Por Luisa Pernalete
“Están echando gasolina
en la bomba San Luis”, me informó una amiga el día miércoles. Ya yo había
organizado mi semana para dejar un día completamente libre para esa tarea del venezolano
de hoy. Tomé mis previsiones: agua fría, un juguito, unas galletas, fruta, un
cuaderno y un par de libros, pensando en unas 5 o 6 horas, y me fui temprano.
Ocupé el último puesto
en la cola, vi a quien tenía adelante -un camión volteo al cual se le notaban
unas cuantas décadas de vida- y a los pocos minutos llegó otro señor, con carro
pequeño, también con sus años acumulados visibles.
La cola comenzó a
moverse como a la hora. ¡Buena señal! Ya estaban despachando. Yo combinaba mis
notas, adelantaba algo de trabajo, con algo de noticias, gracias a la radio,
salidas del vehículo para mover las piernas, y con calma y paciencia pasé la
mañana. Pero a las 12:00, aproximadamente, la cola se detuvo y no caminó más.
“Se acabó la gasolina. Quedamos para mañana”, dijo el de adelante -luego me
aprendería su nombre, Juan José-, que tenía contactos con un joven que trabaja
al lado de la bomba.
Para no hacer muy largo
el cuento, pregunté qué íbamos a hacer, y ambos vecinos dijeron que ellos
dormirían en sus puestos… algo a lo que no estaba dispuesta yo. “Me traje mi
hamaca”, dijo Juan José. “Yo voy a mi casa y vuelvo”. Yo escuchaba y no sabía
qué decir ni hacer. Al rato, ambos me dijeron que me fuera, les dije que vivía
cerca, que no me preocupara, que ellos cuidarían de mi puesto, pero que
volviera temprano.
Hasta entonces, yo no
había pasado más de 7 horas en cola. Y tomé previsiones para llevar a mis
solidarios vecinos café y pan con queso, como agradecimiento por haberme
cuidado el puesto en la noche. Lo cual se repitió hasta el día domingo, cada
vez llevando más café, añadí galletas y frutas al desayuno de los otros días.
El jueves llegó una
gandola. La cola se empezó a mover como a las 8:00. Lentamente, pero se movía.
Uno, mal pensado, sospechaba que estaban atendiendo, además de las motos que
son las primeras que atienden, a lo que llaman “clientes VIPs”, que son esos
vehículos que se van apostando cerca de la bomba y “pagan” ya sea a los
bomberos o a “otros”, esos puestos preferenciales, o sea, sin hacer cola.
Ese día jueves, la cola
se detuvo como a las 11:00 y no se movió más. No llegó más gasolina, tampoco el
viernes ni el sábado hasta las 7:00 pm. El resto de la ciudad estaba seco
también. Fui haciendo mis notas y las comparto.
Me preguntaba cuánto
costaba cada litro de combustible a los venezolanos. No se trata sólo de los
dólares, pues hay que tener dólares para poder pagar en las bombas no
subsidiadas, es todas las horas que se invierten en la espera. ¿Y los que
pierden su día de trabajo, como el señor Deibis, repartidor de pasta? ¡Cinco
días sin trabajar!
Veía cómo se iban
relacionando los vecinos de colas. Debo decir que hay más gente buena que mala.
¡Claro que están los “vivos”, los aprovechadores, también! Pero rescato la
solidaridad. “Voy a mi casa y vuelvo”, decían algunos. En mi caso, única mujer
en dos cuadras de cola, los vecinos me dijeron cada tarde que me fuera
tranquila. De otra manera no hubiera podido echar gasolina el domingo.
Hablo también de la
solidaridad de amigos y familiares pendientes de tu situación, e informando
también. “Llegó gandola a tal parte”. O “Dicen que ya no viene más”.
Vi mucha gente yendo a
su trabajo a pie, también mucha bicicleta con ciclistas con sus morrales. No
andaban paseando, se notaba que eran gente de trabajo.
¡Cómo valoré la radio esos días! Informa, acompaña. Hay que dolerse por cada emisora que queda fuera del aire.
También me sorprende la
capacidad emprendedora de los vendedores ambulantes: heladeros, chicheros, los
que ofrecen café y pan, con pago móvil o con punto de venta. ¡Impresionante!
“Se aceptan dólares, euros”, y de paso, muy amables.
En algunas de las
paradas veo la “ayuda humanitaria” que brindan los árboles de mango. Más de uno
pasa, y se beneficia de un árbol, bien cargado, que está en un terreno baldío.
¡Naturaleza generosa!
Como profundización del
drama, observo que algunos ya el sábado no tenían gasolina para ir a sus casas
y volver. “Solo tengo para llegar a la bomba”, decía la mayoría, y otras
personas ayudaban a empujar los vehículos. ¡Un país petrolero en esta
situación!
Otra observación: nos
hemos igualado por debajo. Ahí estábamos unos y otros. Yo observé
aproximadamente 50% de vehículos muy viejos, y 50% de vehículos de 10 años o
menos. No vi camionetas último modelo. Esas tal vez estaban entre los “clientes
VIP”. Pero en esa cola estábamos profesionales, comerciantes, obreros… unidos
en la adversidad.
Hace un tiempo escuché
a un psicólogo social hablando sobre las medidas de seguridad en la cuarentena,
y decía que la gente va agarrando confianza, y cree que de los conocidos no se
va a contagiar. Yo observé que, entre los cercanos en la cola, poco usaban sus
mascarillas adecuadamente y no todos mantenían el distanciamiento social.
¡Confianza entre conocidos!
Gente amable en todas
partes. Comenté que era la única mujer en dos cuadras que yo divisaba. Tenía
una desventaja en relación a mis vecinos de cola: el baño. Un señor, de una
frutería a la que entré un día, me ofreció el baño de su local, lo cual
agradecí enormemente.
Otra anécdota. El sábado
me quedé sin batería, no sabía la razón, pero lo comuniqué a los de adelante, e
inmediatamente llegaron varios a auxiliarme. “Tranquila, señora”.
El sábado en la noche
llegó una gandola. Inmediatamente me llamó uno de los “vecinos” y me aconsejó
que me fuera al día siguiente muy temprano, no fuera que recogieran las cédulas
tempranito y yo no estuviera. Me fui a las 5:00 y repartí café y pan con queso.
Hay que tener mucha
salud mental para resistir esta situación en medio de la Emergencia Humanitaria
Compleja, la pandemia, y los problemas de cada quien, pues cada acción en este
país es una carrera de obstáculos.
11-06-21
https://www.correodelcaroni.com/opinion/mis-dias-en-una-cola-por-la-gasolina/
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