cuando Jesucristo nos muestre las cosas
por las cuales le hemos abandonado!»7.
¡Qué necedades a cambio de tanto bien! Por la misericordia divina, con la ayuda
de la gracia, nosotros no le vamos a dejar, y procuraremos que muchos que están
lejos se acerquen.
II. El esfuerzo de
conversión personal que nos pide el Señor debemos ejercitarlo todos los días de
nuestra vida, pero en determinadas épocas y situaciones –como es la Cuaresma–
recibimos especiales gracias que debemos aprovechar. Este tiempo litúrgico es
una ocasión extraordinaria para afinar en la lucha contra el pecado y para
aumentar la vida de la gracia con el ejercicio de las buenas obras.
Para comprender mejor la malicia del pecado debemos
contemplar lo que Jesucristo sufrió por los nuestros. En la agonía de Getsemaní
le vemos padecer, hasta lo indecible. Él, que no conoció pecado, se
hizo pecado por nosotros8,
dice San Pablo; cargó con todos nuestros horrores, llegando a derramar sudor de
sangre. «Jesús, solo y triste, sufría y empapaba la tierra con su sangre.
»De rodillas sobre el duro suelo, persevera en
oración... Llora por ti... y por mí: le aplasta el peso de los pecados de los
hombres»9. Es una escena que debemos recordar muchas veces, cada día,
pero muy especialmente cuando las tentaciones arrecien.
El Señor nos ha llamado a la santidad, a amar con
obras, y de la postura que se adopte ante el pecado venial deliberado depende
el progreso de nuestra vida interior, pues los pecados veniales, cuando no se
lucha por evitarlos o no hay suficiente contrición después de cometerlos,
producen un gran daño en el alma, volviéndola insensible e indiferente a las
inspiraciones y mociones del Espíritu Santo. Debilitan la vida de la gracia,
hacen más difícil el ejercicio de las virtudes, y disponen al pecado mortal.
«Muchas almas piadosas –dice un autor de nuestros
días– están en una infidelidad casi continua en “pequeñas” cosas; son
impacientes, poco caritativas en sus pensamientos, juicios y palabras, falsas
en su conversación y en sus actitudes, lentas y relajadas en su piedad, no se
dominan a sí mismas y son demasiado frívolas en su lenguaje, tratan con
ligereza la buena fama del prójimo. Conocen sus defectos e infidelidades y los
acusan quizá en confesión, mas no se arrepienten de ellos con seriedad ni emplean
los medios con que podrían prevenirlos. No reflexionan que cada una de estas
imperfecciones es como un peso de plomo que las arrastra hacia abajo, no se dan
cuenta de que van comenzando a pensar de manera puramente humana y a obrar
únicamente por motivos naturales, ni de que resisten habitualmente a las
inspiraciones de la gracia y abusan de ella. El alma pierde así el esplendor de
su belleza, y Dios va retirándose cada vez más de ella. Poco a poco pierde el
alma sus puntos de contacto con Dios: en Él no ve al Padre amoroso y amado a
quien se entregaba con filial ternura; algo se ha interpuesto entre los dos»10.
Es el camino, ya iniciado, de la tibieza.
En la lucha decidida por desterrar de nuestra vida
todo pecado demostraremos nuestro amor al Señor, nuestra correspondencia a la
gracia: «¡Qué pena me das mientras no sientas dolor de tus pecados veniales!
—Porque, hasta entonces, no habrás comenzado a tener verdadera vida interior»11.
Pidamos hoy a la Virgen que nos conceda aborrecer, no
solo el pecado mortal, sino también el pecado venial deliberado.
III.
«Restablecer el sentido justo del pecado es la primera manera
de afrontar la grave crisis espiritual, que afecta al hombre de nuestro tiempo»12.
También para afrontar decididamente la lucha contra el
pecado venial es preciso reconocerlo como tal, como ofensa a Dios que retrasa
la unión con Él. Es preciso llamarlo por su nombre, sin excusas, sin disminuir
la trascendental importancia que tiene para el alma que verdaderamente quiere
ir a Dios. Movimientos de ira, envidia o sensualidad no rechazados con
prontitud; deseo de ser el centro en todo, de llamar la atención; no ocuparse
más que de uno mismo, de las propias cosas e intereses, perdiendo la capacidad
para interesarnos por los demás; prácticas de piedad hechas con rutina, con
poca atención y poco amor; juicios hechos con ligereza y poco caritativos sobre
los demás..., constituyen pecados veniales y no solamente faltas o
imperfecciones.
Debemos pedir al Espíritu Santo que nos ayude a
reconocer con sinceridad nuestras faltas y pecados, a tener una conciencia
delicada, que pide perdón y no justifica sus errores. «El que tiene sano el
olfato del alma –decía San Agustín–, sentirá cómo hieden los pecados»13.
Los santos han comprendido con entera claridad, a la
luz de la fe y del amor, que un solo pecado –sobre todo mortal, pero también
los pecados veniales– constituye un desorden mayor que el peor cataclismo que
asolara la tierra, «pues el bien de la gracia de un solo hombre es mayor que el
bien natural del universo entero»14.
Fomentemos un sincero arrepentimiento de nuestras
faltas y pecados, luchemos por quitar toda rutina al acudir al sacramento de la
Misericordia divina. «Ten verdadero dolor de los pecados que confiesas, por
leves que sean –aconseja San Francisco de Sales–, y haz firme propósito de la
enmienda para en adelante. Muchos hay que pierden grandes bienes y mucho
aprovechamiento espiritual porque, confesándose de los pecados veniales como
por costumbre y cumplimiento, sin pensar enmendarse, permanecen toda la vida
cargados de ellos»15.
La Virgen Santa María, Refugio de los
pecadores, nos ayudará a tener una conciencia delicada para amar a Cristo y
a todos los hombres, a ser sinceros con nosotros mismos y en la Confesión, a
contar con nuestras flaquezas y a saber arrepentirnos de ellas con prontitud.
1 Antífona
de la Comunión, 1 Jn 4, 10. —
2 Gen 3-4;
12-13; 17-28. —
3 Jn 1,
11. —
4 Evangelio
de la Misa, Mt 21, 33-34; 45-46. —
5 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 386. —
6 Juan
Pablo II, Exhor. Apos. Reconciliatio et Paenitentia,
2-XII-1984, 18. —
7 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre el pecado. —
8 Cfr. 2
Cor 5, 21. —
9 San
Josemaría Escrivá, Santo Rosario. Primer misterio doloroso.
—
10 B.
Baur, En la intimidad con Dios, Herder. Madrid 1975, 10ª
ed., p. 74. —
11 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 330. —
12 Juan
Pablo II, loc. cit. —
13 San
Agustín, Coment. sobre el Salmo 37. —
14 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 113 a. 9 ad. 2. —
15 San
Francisco de Sales, Introd. a la vida devota, II, 19.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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