TÁBATA PEREGRÍN 06 de diciembre de 2021
Amélie
Yan-Gouiffes, francesa afincada en España desde hace cinco años, y que ahora
vive en Madagascar como consultora para Naciones Unidas, cuida de un chico
venezolano abandonado en las calles de Madrid
El día
que Anthoni cumplió 18 años estaba viviendo en casa de la familia de un amigo y
compañero del curso de electromecánica de vehículos del centro de Formación
Profesional Barajas donde estudiaba en Madrid. “No hice nada especial porque no
tenía dinero. Dimos una vuelta por la calle y ya está”. Su padre le había
echado de casa tres semanas antes. Le dijo que se buscara la vida.
Era la primera vez que le decía que se fuera. No sería la última. La siguiente le dejó en la calle, con 18 años, solo y sin papeles.
Anthoni
no ha tenido nunca mucho contacto con su progenitor, que dejó Venezuela para
mudarse a España cuando su hijo apenas tenía tres años. Aquí se casó y formó
una nueva familia. Todo este tiempo el contacto entre ellos se ha limitado a
una llamada al mes para informarle de que le había mandado dinero.
Pese a
ello, el 12 de enero de 2020, recién cumplidos los 17 años, Anthoni se muda a
España. Su realidad en Venezuela se había complicado. La supervivencia no
estaba siendo fácil, había dejado de estudiar y su madre pidió auxilio al padre
en España.
“Allí
estaba perdido, pero cuando aterricé en Madrid me di cuenta de que aquí había
muchas posibilidades. Inmediatamente, me puse a estudiar, me saqué 4º de la ESO
en plena pandemia y me apunté a FP”, cuenta ilusionado.
La
alegría le duró poco. Seis meses después de llegar, la convivencia empezó a
tensarse. El chico necesitaba dinero para transporte, libros o simplemente
salir con los amigos. “Mi padre empezó a decirme que no me iba a dar nada, que
me buscara la vida”, lamenta. En junio de este año le echa definitivamente de
casa. “Plasta de mierda, recoge tus cosas y sal de mi casa”, le increpó.
Esta
vez no había amigos que le pudieran acoger. Tenía la edad legal para trabajar,
pero no el permiso de empleo porque su padre no le había regularizado.
Indocumentado y sin ingresos, la única opción fue vivir en la calle, en un
rincón en el barrio de Prosperidad pegado a la M-30. “Dormía en un sofá viejo y
comía lo que me bajaban la gente que me conocía”.
Para
la Administración española este chico venezolano de apenas 18 años y seis meses
se había convertido en un adulto sin papeles y en situación de calle.
Amélie
Yan-Gouiffes, francesa afincada en España desde hace cinco años, tiene otra
visión de la historia: “Anthoni era un niño y yo no iba a dejar que durmiera en
la calle. Eso, por encima de mi cadáver”, expresa de manera rotunda.
Y es
que, contra todo pronóstico, el venezolano no está solo. La suerte, o una buena
persona, o las dos cosas, se han cruzado en su vida.
Un
milagro llamado buena voluntad
Desde
hace seis meses, Anthoni tiene una segunda madre. “Mamá Amélie,” como la llama
él, le paga una habitación en un piso en Alcalá de Henares y le da dinero para
comida y sus gastos de móvil.
Su
hijo, Leo Jules, también es parte de esta historia de acompañamiento: con solo
16 años es el encargado de ir a llevarle el dinero a Anthoni, le presta
su Playstation y cuando no está en el internado donde estudia,
comparte tiempo con él.
Yan-Gouiffes
llama todos los días a Anthoni desde Madagascar,
un país que al chaval le cuesta localizar en el mapa, para preguntarle cómo
está.
“Amélie
me ha dado un cariño que ni mi padre. Ha creído en mí y me ha ayudado mucho”.
Después de una pausa, añade: “Y Leo Jules es como un hermano”.
Cuando
habla de ellos, el chico respira profundo para contener las lágrimas. Es la
única vez que baja la guardia y deja de parecer lo mayor que es.
Yan-Gouiffes,
de 50 años, podría haber mirado para el otro lado cuando su hijo Leo Jules le
dijo que tenía un amigo que llevaba dos semanas durmiendo en la calle, pero no
lo hizo. Fue a buscarlo, le subió a su casa y empezó a buscar opciones de
alojamiento porque en unos días ella misma tenía que dejar su piso.
Esta
experta en resiliencia y ayuda humanitaria podría haberse evitado el estrés y dejado
que fuera la Administración la que se encargara de Anthoni —fuera cual fuera el
resultado—, y cualquiera hubiera entendido sus razones: apenas empezaba a
recuperarse de un agresivo tratamiento de quimioterapia y estaba a escasos 10
días de cerrar el piso en el que residía en Madrid para irse a trabajar medio
año a Madagascar como consultora para Naciones Unidas.
Pero
Amelie es el tipo de persona que ya con 20 años era voluntaria en Amnistía
Internacional y que 30 años después movilizó a las amigas de entonces para que
el adolescente venezolano no se quedara en la calle. “Nos pusimos todas a
llamar a todas partes y averiguar qué hacer”.
Desde
su oficina en Madagascar, Yan-Gouiffes, que lleva más de media vida trabajando
en países con niveles de ayuda social escasa o inexistente, reflexiona en voz
alta por teléfono sobre cómo los sistemas de protección social, si bien
necesarios, también nos pueden convertir en seres “individualistas y egoístas
que miran para otro lado esperando que sea el gobierno el que haga algo”.
“Cuando
cayó la nevada de Filomena en Madrid me sorprendió mucho ver a todo el mundo en
sus casas, esperando a que el Ayuntamiento viniera a quitar la nieve. Mis dos
hijos y yo estamos acostumbrados a ayudar, así que salimos con palas a sacar la
que cubría los alrededores del edificio”. Esa misma actitud es la que hizo que,
en tiempo récord, consiguiera que servicios sociales le dieran a Anthoni una
plaza temporal en el Centro de Acogida de la calle Mejía Lequerica. “Él ha
puesto todo de su parte yendo a servicios sociales, pero le decían que le iban
a mandar un correo electrónico que nunca llegaba y se nos acababan los días.
Solo consiguió plaza en el albergue cuando yo le acompañé y hablé directamente
con la asistenta social”, cuenta.
También
ha sido otra adulta, Esther Pino, la que se ha ofrecido a ayudar al joven
venezolano a lidiar con la burocracia española. Una ciudadana sin conocimientos
legales que le acompañó al cursar la solicitud de asilo que a partir de enero
le permitirá, al menos, tener un permiso para trabajar. “Tuve que ayudarle a
redactar el documento en el que contaba su historia y los motivos para
solicitar refugio porque no sabía cómo hacerlo bien. Es un proceso complejo
incluso para un adulto”.
El
paso por el albergue de Mejía Lequerica no fue fácil para el venezolano: era el
único chico de su edad solo en un centro lleno de adultos y familias.
Conviviendo tres meses en una habitación con cinco personas, donde además
sufrió un intento de abuso sexual.
Una
vez expirada la acogida temporal de emergencia, la Administración le hizo saber
que la única alternativa para esperar la resolución de su solicitud de asilo y
el permiso de trabajo era otro albergue.
A
Anthoni se le cayó el mundo encima.
Su
“mamá francesa” decidió entonces que la solución era pagarle de su propio
bolsillo una habitación.
“Ahora
estoy mejor”, dice el joven, a la vez que sonríe. Tiene ganas de que llegue
enero para poder trabajar. “De lo que sea, lo importante es poder ganar mi
propio dinero y terminar de estudiar”.
Anthoni
es lo que las organizaciones de derechos humanos llaman “sujetos con
circunstancias especiales” y para los que reclaman flexibilidad en los procesos
de ayuda.
Jennifer
Zuppiroli, responsable de migraciones de Save the Children explica que se debe
considerar siempre “el interés superior” de estos chicos, es decir, las
circunstancias específicas de cada caso, como que Anthoni apenas tiene 18 años
y está solo en un sistema jurídico y social lleno de adultos. “Lo que ocurre es
que la legislación no contempla periodos de transición y acompañamiento
especial para individuos de 18 a 23 años. Tanto si eres solicitante de asilo
como si vienes de ser un menor no acompañado, en cuanto cumples la mayoría de
edad ya eres adulto y así entras en el sistema”, explica Verónica Barroso,
experta en refugio de Amnistía Internacional.
Desde
octubre de este año la reforma al Reglamento de Extranjería ha traído un
respiro a los cerca de 8.000 menores no acompañados y a 7.000 extutelados de
entre 18 y 23 años que viven en nuestro país. Por fin podrán contar con permiso
de residencia y a partir de los 16 años incluso de trabajo.
Sin
embargo, los Programas de Transición a la Vida Adulta para los que han cumplido
18 años, esa ayuda extra que requieren los que aún no son emocionalmente
adultos y que puede suponer desde acompañamiento hasta asesoramiento e incluso
vivienda, sigue recayendo prácticamente en su totalidad en manos de ONG o de
ciudadanas como Amélie, que simplemente no pueden mirar a otro lado porque para
ellos, siguen siendo niños.
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