Fernando Mires 10 de octubre de 2021
No la
recomiendo. No es una gran novela. Ni siquiera es una buena novela. Dicho esto
según mi impresión exclusiva, tan exclusiva como la de cada uno de nosotros lo
es. Por eso sucede que los críticos literarios – Dios me ha librado de ser uno
de ellos – están raramente de acuerdo entre sí, en los juicios que emiten sobre
lo que leen. Al final los que se imponen son los de los más prestigiosos, o más
conocidos, o más influyentes. Recién, por ejemplo, he leído a un crítico que califica
a la novela de Fernando Aramburu, Los Vencejos, como
“extraordinaria”. Respeto su opinión. Todo gusto es subjetivo.
El problema es que, en contra de lo que repite el vulgo, sobre gustos hay mucho escrito. El gusto, ya lo dijo Kant, que entre muchas hipótesis también tiene una sobre el gusto, es lo que diferencia a unos de otros, pero al mismo tiempo es una razón. Una razón que nos lleva a preferir, a elegir, a tomar opciones. Más ontológicamente dicho, el gusto es la revelación del ser frente a sí mismo y frente a los demás. Lo que más me gusta define lo que yo soy. Y, definitivamente, Los Vencejos de Fernando Aramburu, en mi radical y personal opinión, no es una buena novela. Incluso, en extensos pasajes es repetitiva, a veces insulsa y hasta vulgar. Con muy pocos instantes que avispen el alma frente a una prosa bien lograda. Y sin embargo, la leí desde el comienzo hasta el final. ¿Como explicar tamaña disonancia?
¿Masoquismo
literario? No creo, aunque pese a que no me producía demasiado placer, la leí
de pe a pa, completa, sin saltarme una frase. Mi deducción es la siguiente: no
es una buena novela pero es interesante. Y lo bueno no es igual a lo
interesante. ¿Cuál es la diferencia?
Una
buena novela es la que por su trama, por su estilo, por su lírica, o por lo que
sea, te impide despegar tus ojos de la lectura. Una novela interesante, en
cambio, es la que te ofrece un tema que te preocupa o incumbe, la lees y
encuentras reflexiones, las anotas y cada cierto tiempo dejas el libro a un
lado y te pones a pensar en algo que te llegó al recuerdo, en una frase o en
una imagen asociativa. Y en ese sentido, en mi opinión, para mí, Los Vencejos fue
una novela interesante de leer.
Reitero: para
mí. Y me atrevería a decir, para todos aquellos que nos hemos preguntado
con cierta insistencia acerca del sentido de la vida, sobre el
“para qué” de las cosas, sobre el tiempo que a todos
nos lleva hacia no sé dónde, sobre la transitoriedad del ser-estar. Y por
cierto, en el final de nuestros días.
Lo
interesante de la novela es que su personaje, el depresivo Toni, ha puesto
fecha al fin de su existencia. Decidido a no vivir más allá de ese día, la
novela es el relato de los preparativos premortales que lo conducirán hacia la
meta final.
La
vida de Toni adquiere frente a la segura muerte una nueva dimensión. La muerte
no será más “una posibilidad” y pasará a convertirse en una verdad fáctica. El
tan conocido camino heideggeriano, la del ser que avanza hacia su muerte,
reaparece como una toma de conciencia radical de la finitud.
La
muerte fechada por Toni le cambiará el sentido a las cosas. Lo obligará a
repensar sobre lo que tiene valor y sobre lo que se desvanece en el aire.
Después
de su decisión de matarse, Toni sabrá que continúa enamorado de su lesbiana y
hermosa esposa, descubrirá que siente un aprecio innegable hacia su único y
poco inteligente hijo, comenzará a enternecerse frente a la fidelidad de su
perra Pepa, e intentará autosatisfacerse, no solo corporalmente, con el amor
ficticiamente correspondido de una muñeca de plástico.
Mediocre
profesor de filosofía en una escuela secundaria no lo conmueve nada
de lo que pasa en su entorno. A su padre lo recuerda
como a un tirano. A su madre como una mujer que quiso pero no pudo
vivir. A su hermano y a su cuñada, los desprecia. Solo a un
amigo cojo y a una amiga que en lejanos tiempos fue su amor, los
frecuenta. En un momento se sentirá como ese “extranjero” que hiciera
célebre Albert Camus – lo dice el mismo – arrojado al mundo sin
saber el por qué y el para qué.
Las
grandes ideas sociales o políticas han dejado de interesarle, las
considera simples pretextos para simular pasión sin sentirlas de
verdad. Cuando vota, vota a ciegas. Su Credo es el
siguiente: “No soy católico, no soy marxista, no soy nada, solo un cuerpo
con los días contados como todo el mundo.
Creo
en muy pocas personas que me dan gusto y que son cotidianas y
visibles. Creo en cosas como el agua y la luz”. Detesta con furia a los
nacionalistas de gran y de pequeña nación pululando a lo largo
y ancho de España. “ …estoy cansado y hasta aburrido
de desempeñar en una película cuyo argumento no me despierta ni me
duerme; una película que me parece mal concebida y peor ejecutada” (.
…)“Creo que yo solo vivo por la inercia de respirar”.
¿Vale
la pena bajo esas condiciones seguir avanzando a lo largo del camino de la
vida para llegar a vivir una vejez que lo aterra? No,
afirma: “No quiero apestar a orina de anciano,
no quiero que me falte el aliento después de subir con dificultad
media docena de escalones. No quiero que nadie me tenga que cortar las uñas de
los pies porque no las alcanzo con las propias manos, no quiero andar por el
mundo como un ser encorvado y temblante que no entiende de nada cuanto
sucede a su alrededor. De esos sitios hay que saber marcharse en el momento
oportuno”.
Dejo a
un lado el libro y pienso.
Nada
de lo que dice el personaje de Aramburu parece refutable. Creo que
muchos, me incluyo, han tenido pensamientos similares. En
términos más claros: estoy de acuerdo con lo que Toni piensa
de su vida y de la vida. Hay al fin cierta
nobleza al enfrentar la muerte cara a cara, en despojarnos
de ese velo de la ingenuidad que nos impide mirar sus ojos frente a
frente. ¿No fue lo mismo que pensaba Sócrates antes de beber su vaso de cicuta?
Según
una clasificación de Émile Durkheim, en su conocido libro “El
Suicidio”, hay cuatro tipos de suicidas: el altruista (el que se
sacrifica por la patria, la religión, la utopía y otras creencias
similares), el anómico (seres desintegrados interior y exteriormente),
el egoísta (quien no piensa en las consecuencias de su muerte) y el
fatalista (quien no encuentra razones para seguir viviendo). Tengo la impresión
de que el Toni de Aramburu pertenece al último tipo. En un
lugar de su texto (siento algunas aprehensiones para llamarlo
novela) su personaje dice estar en contra de los suicidas espontáneos. El
de Aramburu es un suicida racional. Quiero decir, un hombre que no encuentra
razones para vivir.
Vuelvo
a dejar el libro un lado.
Busco un
argumento para refutar a Toni y por lo mismo debo hurgar en
mí. Primero debo afirmar que todo lo que él dice
parece ser cierto. Somos intrascendentes, partículas de átomo
perdidas en la inmensidad del universo. Objetivamente no valemos
nada. Si nos vamos, habrá algunas lágrimas, un
dolor en quienes te rodean, y luego, de acuerdo a la segunda ley de
la termodinámica, nos disolveremos entrópicamente en el tiempo. Los seres que
recordamos, los grandes hombres (genios, artistas, creadores y, sobre
todo, villanos), los que han hecho historia, son la excepción. ¿Quién
sabe lo que pensaba el bisabuelo, ¿a quién
importan los amores e inquietudes de los tatarabuelos? De la
mayoría de nosotros nadie se acordará. O muy pocos. Ergo: la vida no
tiene sentido, y por lo mismo, tampoco tiene razones.
¿Y los
que han sido felices? La respuesta algo budista de Aramburu parece impecable.
No existe la felicidad en sí. La felicidad es el resultado de la
no-felicidad. Solo son felices quienes tienen la suerte de dejar de
ser infelices en algunos momentos. La felicidad viene del
sufrimiento.
Incluso,
la felicidad máxima que según algunos filósofos (el joven Hegel
entre otros) viene del amor, está precedida por un profundo, insondable
desamor. Por eso la felicidad del amor no viene del amor sino del vacío
que alguien llena con su amor. Luego, la causa del amor no es el amor sino el
vacío de amor. Visto así, tiene razón Nietzsche cuando afirmó: “¿Quién te
dijo que viniste al mundo para ser feliz?” Si para alcanzar la mayor
felicidad del mundo, que suponemos es la del amor (el amor es un invento
relativamente moderno) hay que pasar por el infierno del desamor para después
sufrir por amor ¿puede ser esa, la causa que amerita la vida? Ni a
Toni ni al autor de estas líneas, el argumento del amor parece ser
demasiado convincente. Efectivamente, vuelvo a reiterar, la lógica no
nos sirve para explicarnos el para qué de la vida.
Vuelvo
entonces, ya por tercera vez, a dejar el libro al lado.
¿Y
para qué vivimos entonces? Mi respuesta, no tengo otra, es: vivimos
para vivir. Lo que quiero decir es que la vida no tiene otra razón que
no sea la vida misma. O sea, ¿vivimos para no morir? Eso es
imposible. La muerte “es”, la muerte existe, y de algún modo u otro te espera
en algún lugar recóndito del camino ¿No sería
mejor entonces hacer como hace Toni, aceptarla, despojarla de su
carácter sorpresivo, convertirla gracias al uso de nuestra razón en una figura
predecible situada en el tiempo, con fecha y lugar determinado?
La
muerte pertenece a la vida. Por eso insisto: Vivir para vivir no significa
negar la muerte. Ni siquiera significa intentar arrebatarle su triunfo, bien o
mal merecido. Vivir para vivir significa, vivir para no morir sabiendo
que vas a morir. La muerte, por lo tanto, es un saber agónico. Vivir
sabiendo que no vas a vivir es condición de nuestra vida. Vivir sabiendo que
vas a morir es también una razón, y esa y no otra es la razón de la vida. Eso
no significa que hay razones para vivir. Probablemente significa lo contrario:
las razones de la vida son productos de nuestra vida. Esas razones vienen
precisamente de la finitud.
Vivir
en agonía supone vivir luchando en contra de la muerte durante cada
segundo de nuestras vidas. Y precisamente de esos
segundos nacen las razones de la vida. O dicho así: primero
viene la vida, solo después vienen sus razones. Nunca al revés.
Si no
fuera por la muerte de la vida nunca amaríamos nuestra vida. Esta es la
paradoja, o si se prefiere, la maldición que una vez cayó sobre los humanos.
Solo podemos amar lo que sabemos que vamos a perder o, eventualmente, podemos
perder.
Vuelvo
a Sócrates. Solo deseamos (amamos) lo que no tenemos, nos dijo el filósofo.
Nadie desea (ama) lo que ya tiene. El “no tener” es la condición de la vida. Y
ese “no tener”– dijo Sócrates a Alcibíades – no te lo puedo dar porque
simplemente no lo tengo.
¿Para
qué vivimos? Voy a ser honesto, no lo sé. Pero ese no-saber es
también un saber: ese podría ser entonces, si no el,
un sentido de la vida: su no-saber. Por cierto, Fernando Aramburu, en su
interesante novela no fue tan lejos.
¿Para
qué vuelan los vencejos? Esa respuesta no la pueden dar los
vencejos. Pero ese no-saber no les impide volar. Los
vencejos viven para volar y vuelan para vivir.
Fernando
Mires
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