Francisco Fernández-Carvajal 30 de septiembre de 2021
@hablarcondios
— Las
ciudades que no quisieron convertirse.
—
Motivos de la penitencia. Las mortificaciones pasivas.
— Las
mortificaciones voluntarias y las que nacen del cumplimiento acabado del propio
deber.
I. Jesús había pasado muchas veces por las calles y plazas de las ciudades que rodean el lago de Genesaret, y fueron incontables los milagros y las bendiciones que derramó sobre sus habitantes; pero estos no se convirtieron, no supieron acoger al Mesías del que tanto habían oído hablar en la sinagoga. Por eso el Señor se queja con pena: ¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que han sido hechos en vosotras, hace tiempo que hubieran hecho penitencia... Y tú, Cafarnaún, ¿acaso serás exaltada hasta el Cielo? Hasta el infierno serás abatida1. Jesús había sembrado a manos llenas y no fue mucho lo que recogió en aquellos lugares. Las señales se habían multiplicado una tras otra, pero sus habitantes no hicieron penitencia, y sin esa conversión del corazón, acompañada de la mortificación, la fe se oscurece y no se sabe descubrir a Cristo que nos visita. Tiro y Sidón tenían menos responsabilidad porque recibieron menos gracias.
Por
eso, como dice el Espíritu Santo: si hoy escucháis su voz, no endurezcáis
vuestros corazones...2.
Dios habla a los hombres de todos los tiempos. Cristo sigue pasando por
nuestras ciudades y aldeas, y continúa derramando sus bendiciones sobre
nosotros. Saber escucharle y cumplir su voluntad hoy y ahora es
de capital importancia para nuestra vida. Nada es tan importante. En cada
momento es necesario escuchar con prontitud y docilidad esas llamadas que
Cristo hace al corazón de cada uno, pues «no es la bondad de Dios la culpable
de que la fe no nazca en todos los hombres, sino la disposición insuficiente de
los que reciben la predicación de la palabra»3.
Esta resistencia a la gracia es llamada frecuentemente en la Sagrada
Escritura dureza de corazón4.
El hombre suele alegar a veces dificultades intelectuales o teóricas para
convertirse o dar un paso adelante en su fe, pero con frecuencia se trata en
realidad de malas disposiciones en la voluntad, que se niega a abandonar un mal
hábito o a luchar decididamente contra un defecto que le impide una mayor
correspondencia a lo que el Señor, que pasa a su lado, le está pidiendo.
La
mortificación prepara el alma para oír al Señor y dispone la voluntad para
seguirle: «si queremos ir a Dios es necesario mortificar el alma con todas sus
potencias»5. Con la mortificación, nuestro corazón se convierte en tierra
buena que espera la semilla para dar fruto. Igual que hace el labrador, hemos
de arrancar y quemar la cizaña, las malas hierbas que tienden de continuo a
crecer en el alma: la pereza, el egoísmo, la envidia, la curiosidad... Por eso,
la Iglesia nos invita siempre, pero nos lo recuerda de una manera particular en
este día de la semana, el viernes, a que examinemos cómo va nuestro espíritu de
penitencia y de mortificación, y nos mueve a ser más generosos, imitando a
Cristo en la Cruz, que se ofreció por todos los hombres. Muy relacionada con la
mortificación está la alegría, que nos es tan necesaria.
II.
Quien ha adoptado la firme resolución de llevar una vida cristiana, en su más
plena integridad, necesita el ejercicio continuo de morir al hombre
viejo con sus obras6 que
permanece en cada uno, es decir, al «conjunto de malas inclinaciones que hemos
heredado de Adán, la triple concupiscencia que hemos de reprimir y refrenar con
el ejercicio de la mortificación»7.
Por eso la mortificación no es algo negativo; por el contrario, rejuvenece el
alma, la dispone para entender y recibir los bienes divinos, y nos sirve para
reparar por nuestros pecados pasados. Por eso pedimos frecuentemente al
Señor emendationem vitae, spatium verae paenitentiae: un tiempo
para hacer penitencia y enmendar la vida8.
A través de la Comunión de los Santos, prestamos ayuda y damos vida a otros
miembros de este Cuerpo Místico, que es la Iglesia.
Encontramos
principalmente tres campos de nuestra diaria mortificación en medio de nuestros
quehaceres. En primer lugar, en la aceptación amorosa y serena de los
contratiempos que cada día nos llegan, aquellas cosas, muchas veces pequeñas,
que nos son contrarias, que no son como nosotros desearíamos, o que llegan de
modo inesperado o contrario a lo que habíamos previsto y que nos exigen cambiar
de planes: una pequeña enfermedad que disminuye nuestra capacidad en el trabajo
o en la vida de familia, los olvidos, el mal tiempo que dificulta un viaje, el
exceso de tráfico..., el carácter difícil de una persona con la que hemos de
realizar un trabajo común... Son aquellas cosas que no dependen de nosotros,
pero que hemos de recibir como una oportunidad para amar a Dios, recibiéndolas
con paz, sin permitir que nos quiten la alegría. Son pequeñeces, «pero que si
no se asimilan por Amor van engendrando en el hombre una especie de
nerviosismo, un ánimo desapacible y triste.
»La
mayor parte de nuestros enfados no provienen de grandes contratiempos, sino de
pequeñas dificultades no asimiladas. El hombre que está al anochecer
preocupado, entristecido, con mal humor, con mal genio, no es, de ordinario,
porque le hayan sucedido reveses graves, sino porque ha ido acumulando una
serie de contratiempos mínimos que no ha sabido incorporar a una vida de amor,
a una vida de acercamiento a Dios»9.
Ha perdido muchas ocasiones de crecer en las virtudes. Además, cuando se
reciben estas contrariedades pequeñas como una oportunidad de acercarnos al
Señor, como una ocasión de bien, el alma se dispone para aceptar situaciones
más difíciles, como queridas, o al menos permitidas, por el Señor para unirnos
más íntimamente a Él.
Cuando
Dios viene al mundo «para sanar y remediar todas nuestras rebeldías y miserias
espirituales desde su raíz, destruye muchas cosas por inservibles, pero deja
intacto el dolor. No lo suprime, le da un nuevo sentido. Él pudo escoger mil
senderos distintos para alcanzar la Redención del género humano –que para eso
viene al mundo–. Pero de hecho elige un camino: el de la Cruz. Y por esa vereda
lleva a su propia Madre, María, y a José, y a los Apóstoles, y a todos los
hijos de Dios.
»El
Señor, que permite el mal, sabe sacar bienes en beneficio de nuestras almas»10.
No dejemos nosotros de convertirlo en motivo de amor, de crecimiento interior.
III. Otro
campo de nuestras diarias mortificaciones es el cumplimiento del deber, con el
que nos hemos de santificar. Ahí encontramos cada día la voluntad de Dios para
nosotros; y hacerlo con perfección, con amor, requiere sacrificio. Por eso, la
mortificación más grata al Señor «está en el orden, en la puntualidad, en el
cuidado de los detalles, de la labor que realizamos; en el cumplimiento fiel
del más pequeño deber de estado, aun cuando cueste sacrificio; en hacer lo que
tenemos obligación de hacer, venciendo la tendencia a la comodidad. No
perseveramos en el trabajo porque tenemos ganas, sino porque hay que hacerlo; y
entonces lo hacemos con ganas y alegría»11.
La madre de familia encontrará mil motivos diarios en su empeño por dar a la
casa un tono amable y acogedor, y el estudiante podrá ofrecer el esfuerzo por
llevar al día y con competencia sus asignaturas. El cansancio, consecuencia de
haber trabajado a fondo, estando metidos de lleno en su ocupación, se convierte
en una gratísima ofrenda al Señor que santifica. Pensemos hoy si somos personas
que se quejan con frecuencia de su tarea, de aquella que precisamente nos ha de
acercar a Dios.
El
tercer campo de nuestras mortificaciones está, ordinariamente, en aquellas que
buscamos voluntariamente con deseo de agradar al Señor y de disponernos mejor
para la oración, para vencer las tentaciones, para ayudar a nuestros amigos a
acercarse al Señor. Y entre estas, hemos de buscar aquellas que ayudan a los
demás en su caminar diario. «Fomenta tu espíritu de mortificación en los
detalles de caridad, con afán de hacer amable a todos el camino de santidad en
medio del mundo: una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu
de penitencia»12.
El vencer, con el auxilio del Ángel Custodio, los estados de ánimo, el
cansancio... será muy grato al Señor y una gran ayuda a quienes están con
nosotros. «El espíritu de penitencia está principalmente en aprovechar esas
abundantes pequeñeces –acciones, renuncias, sacrificios, servicios...– que
encontramos cada día en el camino, convirtiéndolas en actos de amor, de
contrición, en mortificaciones, y formar así un ramillete al final del día: ¡un
hermoso ramo, que ofrecemos a Dios!»13.
1 Lc 10,
13-15. —
2 Heb 3,
7-8. —
3 San
Gregorio Nacianceno, Oratio catechetica magna, 31. —
4 Ex 4,
21; Rom 9, 18. —
5 Santo
Cura de Ars, Sermón para el miércoles de ceniza. —
6 Col 3,
9. —
7 A.
Tanquerey, Compendio de Teología ascética y mística, n.
323. —
8 Cfr. Misal
Romano, Formula intentionis Misae. —
9 A.
G. Dorronsoro, Tiempo para creer, Rialp, Madrid 1976, p.
142. —
10 J.
Urteaga, Los defectos de los santos, pp. 222-223. —
11 San
Josemaría Escrivá, Carta 15-X-1948. —
12 ídem, Forja,
n. 149. —
13 Ibídem,
n. 408.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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