Eliécer Calzadilla Lunes, 3 de septiembre de 2012
No fue de pronto sino
lentamente que algunas palabras se le fueron perdiendo de la boca, de la lengua
y de la voz
Los que
trenzan los hechos históricos con la ficción tal vez escriban algún día que en
su memoria había un espacio con un poco de candela permanente donde quemaba de
vez en cuando y para siempre las palabras que ya no le servían para “el
proceso”. Democracia y soberanía popular fueron las primeras palabras que el
presidente Chávez dejó de usar con frecuencia. Poco a poco “la revolución”
ocupa el centro del discurso y el socialismo del siglo XXI deja de ser nombrado
antes que nadie, ni el propio Chávez, pudiera explicar en qué consistía. Ahora
habla de socialismo a secas.
Con el
transcurso de los años la voluntad del presidente sustituyó a la voluntad
general, a la voluntad del pueblo, porque él, el comandante presidente, es el
pueblo convertido en líder destinado a gobernar “hasta el 2031 y más”; aunque a
él le “gustaría retirarse a la orilla de un río en el alto llano pero si el
pueblo (me) lo pide estaría dispuesto a permanecer en este cargo hasta el fin
de mis días”. Eso es monarquía.
Entretanto,
los ciudadanos que nos oponemos a este auto designio, que creímos que la
Constitución consagraba derechos inalienables e intocables a favor de las
personas, solicitamos un referendo revocatorio y pasamos a conformar la
fascista lista de Tascón, que disminuye la ciudadanía. A partir del golpe de
Estado del 11A, del insensato paro petrolero, de la ridícula comparsa de la
Plaza Altamira y del afloramiento de odios sociales por parte de una derecha
política que el mismo Chávez creó, decretó y diseminó, el discurso presidencial
derivó hacia la cosificación de los adversarios: apátridas, traidores a la
patria, pitiyanquis, burgueses, enemigos… Chávez, con ese discurso (y con sus
actos), se aparta ideológicamente de la democracia, de la representación
popular, del respeto a los derechos fundamentales, del respeto a las minorías,
y transita el camino de los totalitarismos históricos que, al cosificar a los
adversarios, prepararon el camino de la represión sin límites.
Mientras
Chávez consumió largas jornadas en su afán de explicar su régimen socialista,
su antiimperialismo y su contribución al nuevo orden político del mundo del que
él era uno de los salvadores (salvador del mundo), la realidad se ensañaba con
los venezolanos: homicidios, robos, secuestros, costo de la vida, desempleo,
deterioro de los servicios, ruina hospitalaria, y los presos estableciendo una
federación de cárceles autónomas con gobiernos y ejércitos propios...
Hay, por
lo menos, dos países: el que tiene el presidente en su lengua y sus ideas y el
de los puentes que se caen, el de los homicidios y la corrupción.
Chávez
hasta ahora cambió los nombres que quiso, se autonombró legislador, desenterró
los restos de Bolívar para jorungar los motivos de su muerte, pero no pudo
desterrar la idea de soberanía popular del imaginario venezolano. Por eso
fracasan los llamados consejos comunales antes de crecer, porque la gente no se
traga la idea que le digan que ellos son los que mandan para que después decida
por ellos un burócrata o un comisario político con una camisa y una gorra roja como
únicas ideas. Por eso fracasa el llamado control obrero, porque a los
trabajadores les dijeron que ellos decidirían en las empresas y en cambio les
pusieron unos cuantos corruptos para que mandaran: el soberano no es Chávez, es
el pueblo.
Se me
ocurre pensar que parte del olor a victoria electoral que acompaña a Capriles
en todos sus actos políticos deriva en buena medida de su talante democrático,
de su disposición a escuchar al pueblo, de hacer un programa de gobierno no con
un pastiche ideológico que al pueblo no le interesa sino con la solución de los
problemas de la mujer, del hombre y de los jóvenes venezolanos. Los actos
políticos de Chávez se parecen cada vez más a una coreografía milimétricamente
preparada por Joaquín Riviera, el del show de Miss Venezuela, los actos de
Capriles son espontáneos, naturales y llenos de entusiasmo porque la gente
acude con espíritu democrático, a sabiendas de que no es Capriles el que decide
sino el pueblo, que cree que Capriles puede representar democráticamente a todos
los venezolanos, demócratas y chavistas.
Tal vez la
diferencia se vea clara si nos percatamos de que no existe (y ojalá no exista
jamás) el “caprilismo”; en cambio el chavismo, que es ante todo un
antidemocrático culto a la personalidad, es estimulado y exigido por el propio
Chávez. Con Capriles han regresado a la política venezolana la democracia y la
soberanía popular. Por eso también está ganando las elecciones.
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